Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Algunas noches antes de desplomarse, mantenía largas conversaciones con Arkadi, arriba en Fobos. El equipo de Arkadi estaba teniendo problemas con la microgravedad de la Luna, y también él quería que ella lo aconsejara.

—¡Si pudiéramos conseguir un poco de g sólo para vivir, para dormir! —dijo Arkadi.

—Construye una vía férrea circular alrededor de la superficie — sugirió Nadia, adormilada—. Transforma un tanque del Ares en un tren y que recorra la vía. Sube a bordo y hazlo correr. Obtendrás un poco de g junto al techo.

Estática; luego, el cloqueo salvaje de la risa de Arkadi:

—¡Nadejda Francine, te amo, te amo!

—Amas la gravedad.

Con todas esas continuas consultas, la construcción del habitat permanente iba muy despacio. Una vez a la semana se subía a la cabina abierta del Mercedes y avanzaba con estrépito por el terreno desgarrado hasta el final de la zanja que había comenzado a cavar. En ese punto tenía diez metros de ancho, cincuenta de largo y cuatro de profundidad, que era toda la profundidad que ella deseaba. El fondo de la zanja era igual que la superficie: arcilla, arena, rocas de todos los tamaños. regolito. Mientras trabajaba con el bulldozer, los geólogos entraban de un salto en el agujero y salían con muestras y mirando alrededor, incluso a Ann, a quien no le gustaba el modo en que estaban destrozando el suelo, pero el geólogo que fuera capaz de mantenerse lejos de una tierra abierta no había nacido aún. Nadia trabajaba y escuchaba en la radio las conversaciones. Era probable que el regolito continuara hasta el mismo lecho rocoso, lo cual era una pena; el regolito no era la idea que tenía Nadia de un buen terreno. Por lo menos su contenido de agua era bajo, menos de un diez por ciento, lo que significaba que el suelo no se hundiría, una de las pesadillas constantes de la construcción siberiana.

Cuando hubiera abierto el regolito, iba a poner unos cimientos de cemento Portland, el mejor material de que disponían. Si la capa no alcanzaba los dos metros de espesor, se resquebrajaría, pero shikata ga nai. Los dos metros bastarían como aislamiento. Pero tendría que calentar la pasta y encofrarla para que fraguara; no lo haría por debajo de los 13 grados centígrados, de modo que necesitaría algo que proporcionara calor… Despacio, despacio, todo iba despacio.

Avanzó con el bulldozer a lo largo de la zanja, y la pala mordió el terreno y se sacudió. Luego el peso del aparato se impuso, y la pala atravesó el regolito y siguió excavando.

—Qué bestia —le dijo Nadia con cariño al vehículo.

—Nadia está enamorada de un bulldozer —dijo Maya por la frecuencia común.

Por lo menos yo sé de quién estoy enamorada, articuló Nadia en silencio. Había pasado muchas de las noches de la semana anterior en el almacén de herramientas, escuchando a Maya parlotear sobre sus problemas con John, que si en la mayoría de los casos en realidad se llevaba mejor con Frank, que si era incapaz de decidir qué sentía, y ahora estaba segura de que Frank la odiaba, etc, etc, etc. Mientras limpiaba herramientas, Nadia no había dejado de repetir Da, da, da, tratando de ocultar su falta de interés. La verdad era que estaba cansada de los problemas de Maya, y habría preferido hablar de materiales de construcción o de casi cualquier otra cosa.

Una llamada del equipo de Chernobil interrumpió el trabajo de excavación.

—Nadia, ¿cómo podemos conseguir que un cemento de este espesor se fragüe con este frío?

—Calentándolo.

—¡Ya lo hacemos!

—Calentándolo más.

—¡Oh!

Casi habían acabado allí, juzgó Nadia; el Rickover había sido preensamblado en su mayor parte, era cuestión de soldar las piezas, empotrar el tanque, llenar las tuberías de agua (lo que redujo el suministro casi a cero), tender los cables eléctricos, rodearlo con pilas de sacos de arena e introducir las varillas de control. Entonces, dispondrían de 300 kilovatios, lo que pondría fin a las discusiones nocturnas sobre quién recibiría la mayor parte de la energía al día siguiente.

Recibió una llamada de Sax. Uno de los procesadores Sabatier se había atascado y no podían quitarle la carcasa. Así que Nadia les dejó la excavación a John y a Maya y tomó un rover para ir al complejo de las factorías y echar un vistazo.

—Voy a ver a los alquimistas —dijo.

—¿Te has dado cuenta de cómo esta maquinaria refleja el carácter de la industria constructora? —le comentó Sax cuando llegó y se puso a trabajar en el Sabatier—. Si la construyeron compañías automovilísticas, es de baja potencia pero segura. Si la construyó la industria aeroespacial, tiene demasiada potencia pero se estropea dos veces al día.

—Y los productos hechos entre compañías asociadas tienen un diseño horroroso —dijo Nadia.

—Correcto.

—Y el equipo químico es poco activo —añadió Spencer Jackson.— Vaya si lo es. En especial con este polvo.

Los extractores de aire Boeing habían sido sólo el comienzo del complejo industrial; los gases se introducían en remolques grandes y cuadrados y luego eran comprimidos, dilatados, transformados y recombinados, mediante operaciones de ingeniería química como la deshumidificación, la licuefacción, la destilación fraccional, la electrólisis, la electrosíntesis, el proceso Sabatier, el proceso Raschig, el proceso Oswald… Poco a poco elaboraron productos químicos más y más complejos, que pasaban de una factoría a la siguiente a través de un laberinto de estructuras que parecían casas ambulantes atrapadas en una red de depósitos, tuberías, tubos y cables con códigos de colores.

En ese momento el producto favorito de Spencer era el magnesio, que abundaba; dijo que estaban extrayendo veinticinco kilos de cada metro cúbico de regolito, y era tan ligero en la g marciana que una barra grande de magnesio no pesaba más que una pieza de plástico.

—Es demasiado quebradizo cuando es puro —dijo Spencer—, pero si lo aleásemos tendríamos un metal muy ligero y resistente.

—Acero marciano —dijo Nadia.

—Mejor que eso.

Así pues, alquimia; pero con máquinas melindrosas. Nadia descubrió el problema en el Sabatier y se puso a trabajar en la reparación de una bomba neumática estropeada. Asombraba ver la cantidad de bombas que había, a veces no parecía otra cosa que una colección de bombas combinadas sin orden ni concierto, y por naturaleza tendían a atascarse con la arena y a estropearse.

Dos horas después el Sabatier estaba arreglado. Mientras regresaba al parque de remolques, Nadia echó una ojeada al interior del primer invernadero. Las plantas ya estaban floreciendo, las nuevas cosechas asomaban en los bancales de tierra negra. El verde brillaba con intensidad entre los rojos; era un placer mirarlo. Le habían dicho que el bambú crecía varios centímetros al día, y la cosecha ya tenía casi cinco metros de altura. Era fácil ver que iban a necesitar más tierra. Los alquimistas estaban utilizando el nitrógeno de los Boeing para sintetizar fertilizantes de amoníaco; Hiroko los necesitaba porque el regolito era una pesadilla agrícola, increíblemente salado, fulminante por su contenido de Peróxidos, extremadamente árido y totalmente desprovisto de biomasa. Iban a tener que fabricar tierra tal como habían fabricado las barras de magnesio.

Nadia entró en el habitat del parque de remolques y almorzó de pie. Luego volvió al emplazamiento del habitat permanente. Ya casi habían nivelado el suelo de la zanja durante su ausencia. Se plantó en el borde del agujero y lo miró. Iban a construir sobre un diseño que le gustaba mucho, con el que ella había trabajado en la Antártida y en el Ares: una hilera sencilla de cámaras abovedadas que compartían paredes adyacentes. Al meterlas en el surco, al principio las cámaras estarían medio enterradas; luego, una vez que se terminasen, quedarían cubiertas por una capa de diez metros de sacos de regolito que detendrían la radiación; planeaban presurizar a 450 milibares y evitar así que los edificios explotaran. Lo único que necesitaban para los exteriores eran materiales disponibles, básicamente cemento Portland y ladrillos, con un revestimiento de plástico en algunos sitios para garantizar el sellado.

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