¡Realmente una reacción muy mezquina! Son como hermanos, compiten en todo, ¡y esta vez se trata de un error!
Y entonces John se plantó delante de ellas. Nadia se levantó para irse, pero él no pareció notarlo.
—Mira —le dijo a Maya—, lo siento, pero es inevitable. Hemos terminado.
—No hemos terminado —dijo Maya, recobrando al instante la serenidad—. Te quiero.
La sonrisa de John fue triste.
—Sí. Y yo te quiero a ti. Pero me gustan las cosas sencillas.
—¡Son sencillas!
—No, no lo son. Quiero decir, puedes estar enamorada de más de una persona al mismo tiempo. Cualquiera puede, así es la vida. Pero sólo puedes ser leal a una. Y yo quiero… quiero ser leal. A alguien que me sea leal. Es sencillo, pero…
Sacudió la cabeza; no fue capaz de terminar la frase. Regresó a la fila oriental de cámaras y desapareció por una puerta.
—Norteamericanos —dijo Maya con rabia—. ¡Jodidos niños! Atravesó la puerta detrás de él.
Pero volvió pronto. Él se había refugiado con un grupo en una de las salas, y no salió.
—Estoy cansada —intentó decir Nadia, pero Maya hizo oídos sordos:
se sentía cada vez más perturbada.
Hablaron durante más de una hora, una y otra vez. Por fin Nadia aceptó ir a ver a John y pedirle que viniera a ver a Maya para discutirlo. Atravesó lúgubremente las cámaras, sin prestar atención a los ladrillos ni a las coloridas cortinas de nailon. La mensajera en la que nadie reparaba.
¿No podían conseguir robots para todo esto? Localizó a John, que se disculpó por no haberla atendido antes.
—Estaba muy alterado, lo siento. Imaginé que de todos modos te enterarías de todo más tarde. Nadia se encogió de hombros.
—No importa. Pero, mira, tienes que hablarle. Así es como funcionan las cosas con Maya. Hablamos, hablamos, hablamos; si haces un trato para iniciar una relación, entras en ella hablando y sales de ella hablando. Si no, a la larga será peor para ti, créeme.
Eso lo convenció. Tranquilizado, fue en busca de Maya. Nadia se fue a dormir.
Al día siguiente estaba fuera, trabajando tarde en una zanjadora. Era el tercer trabajo del día, y el segundo había sido problemático; Samantha había intentado cargar la pala de una excavadora mientras giraba, y el aparato había caído hacia adelante, doblando las bielas de los elevadores de la pala, sacándolas de las cajas y derramando fluido hidráulico por el suelo, donde se congeló aun antes de haberse extendido. Se habían visto obligados a meter unos gatos bajo la parte trasera del tractor, y luego a desacoplar todo el accesorio de la pala y bajar el vehículo sobre los gatos, y cada paso de la operación había sido trabajoso.
Luego, tan pronto como terminaron, habían llamado a Nadia para que ayudara con una máquina perforadora Sandvik Tubex, que usaban para abrir agujeros revestidos a través de unas piedras grandes; se habían topado con el problema mientras tendían una tubería de agua desde el habitat de los alquimistas al permanente. Al parecer el martillo neumático de perforación se había congelado, de una punta a otra, y estaba tan atascado como una flecha clavada profundamente en el tronco de un árbol. Nadia se quedó mirando el brazo del martillo.
—¿Tienes alguna sugerencia para liberar el martillo sin romperlo? —preguntó Spencer.
—Romped la piedra —dijo Nadia fatigada, y fue a subirse a un tractor acoplado a una retroexcavadora.
Se acercó, excavó hasta llegar a la parte superior de la piedra y se agachó para fijar a la retroexcavadora un martillo hidráulico Allied. Acababa de ponerlo justo encima de la piedra cuando, de pronto, el martillo de perforación echó hacia atrás el taladro con un movimiento brusco, arrastrando consigo la piedra y atrapándole el costado de la mano izquierda contra la parte baja del Allied Hy-Ram.
Instintivamente ella tiró hacia atrás, y el dolor lacerante le subió por el brazo y le entró en el pecho. El fuego le corrió por el costado y lo vio todo blanco. Oyó unos gritos.
—¿Qué va mal? ¿Qué ha sucedido? Quizá había gritado.
—Socorro —rechinó.
Estaba sentada, la mano aplastada aún sujeta entre la roca y el martillo. Empujó la rueda frontal del tractor con el pie, empujó con todas sus fuerzas y sintió que el martillo le raspaba los huesos sobre la roca. Luego cayó de espaldas, la mano libre. El dolor la cegaba, sintió el estómago revuelto y pensó que se desmayaría. Ayudándose con la mano sana, se puso de rodillas y vio la mano aplastada cubierta de sangre; el guante estaba desgarrado, el dedo meñique en apariencia perdido. Gimió y se encorvó sobre la mano, la apretó contra ella, y después la apoyó con fuerza en el suelo, sin hacer caso del relámpago de dolor. A pesar de lo que sangraba, la mano se congelaría en… ¿cuánto tiempo?
—Congélate, maldita sea, congélate —gritó.
Se sacudió las lágrimas de los ojos y se obligó a mirar. La sangre cubría la herida, humeando. Empujó la mano contra el suelo todo lo que fue capaz de soportar. Ya dolía menos. Pronto se entumecería, ¡tendría que cuidar que no se le congelara toda! Asustada, recogió la mano; en ese momento todos la rodearon, alzándola, y ella se desmayó.
Después de ese incidente quedó mutilada, Nadia Nuevededos, la llamó Arkadi por teléfono. Le envió versos de Yevtushenko, escritos para llorar la muerte de Louis Armstrong: «Haz como hiciste en el pasado, y toca».
—¿Cómo los encontraste? —le preguntó Nadia—. No te imagino leyendo a Yevtushenko.
—¡Por supuesto que lo leo, es mejor que McGonagall! No, estos versos aparecían en un libro sobre Armstrong. He seguido tu consejo y lo he estado escuchando mientras trabajaba, y últimamente he leído algunos libros sobre él por la noche.
—Me gustaría que bajaras aquí —dijo Nadia.
Vlad la había operado. Le dijo que se pondría bien.
—Fue un corte limpio. El dedo anular está un poco dañado, y es probable que se comporte un poco como antes el meñique. Pero, en cualquier caso, los dedos anulares nunca hacen gran cosa. Los dos dedos mayores seguirán tan fuertes como siempre.
Todos fueron a visitarla. No obstante, habló con Arkadi más que con nadie, en las horas nocturnas cuando estaba sola, en las cuatro horas y media entre la salida de Fobos por el oeste y su puesta por el este. Al principio, él llamaba casi todas las noches, y después lo hizo a menudo.
Muy pronto ella estuvo de nuevo en pie, la mano en una escayola sospechosamente ligera. Salía a localizar averías y a dar consejos, con la esperanza de mantener la mente ocupada. Michel Duvat nunca fue a verla, lo que le pareció extraño. ¿No era para eso para lo que estaban los psicólogos? No podía evitar sentirse deprimida; necesitaba las manos para su trabajo, era una trabajadora manual. La escayola le estorbaba y cortó la parte alrededor de la muñeca con unas cizallas. Pero cuando salía tenía que mantener en una caja la mano y la escayola, y no había mucho que pudiera hacer. Era en verdad deprimente.
Llegó la noche del sábado y se sentó en el recién preparado baño de hidromasaje, bebiendo una copa de mal vino y mirando a sus compañeros de alrededor, que chapoteaban y se remojaban en trajes de baño. Ella no era la única que había resultado herida, en absoluto; ahora todos estaban un poco estropeados, después de tantos meses de trabajo físico. Casi todo el mundo tenía marcas de quemaduras por congelación, trozos de piel negra que con el tiempo se caían y dejaban al descubierto una piel nueva y rosada, chillona y fea por el calor de las piscinas. Y varios llevaban escayolas: en las manos, las muñecas, los brazos, incluso en las piernas; todos por roturas o luxaciones. En realidad tenían suerte de que aún no se hubiera matado nadie.
Читать дальше