Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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—¿Qué? ¿He oído a Arkadi Nikeliovich?

—Bueno, ya sabes… no me quejo sólo por quejarme, señorita Nuevededos. Y el modo en que han ido las cosas aquí abajo se parece mucho a lo que yo pedí durante el viaje en el Ares. Tan parecido que sería estúpido si me quejara.

—Debo reconocer que me sorprendes.

—¿Sí? Pero piensa cómo han trabajado todos juntos aquí este último año.

—Medio año. Él se rió.

—Medio año. Y durante todo ese tiempo en realidad no hemos tenido líderes. Esas reuniones nocturnas en las que todos dicen lo que piensan y el grupo decide lo que es necesario hacer; así tendría que ser siempre. Y nadie pierde el tiempo comprando o vendiendo, porque no hay mercado. Todo aquí pertenece a todos por igual. Y, sin embargo, ninguno puede explotar nada que le pertenezca, pues no hay nadie fuera a quien vendérselo. Ha sido una sociedad comunal, un grupo democrático. Todos para uno y uno para todos. Nadia suspiró.

—Las cosas han cambiado, Arkadi. Ya no es así. Y cada vez cambian más. De modo que no durará.

—¿Por qué lo dices? —gritó él—. Durará si nosotros decidirnos que dure.

Ella lo miró, escéptica.

—Sabes que no es tan sencillo.

—Bueno, no. No es sencillo. ¡Pero está a nuestro alcance!

—Quizá. —Suspiró de nuevo, pensando en Maya y Frank, en Phyllis, Sax y Ann.— Hay un montón de enfrentamientos aquí.

—Eso está bien, mientras nos pongamos de acuerdo en ciertas cosas esenciales.

Ella sacudió la cabeza mientras se frotaba la cicatriz con los dedos de la otra mano. Le picaba el dedo ausente, y de pronto se sintió deprimida. Arriba, las largas hojas de bambú asomaban definidas por estrellas ocultas; parecían redes de bacilos gigantes. Caminaron por el sendero entre bandejas de cultivos. Arkadi tomó la mano mutilada de ella y la escrutó un rato; al fin Nadia se sintió incómoda e intentó retirarla. Él la retuvo y le besó el nudillo recientemente expuesto en la base del dedo anular.

—Tienes manos fuertes, señorita Nuevededos.

—Las tenía antes —dijo ella, cerrando la mano en un puño y levantándolo.

—Algún día Vlad te hará crecer un dedo nuevo —dijo él, y tomó el puño y lo abrió; luego, le tomó la mano y siguieron andando—. Esto me recuerda al jardín botánico de Sebastopol —comentó.

—Mmm —musitó Nadia, sin escuchar en realidad, concentrada en el peso cálido de la mano de él en la suya, los dedos entrelazados con fuerza.

También las manos de él eran fuertes. Ella tenía cincuenta y un años, una rusa pequeña y redonda de pelo cano, una trabajadora de la construcción a la que le faltaba un dedo. Era tan agradable sentir el calor de otro cuerpo; habían pasado muchos años, y su mano absorbió la sensación como una esponja, colmada y cálida, hasta que sintió un hormigueo. Tiene que parecerle extraño, pensó Nadia, y se abandonó a lo que sentía.

—Me alegro de que estés aquí —dijo.

Tener a Arkadi en la Colina Subterránea hizo que la atmósfera se pareciera a la hora que precede a una tormenta. Consiguió que la gente pensara en lo que estaba haciendo; los hábitos en los que habían caído sin darse cuenta fueron sometidos a análisis, y bajo esa nueva presión algunos se defendieron, otros se volvieron agresivos. Las discusiones de siempre se hicieron un poco más intensas. Naturalmente, eso incluyó el debate sobre la terraformación.

Ahora bien, este debate no era un acontecimiento aislado, sino más bien un proceso en curso, un tema que no dejaba de asomar, una cuestión de intercambios casuales entre individuos en el trabajo, las comidas, los momentos antes de irse a dormir. Cualquier cosa podía hacer que apareciera: la visión del penacho de escarcha blanca sobre Chernobil, la llegada de un rover robot cargado con hielo de la estación polar, nubes en el cielo del crepúsculo. Al ver esos u otros muchos fenómenos alguien decía: «Eso añadirá algunas unidades británicas al sistema de calor», o «¿No es ese hexafluoretano un buen gas de invernadero?», y quizá se iniciaba una discusión sobre los aspectos técnicos del problema. A veces el tema surgía de nuevo por la noche, de regreso en la Colina Subterránea, y se pasaba de lo técnico a lo filosófico, y en ocasiones esto conducía a discusiones largas y acaloradas.

Evidentemente, el debate no se limitaba a Marte. Innumerables artículos sobre las distintas posiciones eran redactados y discutidos en los centros de estrategia de Houston, Baikonur, Moscú, Washington y la Oficina de la UN para Asuntos Marcianos en Nueva York, al igual que en los despachos gubernamentales, las oficinas de los periódicos, las salas de reunión de las juntas directivas de las corporaciones, los campus universitarios, los bares y los hogares de todo el mundo. Mucha gente de la Tierra empezó a emplear los nombres de los colonos como una especie de taquigrafía para las diferentes posiciones, de modo que al mirar las noticias terranas los mismos colonos veían a algunos diciendo que apoyaban la posición Clayborne o estaban a favor del programa Russell. Este recordatorio de la enorme fama que tenían en la Tierra, como personajes de dramas televisivos, siempre era extraño y perturbador. Después del torbellino de especiales de televisión y de las entrevistas que siguieron al descenso, habían tendido a olvidar las constantes videotransmisiones, absortos en la realidad cotidiana. Pero las cámaras de vídeo aún seguían grabando metraje para enviarlo a casa, y había un montón de gente en la Tierra aficionada a ese espectáculo.

De modo que casi todo el mundo tenía una opinión. Las encuestas revelaban que la mayoría apoyaba el programa Russell, un nombre no oficial para los planes de Sax de terraformar el planeta por todos los medios y tan rápidamente como fuera posible. Pero la minoría que respaldaba la postura de Ann de no intervención tenía convicciones más vehementes, insistiendo en las graves repercusiones inmediatas, en la política sobre la Antártida y en verdad en toda la política medioambiental terrana. Mientras tanto, distintas encuestas dejaron claro que muchas personas estaban fascinadas con Hiroko y su proyecto agrícola, mientras que otras se llamaban a sí mismas bogdanovistas; Arkadi había estado transmitiendo montones de vídeos desde Fobos, y la Luna era buen material, un auténtico espectáculo de arquitectura e ingeniería. Nuevos hoteles terranos y complejos comerciales ya imitaban algunos de estos edificios. Había un movimiento arquitectónico llamado bogdanovismo, y otros movimientos interesados en él, pero más preocupados por las reformas sociales y económicas del orden mundial.

Pero la terraformación estaba muy cerca del centro de todos esos debates, y las discrepancias de los colonos se exhibían en el escenario público más grande posible. Algunos reaccionaron evitando las cámaras y las peticiones de entrevistas; «Es justo de lo que quería escapar al venir aquí», dijo el ayudante de Hiroko, Iwao, y unos cuantos estuvieron de acuerdo. A casi todos los demás les era indiferente; unos pocos parecían disfrutar de la situación. Por ejemplo, el programa semanal de Phyllis era emitido tanto en las televisiones cristianas por cable como en los programas de análisis comercial de todo el mundo. Pero, sin importar cómo lo enfocaran, era evidente que la mayoría de las personas en la Tierra y en Marte daban por hecho que la terraformación tendría lugar. No se trataba de una cuestión de si sino de cuándo, y de cuánto costaría. Entre los mismos colonos éste era casi el punto de vista común. Muy pocos se alinearon con Ann: Simón, desde luego; quizá Úrsula y Sasha; tal vez Hiroko; a su manera, John; y ahora, a su manera, Nadia. Había más de esos «rojos» en la Tierra, pero por necesidad defendían su postura como una teoría, un juicio estético. El argumento más poderoso en favor de esta posición, y por lo mismo el que Ann señalaba más a menudo en sus comunicados a la Tierra, era la posibilidad de que hubiera vida indígena.

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