Pasaron varios días probando el extractor y desplegando una serie de paneles solares. En los largos atardeceres, después de cenar, Ann escalaba la pared de hielo, decía que para tomar más muestras, pero Nadia sabía que sólo quería alejarse de Phyllis, Edvard y George. Y naturalmente quería subir hasta la cima para encontrarse sobre el casquete polar y mirar alrededor, y tomar muestras de los estratos más recientes del hielo. Así que un día, cuando el extractor hubo pasado todas las pruebas de rutina, Nadia, Simón y ella se levantaron al amanecer, justo después de las 2, salieron al aire superfrío de la mañana y treparon, con sombras como de grandes arañas que subían delante. La inclinación del hielo era de unos treinta grados, escarpándose de vez en cuando, a medida que ascendían los toscos escalones del costado estratificado de la colina.
Eran las 7 cuando la pendiente se inclinó hacia atrás y caminaron sobre la superficie del casquete. Al norte había una planicie de hielo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista: un horizonte elevado a unos treinta kilómetros. Mirando hacia el sur pudieron ver muy a lo lejos los remolinos geométricos del terreno estratificado; era el panorama más extenso que Nadia hubiera visto nunca en Marte.
El hielo de la meseta se extendía en capas, como la arena laminada de debajo de ellos, con anchas franjas de sucio polvo rosado. La otra pared de Chasma Borealis se extendía hacia el este, y desde donde ella estaba parecía casi vertical, larga, alta, maciza.
—¡Tanta agua ! —repitió Nadia—. Es más de la que jamás necesitaremos.
—Depende —dijo Ann con voz ausente, atornillando en el hielo la estructura de la pequeña perforadora. El visor oscurecido se alzó hacia Nadia—. Si los terraformadores se salen con la suya, todo esto se evaporará como rocío en una mañana calurosa. Subirá al aire para formar bonitas nubes.
—¿Sería eso tan malo? —preguntó Nadia.
Ann le clavó la mirada. A través del visor entintado sus ojos parecían cojinetes de bolas.
Aquella noche durante la cena dijo:
—Realmente tendríamos que hacer una escapada hasta el polo. Phyllis sacudió la cabeza.
—No tenemos ni la comida ni el aire.
—Pide que nos dejen caer un cargamento. Esta vez fue Edvard quien negó con la cabeza.
—¡El casquete polar está atravesado por valles casi tan profundos como Borealis!
—No tanto —dijo Ann—. Podrías ir en línea recta. Los valles de remolinos parecen tremendos desde el espacio, pero sólo por la diferencia de albedo entre el agua y el CO 2. Las pendientes reales nunca están a más de seis grados de la horizontal. En realidad sólo es más terreno estratificado.
—Pero, para empezar, ¿qué me dices de la subida al casquete?
—Nos desviaríamos hacia una de las lenguas de hielo que bajan a la arena. Son como rampas que suben hasta el macizo central, y una vez allí, ¡derecho hasta el polo!
—No hay motivo para ir —dijo Phyllis—. Simplemente será un poco más de lo mismo. Y significa más exposición a las radiaciones.
—Y —añadió George—, podríamos usar la comida y el aire que tenemos para examinar los lugares por los que pasamos. Así que eso era lo que pretendían. Ann frunció el ceño.
—Yo soy la directora de estudios geológicos —replicó con brusquedad.
Lo cual bien podía ser cierto, pero como política dejaba mucho que desear, en especial si la comparábamos con Phyllis, que tenía muchos amigos en Houston y Washington.
—Pero no hay ningún motivo geológico para ir al polo —dijo entonces Phyllis con una sonrisa—. Será el mismo hielo. Tú sólo quieres ir.
—¿Y qué? —preguntó Ann—. Todavía hay preguntas científicas que están por contestar allá arriba. ¿Tiene el hielo la misma composición, cuánto polvo…? En cualquier sitio al que vamos por aquí recogemos datos importantes.
—Pero estamos aquí para conseguir agua. No para perder tiempo en tonterías.
—¡No es perder tiempo en tonterías! —dijo Ann—. ¡Obtenemos agua para poder explorar, no exploramos sólo para obtener agua! ¡Lo has entendido al revés! ¡No me cabe en la cabeza a cuántos en esta colonia les pasa lo mismo!
—Veamos qué dice la base —dijo Nadia—. Quizá necesiten nuestra ayuda allí, o tal vez no puedan enviarnos un cargamento, nunca se sabe.
—Apuesto a que terminaremos pidiendo permiso a la UN. —gruñó Ann.
Tenía razón. Frank y Maya no aprobaban la idea, John se mostró interesado pero sin comprometerse. Cuando Arkadi se enteró, la apoyó y declaró que si era necesario enviaría un cargamento de suministros desde Fobos, lo cual, dada la órbita del satélite, era por lo menos poco práctico. Pero entonces Maya se comunicó con Control de Misión en Houston y Baikonur, y la discusión se extendió. Hastings se opuso al plan, pero en cambio les gustó a Baikonur y a muchos de la comunidad científica.
Por último Ann se puso al teléfono, y habló con una voz seca y arrogante, aunque parecía asustada.
—Soy la directora geológica, y digo que es necesario. No habrá oportunidad mejor para conseguir datos in situ sobre el estado original del casquete. Es un sistema delicado, sensible a cualquier cambio en la atmósfera. Y hay planes para llevarlo a cabo, ¿no es verdad? Sax, ¿sigues trabajando en esos molinos de viento?
Sax no había tomado parte en la discusión y tuvieron que llamarlo para que se pusiera al teléfono.
—Sí —dijo cuando se le repitió la pregunta. A Hiroko y a él se les había ocurrido la idea de manufacturar pequeños molinos de viento, que se soltarían desde dirigibles por todo el planeta. Los constantes vientos del oeste los harían girar, y la rotación se convertiría en calor en unas bobinas de la base de los molinos, y ese calor sencillamente se liberaría a la atmósfera. Sax ya había diseñado una factoría automatizada para que los fabricase; confiaba en hacerlos a miles. Vlad señaló que el calor obtenido sería al precio de la disminución de los vientos… no se podía conseguir algo a cambio de nada. En el acto Sax afirmó que ése sería un beneficio secundario, dada la severidad de las tormentas de polvo que a veces provocaba el viento. Un poco de calor por un poco de viento era un gran negocio.
—Por lo tanto, un millón de molinos de viento —dijo en ese momento Ann—. Y es sólo el comienzo. Hablaste de diseminar polvo negro sobre los casquetes polares, ¿no es así, Sax?
—Espesaría la atmósfera más rápidamente que cualquier otra cosa.
—De modo que si te sales con la tuya —dijo Ann—, los casquetes están condenados. Se evaporarán y luego diremos: «Me pregunto cómo eran». Y nunca lo sabremos.
—¿Disponen de suficientes provisiones, de suficiente tiempo? —preguntó John.
—Nosotros les lanzaremos suministros —repitió Arkadi.
—Quedan cuatro meses de verano —dijo Ann.
—¡Tú lo único que quieres es ir al polo! —exclamó Frank, como un eco de Phyllis.
—¿Y qué? —repuso Ann—. Puede que tú hayas venido aquí a jugar a política de despachos, pero yo pretendo ver un poco el lugar.
Nadia hizo una mueca. Eso acabó con aquella línea de conversación, y Frank estaría furioso. Lo que nunca era una buena idea. Ann, Ann…
Al día siguiente las oficinas terranas nivelaron la balanza con la opinión de que deberían sacarse muestras del casquete polar en su estado primigenio. No hubo ninguna objeción desde la base, aunque Frank no volvió a intervenir. Simón y Nadia vitorearon:
—¡Al norte hacia el polo! Phyllis sólo sacudió la cabeza.
—No veo la necesidad. George, Edvard y yo nos quedaremos aquí como equipo de apoyo, y nos aseguraremos de que el extractor de hielo funcione bien.
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