—Fue hermoso, realmente espectacular, el sol brillaba todo el tiempo, y el hielo está allí de verdad, tenemos acceso a un montón de agua, cuando estás en ese casquete polar es como si estuvieras en el Ártico…
—¿Encontraron algo de fósforo? —preguntó Hiroko.
Era increíble ver la cara de Hiroko, preocupada por sus plantas y la escasez de fósforo. Ann le contó que había encontrado montones de sulfatos en los cráteres de Acidalia, así que se fueron juntas a examinar las muestras. Nadia siguió a los otros por el corredor subterráneo de paredes de hormigón hacia el habitat permanente, pensando en una ducha de verdad y en verduras frescas, escuchando a medias a Maya que le daba las últimas noticias. Estaba en casa.
De vuelta al trabajo; y, como antes, era implacable y de múltiples facetas, una lista interminable de cosas por hacer, y siempre sin disponer de suficiente tiempo, porque aunque algunas tareas ocupaban poco tiempo humano, no como Nadia había temido, siendo adecuadas para los robots, todo lo demás requería en verdad una larga dedicación. Y ninguna de esas tareas le dio la alegría que había tenido construyendo las cámaras abovedadas, aunque fueran interesantes como problema técnico.
Si querían que la plaza central bajo la cúpula tuviese alguna utilidad, había que poner unos cimientos que desde el fondo hasta la superficie estuvieran compuestos de grava, hormigón, grava, fibra de vidrio, regolito y, por último, tierra tratada. La misma cúpula se haría de láminas dobles de vidrio grueso tratado, para mantener la presión, reducir los rayos ultravioletas y un cierto porcentaje de radiación cósmica. Cuando todo esto estuviera hecho, tendrían un atrio central ajardinado de 10.000 metros cuadrados, un plan en verdad elegante y satisfactorio. Pero a medida que Nadia trabajaba en los diversos aspectos de la estructura, descubrió que se distraía, que tenía el estómago tenso. Maya y Frank ya no se hablaban en sus papeles oficiales, lo que indicaba que su relación privada marchaba muy mal; y Frank tampoco parecía querer hablar con John, lo que era una pena. La relación rota entre Sasha y Yeli se había convertido en una especie de guerra civil entre sus amigos, y el grupo de Hiroko, Iwao, Paul, Ellen, Rya, Gene y Evgenia y los demás, quizá como reacción a todo eso, pasaba los días en el patio interior o en los invernaderos, viviendo juntos allí, más reservados que nunca. Vlad y Úrsula y los demás del equipo médico estaban absortos en la investigación, casi hasta el punto de excluir el trabajo clínico con los colonos, lo que enfurecía a Frank; y los ingenieros genéticos se pasaban todo el tiempo en el parque de remolques reconvertido, en los laboratorios.
Y, sin embargo, Michel Duval se comportaba como si nada fuera anormal, como si él no fuera el psicólogo de la colonia. Pasaba un montón de tiempo viendo la televisión francesa. Cuando Nadia le preguntó por Frank y John, le respondió con una mirada vacía.
Llevaban en Marte 420 días, y los primeros segundos del nuevo universo habían desaparecido. Ya no se reunían para planificar el trabajo del día siguiente o hablar de lo que hacían. «Estamos demasiado ocupados», contestaban todos a Nadia. «Bueno, es muy complicado explicarlo, ya sabes, te dormirías de aburrimiento. Me sucede a mí.» Y así sucesivamente.
Y entonces, en sus ratos de ocio, veía mentalmente las dunas negras, el hielo blanco, las figuras recortadas contra un cielo crepuscular. Se estremecía y volvía a la realidad con un suspiro. Ann ya había preparado otra expedición y se había marchado, en esta ocasión al sur, a los brazos más septentrionales del gran Valle Marineris, para ver otras maravillas inimaginables. Pero a Nadia la necesitaban en el campamento, sin importar si quería o no estar con Ann en los cañones. Maya se quejó del tiempo que Ann pasaba fuera. «Es evidente que ella y Simón han iniciado algo y disfrutan de una luna de miel mientras nosotros trabajamos aquí como esclavos.» Así era como Maya veía las cosas. Pero Ann estaba en los cañones, y eso era todo lo que hacía falta para que fuera feliz. Si ella y Simón habían comenzado algo personal, sería una extensión natural de todo aquello, y Nadia esperó que fuera verdad, sabía que Simón amaba a Ann, y ella había sentido la presencia de una soledad inmensa en Ann, algo que necesitaba un contacto humano. ¡Ojalá pudiera unirse a ellos otra vez!
Pero tenía que trabajar. Y trabajó, supervisó a la gente en los emplazamientos de construcción, se paseó por las obras y se irritó por el trabajo chapucero de sus amigos. La mano dañada había recuperado parte de su fuerza durante el viaje, de modo que otra vez podía conducir tractores y bulldozers; pasó largos días haciéndolo, pero ya no era lo mismo.
En L s=208° Arkadi bajó a Marte por primera vez. Nadia fue al nuevo espaciopuerto y esperó de pie al borde de la ancha extensión de cemento y polvo, saltando de un pie a otro para calentarse. El cemento de tierra de siena quemado ya estaba marcado por las manchas amarillas y negras de descensos anteriores. La burbuja de Arkadi apareció en el cielo rosa, un punto blanco y luego una llama amarillenta, como el escape de gases de una chimenea invertida. Por último se transformó en una semiesfera geodésica con cohetes y patas en la parte inferior, que bajaba a la deriva sobre una columna de fuego, y aterrizó con asombrosa delicadeza justo en el punto central. Arkadi había estado trabajando en el programa de descenso, al parecer con buenos resultados.
Salió por la compuerta del transbordador unos veinte minutos después, y se irguió en el escalón, mirando en torno. Bajó con seguridad por la escalera, y ya en el suelo dio unos saltos experimentales sobre las puntas de los pies, avanzó unos pasos, luego dio unas vueltas, con los brazos abiertos. Nadia tuvo un súbito y punzante recuerdo de cómo había sido, de aquella sensación de estar hueca. En ese momento él se cayó. Ella corrió hacia Arkadi, él la vio, se levantó y avanzó directamente hacia ella y volvió a tropezar y caer sobre el áspero cemento Portland. Lo ayudó a ponerse de pie y se fundieron en un abrazo y se tambalearon, él con su enorme traje presurizado, ella con el traje elástico. La cara peluda de él parecía escandalosamente real a través de los visores; el vídeo le había hecho olvidar la tercera dimensión y esas otras cosas que hacían que la realidad fuera tan vivida, tan real. Arkadi golpeó despacio el visor del casco contra el de ella, esbozando una sonrisa de loco. Ella sintió que la cara se le distendía en una sonrisa parecida.
Él señaló su consola de muñeca y pasó a la frecuencia privada, 4224; ella hizo lo mismo.
—Bienvenido a Marte.
Alex, Janet y Roger habían acompañado a Arkadi, y cuando todos salieron del transbordador subieron al modelo Ts abierto y Nadia los llevó de vuelta a la base. Fueron primero por el camino pavimentado, luego dieron un rodeo y pasaron por el Cuartel de los Alquimistas. Les habló de cada edificio, y de pronto se sintió nerviosa, recordando la impresión que había tenido después del viaje al polo. Se detuvieron delante de la antecámara del garaje y ella los condujo dentro. Allí hubo otra reunión de familia.
Más tarde aquel mismo día Nadia guió a Arkadi por el cuadrado de cámaras subterráneas, una puerta tras otra, un cuarto amueblado tras otro, por todos y cada uno de los veinticuatro que había, y después al atrio. El cielo tenía un color rubí a través de los paneles de vidrio, y los puntales de magnesio brillaban como plata pulida.
—¿Y bien? —dijo al fin Nadia, incapaz de contenerse más—. ¿Qué te parece?
Arkadi rió y le dio un abrazo. Aún seguía enfundado en el traje espacial, y la cabeza le asomaba sobre el hueco abierto del cuello; lo sintió acolchado y voluminoso en el traje, y deseó que no lo tuviera puesto.
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