Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Sin embargo, después de unos días así, las dunas se hicieron más grandes y se convirtieron en lo que Ann llamó barjanes. Parecían olas enormes y congeladas, con paredes de cien metros de altura y lomos de un kilómetro de ancho, separadas por largos semicírculos. Como muchos otros accidentes del paisaje de Marte, eran cien veces más grandes que sus análogos terranos en el Sahara y el Gobi. La expedición mantuvo un curso recto sobre los lomos de aquellas grandes olas, pasando del lomo de una ola al siguiente; los rovers eran como barcos diminutos que avanzaban con ruedas de paletas por un mar ondulado y negro, congelado en el punto culminante de una tormenta titánica.

Un día el Rover Dos se paró en ese mar petrificado. Una luz en el panel indicó que había un problema en la estructura flexible entre los módulos; y en verdad el módulo posterior se había torcido hacia la izquierda y hundía en la arena las ruedas de ese lado. Nadia se metió en un traje y fue a la parte de atrás. Quitó la cubierta contra el polvo de la juntura del módulo con el chasis, y descubrió que los pernos que los mantenían juntos estaban todos rotos.

—Esto va a llevar un rato —dijo—. Si quieren, echen una mirada por los alrededores.

Al rato emergieron las figuras de Phyllis y George enfundadas en trajes, seguidas de Simón, Ann y Edvard. Phyllis y George tomaron un radiofaro del Rover Tres y lo instalaron tres metros a la derecha de la «carretera». Nadia se puso a trabajar en la estructura rota, tocando las cosas lo menos posible; era una tarde fría, quizá de setenta bajo cero; podía sentir en los huesos el frío de diamante.

Los extremos de los pernos no saldrían del costado del módulo, así que sacó un taladro y abrió otros agujeros. Empezó a cantar The Sheik of Araby. Ann, Edvard y Simón estaban discutiendo acerca de la arena. Era tan agradable, pensó Nadia, ver un terreno que no era rojo… Oír a Ann absorta en su trabajo. Tener algo de trabajo que hacer.

Casi habían llegado al círculo ártico, y era L s=84, con el solsticio del verano septentrional a sólo dos semanas; los días se hacían más largos. Nadia y George trabajaron durante el atardecer mientras Phyllis calentaba la cena, y después de comer Nadia salió para acabar la reparación. El sol estaba rojo en medio de una neblina marrón, pequeño y redondo aun a punto de ponerse; no había suficiente atmósfera para que pareciera más achatado y grande. Terminó, guardó las herramientas y había abierto la antecámara exterior del Rover Uno cuando la voz de Ann le sonó en el oído.

—Oh, Nadia, ¿ya vas a entrar?

Alzó los ojos. Ann estaba de pie sobre la cresta de la duna al oeste, haciéndole señas con las manos, una silueta negra contra un cielo color sangre.

—Ésa era la idea —dijo.

—Ven aquí arriba un segundo. Quiero que veas esta puesta de sol, va a ser buena. Ven, sólo llevará un minuto, y te alegrará. Hay nubes en el oeste.

Nadia suspiró y cerró la puerta de la antecámara.

La cara este de la duna era escarpada. Caminó con cautela sobre las huellas que había dejado Ann. La arena allí era muy compacta y firme casi todo el tiempo. Cerca de la cima, la cresta se hizo más empinada, y ella tuvo que inclinarse hacia adelante y ayudarse con los dedos. Luego trepó a la cima ancha y redonda y pudo erguirse y mirar alrededor.

La luz del sol sólo alumbraba las crestas de las dunas más altas; el mundo era una superficie negra, herida por pequeñas curvas, como cimitarras de un gris acerado. El horizonte se alzaba a unos cinco kilómetros. Ann estaba acuclillada, con un puñado de arena en la palma de la mano.

—¿De qué está hecha? —preguntó Nadia.

—Partículas oscuras de minerales sólidos. Nadia bufó.

—Eso podría habértelo dicho yo.

—No, antes de que llegáramos aquí no habrías podido. Podía haber sido arena agregada a sales. Pero, en cambio, son ápices de roca.

—¿Por qué tan oscuras?

—Volcánicas. Verás, en la Tierra, la arena es casi toda cuarzo, porque allá hay mucho granito. Pero no en Marte. Probablemente estos granos son silicatos volcánicos. Obsidiana, pedernal, un poco de granate. Hermosa, ¿verdad?

Extendió la mano para que Nadia la inspeccionara. Muy seria, por supuesto. Nadia escudriñó las partículas negras a través del visor del casco.

—Hermosa —dijo.

Se incorporaron y contemplaron la puesta de sol. Sus sombras se extendían hasta el mismo horizonte oriental. El cielo era de un rojo oscuro, lóbrego y opaco, sólo un poco más claro en el oeste. Las nubes que había mencionado Ann eran vetas de un amarillo brillante, muy altas en el cielo. Algo en la arena capturaba la luz, y las dunas tenían un nítido color púrpura. El sol era un pequeño botón dorado, y encima de él brillaban dos astros vespertinos: Venus y la Tierra.

—Últimamente se han estado acercando más cada noche —dijo Ann en voz baja—. La conjunción será de verdad brillante.

El sol tocó el horizonte, y las crestas de las dunas se desvanecieron en la sombra. El pequeño botón del sol se hundió bajo la línea negra en el oeste. Ahora el cielo era una cúpula de color castaño, las nubes altas parecían un musgo amarillento. Las estrellas empezaron a salir de repente por doquier, y el cielo castaño cambió a un intenso violeta oscuro, un color eléctrico que se contagió a las crestas de las dunas, de modo que parecía que por la planicie se extendían medialunas de luz crepuscular líquida. Nadia sintió que una brisa le remolineaba en el sistema nervioso, le subía por la columna y le salía por la piel; las mejillas le hormigueaban y podía sentir un temblor en la médula espinal. ¡La belleza podía hacerte temblar! Era una conmoción sentir semejante respuesta física a la belleza, una excitación parecida en cierta manera al sexo. Y esa belleza era tan extraña, tan alienígena… En ese momento se dio cuenta de que nunca la había visto antes de la forma adecuada, o que nunca la había sentido de verdad; había estado disfrutando de la vida como si fuera una Siberia bien hecha, de modo que en realidad había estado viviendo en una vasta analogía, comprendiéndolo todo en términos de pasado. Pero ahora estaba bajo un cielo alto y violeta en la superficie de un océano negro petrificado, todo nuevo, todo extraño; era imposible compararlo con nada que hubiera visto antes; y de repente el pasado se le fue de la cabeza y ella dio vueltas en círculo como una niña pequeña que intentara marearse, sin un solo pensamiento. Un peso le penetró en la carne desde la piel y ya no se sintió hueca; por el contrario, se sintió extremadamente sólida, compacta, equilibrada. Una pequeña roca pensante, girando como una peonza.

Bajaron deslizándose por la escarpada cara de la duna sobre los talones de las botas. Al llegar abajo Nadia le dio un impulsivo abrazo a Ann.

—Oh, Ann, no sé cómo agradecértelo.

Aun a través de los visores entintados del casco pudo ver que Ann sonreía. Una visión rara.

Desde entonces las cosas le parecieron diferentes a Nadia. Oh, sabía que dependía de ella, que se trataba de prestar atención de un modo nuevo, de mirar. Pero el paisaje la ayudaba a alimentar esa nueva atención. Al día siguiente dejaron las dunas negras y prosiguieron la marcha hacia lo que llamaban terreno estratificado o laminado. Ésa era la región de arena llana que en el invierno quedaría bajo la falda de CO 2del casquete polar. Ahora, en pleno verano, era un paisaje conformado en su totalidad por arenosos diseños curvilíneos. Subieron por anchas estelas llanas de arena amarilla, confinadas entre extensas y sinuosas mesas. Las vertientes de las mesas se escalonaban, laminadas exquisita y burdamente a la vez, como madera que hubiera sido cortada y pulida para que mostrara una hermosa fibra. Ninguno de ellos había visto jamás una tierra como aquélla; se pasaban las mañanas recogiendo muestras y perforando, y paseando por los alrededores en un ballet a la zancada marciana, hablando hasta por los codos, Nadia tan excitada como cualquiera de ellos. Ann le explicó que la helada de cada invierno atrapaba una lámina en la superficie. Luego, el viento había cortado los cauces secos y había erosionado los bordes, y cada estrato era más desnudo que el de abajo, de modo que las paredes de los cauces secos se alzaban en cientos de terrazas estrechas.

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