Al bajar por la escalera pasó los dedos por los ladrillos y el mortero. Eran ásperos, pero tibios al tacto, calentados por elementos instalados detrás. También había elementos de calefacción bajo el suelo. Se quitó los zapatos y los calcetines, deleitándose con el tacto de los ladrillos tibios y ásperos bajo los pies. Un cuarto maravilloso; y era también agradable pensar que habían venido a Marte y que allí habían construido hogares de ladrillos y bambú. Recordó las ruinas abovedadas que había visto años atrás en Creta, en un emplazamiento romano llamado Áptera: cisternas subterráneas de ladrillo, con bóvedas de cañón, enterradas en la ladera de una colina. Tenían casi el mismo tamaño que estas cámaras. Se desconocía su propósito exacto… almacenar aceite de oliva, decían algunos, pero habría sido una cantidad enorme de aceite. Aquellas cámaras subterráneas estaban intactas después de dos mil años, y en un país de terremotos. Mientras se calzaba de nuevo las botas, Nadia sonrió al pensarlo. Dentro de dos mil años, sus descendientes podrían caminar por esa cámara, sin duda un museo entonces, si es que aún existía… ¡la primera morada humana levantada en Marte! Y ella la había concebido. De pronto sintió los ojos de ese futuro sobre ella, y se estremeció. Eran como cromañones en una cueva y llevaban una vida que sin duda sería estudiada por los arqueólogos de generaciones venideras; gente como ella, que se haría preguntas y más preguntas y nunca llegaría a entenderlo del todo.
Transcurrió más tiempo y hubo más trabajo. Para Nadia fue como una ráfaga borrosa, siempre estaba ocupada. La construcción del interior de las bóvedas era difícil, y los robots no podían ayudar mucho con las cañerías, la calefacción, el intercambio gaseoso, las cocinas y las antecámaras. El equipo de Nadia disponía de todos los accesorios y herramientas, y podía trabajar en camiseta y pantalones cortos, pero aún así consumía una asombrosa cantidad de tiempo. ¡Trabajo, trabajo, trabajo, día tras día!
Una noche, justo antes de la puesta de sol, Nadia caminaba pesadamente por la tierra levantada hacia el parque de remolques, hambrienta, exhausta y totalmente relajada y tranquila. Aunque no podía descuidarse. La noche anterior se había hecho un desgarrón de un centímetro en el dorso de un guante; el frío en realidad no había sido demasiado intenso, unos 50 grados centígrados bajo cero, nada comparado con algunos días de invierno en Siberia… pero la baja presión del aire le había provocado un moretón en la piel, que luego había empezado a congelarse, lo que sin duda hizo que el moretón fuera más pequeño, pero también que curase más lentamente. En cualquier caso, había que cuidarse, pero era tan agradable tener los músculos cansados al final de un día de trabajo de construcción, con la luz rojiza del sol baja, cayendo oblicuamente sobre la planicie rocosa… y de pronto se dio cuenta de que era feliz. Justo en ese momento Arkadi llamó desde Fobos, y ella lo saludó con alegría.
—Me siento como un solo de Louis Armstrong de mil novecientos cuarenta y siete.
—¿Por qué mil novecientos cuarenta y siete? —preguntó él.
—Bueno, ése fue el año en que sonó más feliz. La mayor parte de su vida tuvo un tono de bordes ásperos, realmente hermoso, pero en mil novecientos cuarenta y siete fue aún más hermoso porque había en él esa alegría relajada y fluida que nunca antes se le había oído y nunca más se le oyó después.
—¿He de entender que ése fue para él un buen año?
—¡Oh, sí! ¡Un año increíble! Verás, después de veinte años de horribles grandes bandas, regresó a un pequeño grupo como los Hot Five, el grupo que dirigía de joven, y ahí estaban, las viejas canciones, incluso algunas de las viejas caras… y todo mejor que la primera vez, ya sabes, la tecnología de grabación, el dinero, el público, la banda, él mismo… Tuvo que ser como una fuente de la juventud, te lo aseguro.
—Tendrás que enviarme algunas grabaciones —dijo Arkadi. Trató de cantar—: I can’t give you anything but love, baby! — Fobos estaba subiendo en el horizonte, y él sólo había llamado para decir hola.— Así que éste es tu mil novecientos cuarenta y siete —comentó antes de cortar.
Nadia dejó a un lado las herramientas, cantando correctamente la canción. Y comprendió que Arkadi había dicho la verdad; le había pasado algo parecido a lo que le había pasado a Armstrong en 1947… porque a pesar de las condiciones de vida miserables, sus años de juventud en Siberia habían sido los más felices, de verdad. Y luego había soportado veinte años de cosmonáutica, burocracia, simulaciones y vida bajo el techo de unas grandes bandas… todo para llegar aquí. Y ahora, de pronto, de nuevo estaba al aire libre, construyendo cosas con las manos, operando maquinaria pesada, resolviendo problemas cien veces al día, igual que en Siberia pero mejor. ¡Era como el regreso de Satchmo!
Así que, cuando Hiroko vino y dijo: —Nadia, esta llave inglesa está absolutamente congelada en esta posición—. Nadia le cantó: That’s the only thing I’m thinking of… baby!, y agarró la llave inglesa, la golpeó contra la mesa como si fuera un martillo, hizo girar el tambor de regulación para mostrar que estaba desbloqueado, y se rió de la expresión de Hiroko.
—Es la solución del ingeniero —explicó, y se fue tarareando hasta la antecámara, pensando en lo graciosa que era Hiroko, una mujer que mantenía en la cabeza todo el ecosistema del grupo pero era incapaz de clavar un clavo.
Y aquella noche habló con Sax del trabajo del día, y habló con Spencer del vidrio, y en medio de esa conversación se desplomó en la litera y acomodó la cabeza sobre la almohada, sintiéndose totalmente voluptuosa, con el glorioso coro final de Ain’t Misbehavin , persiguiéndola hasta que se quedó dormida.
Pero las cosas cambian a medida que pasa el tiempo; nada dura, ni siquiera la piedra, ni siquiera la felicidad.
—¿Te das cuenta de que ya es ele ese uno setenta? —dijo Phyllis una noche—. ¿No aterrizamos en ele ese siete?
Así que ya llevaban en Marte medio año marciano. Phyllis estaba usando el calendario creado por los científicos; entre los colonos se estaba haciendo más popular que el sistema terrano. El año de Marte era de 668,6 días locales, y para saber en qué momento estaban en ese año largo hacía falta el calendario L s. Según este sistema, la línea entre el Sol y Marte en su equinoccio septentrional de primavera era de 0°, y luego el año se dividía en 360°, de modo que L s= 0°–90° era la primavera septentrional, 90°–180° el verano septentrional, 180°–270° el otoño, y 270°–360° (o 0° de nuevo) el invierno.
Esta situación tan sencilla se complicaba por la excentricidad de la órbita marciana, que es extrema según los estándares terranos, pues en el perihelio Marte se encuentra unos cuarenta y tres millones de kilómetros más cerca del Sol que en el afelio, y recibe entonces alrededor de cuarenta y cinco por ciento más de luz solar. Esta fluctuación hace que las estaciones meridionales y septentrionales sean bastante diferentes. El perihelio llega cada año en L s=250°, a finales de la primavera meridional; de modo que las primaveras y veranos meridionales son mucho más calurosos que los septentrionales, con unas temperaturas máximas treinta grados más altas. Sin embargo, los otoños e inviernos meridionales son más fríos, ya que tienen lugar cerca del afelio… tanto más fríos porque el casquete polar meridional está compuesto en su mayor parte de dióxido de carbono, mientras que el septentrional es principalmente hielo de agua.
De modo que el sur era el hemisferio de los extremos, el norte el de la moderación. Y la excentricidad orbital provocaba otra particularidad notable: los planetas se mueven más rápido cuanto más cerca están del Sol, por lo que las estaciones en la proximidad del perihelio son más cortas que las próximas al afelio. Por ejemplo, el otoño septentrional de Marte dura 143 días, mientras que la primavera septentrional dura 194. ¡La primavera 51 días más larga que el otoño! Algunos afirmaron que sólo por eso valía la pena asentarse en el norte.
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