Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Y si apartaba a todo el mundo menos a Simón, se moriría por tener una charla, pues Simón Frazier era el más silencioso de los cien. Apenas si había dicho veinte frases en todo el viaje: era extraño, como ir con un sordomudo. Salvo, quizá, que hablara con Ann cuando estaban solos, ¿quién podía saberlo?

Nadia cerró la válvula y luego cubrió toda la bomba.

—Tan al norte necesitaremos un aislamiento todavía más grueso —dijo para nadie en particular mientras llevaba las herramientas al rover. Estaba cansada de tanto tiroteo verbal, ansiosa por regresar al campamento y a su trabajo. Tenía ganas de hablar con Arkadi; ella haría reír. Y sin intentarlo, sin siquiera saber exactamente cómo, también ella lo haría reír.

Guardaron algunos trozos del vertido de hielo con el resto de las muestras, y dispusieron cuatro radiofaros para guiar a los pilotos robot.

—Aunque quizá se sublime, ¿no? —dijo Nadia. Ann, ensimismada, no oyó la pregunta.

—Hay un montón de agua aquí arriba —musitó para sí misma, como preocupada.

—Tienes toda la maldita razón —exclamó Phyllis—. ¿Y ahora por qué no echamos un vistazo a esos depósitos que vimos en el extremo norte de Mareotis?

A medida que se acercaban a la base, Ann se volvió más solitaria y lacónica, la cara tensa como una máscara.

—¿Qué sucede? —le preguntó Nadia una noche, cuando estaban fuera juntas arreglando un radiofaro defectuoso.

—No quiero volver —repuso Ann. Estaba arrodillada junto a una roca, astillando una lasca—. No quiero que este viaje termine. Me gustaría seguir viajando todo el tiempo, bajar a los cañones, subir al borde de los volcanes, entrar en el caos y las montañas que rodean Hellas. No quiero parar nunca. —Suspiró.— Pero… soy parte del equipo. Así que tengo que bajar de nuevo al cuchitril con todos los demás.

—¿De verdad es tan malo? —preguntó Nadia, pensando en las hermosas cámaras abovedadas, en el humeante baño de hidromasaje, en un vaso de vodka helado.

—¡Tú sabes que sí! Veinticuatro horas y media al día, bajo tierra en esos cuartos pequeños, con Maya y Frank y sus intrigas políticas, Arkadi y Phyllis discutiéndolo todo, ahora entiendo por qué, créeme… y George quejándose y John flotando en una nube e Hiroko obsesionada con su pequeño imperio… también Vlad, también Sax… quiero decir, ¡vaya grupo!

—No es peor que cualquier otro. Ni peor ni mejor. Tienes que aceptarlo. No podrías estar aquí sola.

—No. Pero, en cualquier caso, cuando estoy es como si no estuviera.

¡Es como estar de vuelta en la nave!

—No, no —dijo Nadia—. Has olvidado cómo era. —Le dio un puntapié a la roca en la que trabajaba Ann, y ésta alzó la vista, sorprendida.— Puedes patear las piedras, ¿ves? Estamos aquí, Ann. Aquí en Marte, de pie en su superficie. Y todos los días puedes salir e ir de aquí para allá. Y con el puesto que ocupas, harás más viajes que nadie.

Ann apartó la vista.

—Lo que pasa es que a veces no parece suficiente. Nadia la miró.

—Oye, Ann, lo que nos mantiene bajo tierra es la radiación más que cualquier otra cosa. Lo que estás diciendo en realidad es que quieres que la radiación desaparezca. Lo que significa espesar la atmósfera, lo que significa terraformar.

—Lo sé. —Habló con una voz tensa, tan tensa que de pronto el cuidado tono neutro se perdió y se olvidó.— ¿Es que crees que no lo sé?

—Se levantó y sacudió el martillo.— ¡Pero no es justo! Quiero decir, miro esta tierra y… y la amo. Quiero estar fuera y recorrerla siempre, estudiarla, vivir en ella, conocerla. Pero cuando lo hago, la altero… destruyo lo que es, lo que amo. Esta carretera que hemos hecho, ¡me duele verla! Y el campamento base es como el pozo abierto de una mina, en medio de un desierto que no ha sido tocado nunca desde el comienzo del tiempo. Es tan feo, tan… No quiero hacerle eso a todo Marte, Nadia, no quiero. Preferiría morir. Dejemos el planeta en paz, dejemos su soledad y que la radiación haga lo que quiera. Es sólo una cuestión de estadística, de todas maneras, quiero decir que si eleva mi probabilidad de desarrollar cáncer a una de diez, ¡entonces nueve veces de cada diez estoy bien!

—Perfecto para ti —dijo Nadia—. O para cualquier individuo. Pero para el grupo, para todas las cosas vivas que hay aquí… ya sabes, el daño genético. Con el tiempo nos dañará. No puedes pensar sólo en ti.

—Parte de un equipo —dijo Ann con voz apagada.

—Bueno, lo eres.

—Lo sé. —Suspiró.— Todos lo diremos. Todos seguiremos adelante y haremos que el lugar sea seguro. Carreteras, ciudades. Cielo nuevo, tierra nueva. Hasta que sea una especie de Siberia o de Territorios del Noroeste, y Marte ya no exista, y nosotros estaremos aquí, y nos preguntaremos por qué nos sentimos tan vacíos. Por qué cuando miramos este mundo no somos capaces de ver nada más que nuestras propias caras.

En el sexagésimo segundo día de la expedición vieron penachos de humo sobre el horizonte meridional, hebras marrones, grises, blancas y negras que se elevaban y se mezclaban y se hinchaban hasta convertirse en una nube, un hongo chato, cuyas volutas se alejaron hacia el este.

—De nuevo en casa, de nuevo en casa —dijo Phyllis con alegría.

Las rodadas dejadas en el viaje de ida, cubiertas a medias por el polvo, los guiaron de vuelta al humo: a través de la zona de carga, a través de un terreno surcado por marcas de ruedas, a través de tierra pisoteada hasta convertirse en arena rojiza, más allá de zanjas y montículos, pozos y cosas apiladas, y finalmente hasta la gran loma desnuda del habitat permanente, un reducto cuadrado de tierra, ahora coronado por una red plateada de vigas de magnesio. Ese cuadro despertó el interés de Nadia pero, a medida que avanzaban hacia el interior, no pudo evitar ver el desorden de estructuras, embalajes, tractores, grúas, depósitos de repuestos, depósitos de basura, molinos de viento, paneles solares, depósitos elevados de agua, carreteras de hormigón que iban hacia el este, el oeste y el sur, extractores de aire, los edificios bajos del cuartel de los alquimistas, sus chimeneas emitiendo los penachos de humo que habían visto; las pilas de vidrio, los conos redondeados de grava gris, los grandes montículos de regolito en bruto junto a la factoría de cemento, los pequeños montículos de regolito diseminados por todas partes. Tenía el aspecto desordenado, funcional, feo, de Vanino, o Usman o de cualquiera de las ciudades estalinistas de industria pesada en los Urales, o de los campos petrolíferos de Yakut. Atravesaron cinco kilómetros de esa devastación, y Nadia no se atrevió a mirar a Ann, sentada en silencio junto a ella, irradiando disgusto y repugnancia. También Nadia estaba aturdida, y sorprendida por el cambio en su propia actitud; todo esto le había parecido muy normal antes del viaje, de hecho la había complacido enormemente. Ahora se sentía un poco asqueada, y temerosa de que Ann pudiera hacer algo violento, en especial si Phyllis decía algo más. Pero Phyllis mantuvo la boca cerrada y entraron en el solar de los tractores fuera del garaje norte y se detuvieron. La expedición había terminado.

Uno a uno acoplaron los rovers a la pared del garaje y salieron a gatas por las puertas. Rostros familiares se apiñaron alrededor, Maya, Frank, Michel, Sax, John, Úrsula, Spencer, Hiroko y el resto, como hermanos y hermanas de verdad, pero tantos que Nadia se sintió abrumada, se encogió como una anémona, y le fue difícil hablar. Quiso retener algo que sintió que se le escapaba, y miró alrededor en busca de Ann y de Simón, pero estaban atrapados por otro grupo y parecían aturdidos, Ann estoica, una máscara de sí misma.

Phyllis contó la historia por ellos.

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