Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Se rió.

Los habitats estaban diseminados como todo lo demás, pero ellos habían descendido cerca de uno que habían activado desde la órbita unos días antes, después de un chequeo completo. Desgraciadamente, la puerta de la antecámara exterior no se pudo incluir en la comprobación, y estaba atascada. Nadia se puso a trabajar en ella, sonriendo; era curioso ver lo que parecía ser una casa remolque abandonada luciendo la puerta de antecámara de una estación espacial. Sólo le llevó un minuto abrirla; metió el código de apertura al tiempo que tiraba de la puerta. Atascada por el frío, contracción diferencial, quizás. Iban a tener un montón de pequeños problemas de ese tipo.

Luego Vlad y ella entraron en la antecámara, y después en el habitat. Todavía parecía una casa-remolque, pero con accesorios de cocina más modernos. Todas las luces estaban encendidas. La circulación del aire era buena y la temperatura, cálida. El panel de control parecía el de una central nuclear.

Mientras los demás entraban, Nadia recorrió una hilera de pequeñas habitaciones, puerta tras puerta, y de pronto tuvo una sensación extraña: todo parecía fuera de lugar. Las luces estaban encendidas, algunas parpadeaban; y en el otro extremo del pasillo una puerta oscilaba levemente hacia adelante y atrás sobre sus goznes.

La causa era sin duda la ventilación. Y el impacto del habitat contra el suelo probablemente había desordenado las cosas. Se libró de esa sensación y regresó para recibir a los otros.

En el tiempo en que todos descendieron y atravesaron la planicie pedregosa (deteniéndose, trastabillando, corriendo, mirando el horizonte, girando despacio, volviendo a caminar), y cuando entraron en los tres habitats operativos y se quitaron los trajes de emergencia y los guardaron e inspeccionaron las cámaras y comieron un poco, hablando de la experiencia todo el tiempo, ya había caído la noche. Siguieron trabajando y hablando, demasiado excitados para dormir; luego durmieron a ratos hasta el amanecer, momento en que se despabilaron, se pusieron los trajes y salieron de nuevo, mirando alrededor, verificando las placas de identificación, probando las máquinas. Por fin se dieron cuenta de que estaban hambrientos y regresaron para tomar una rápida comida… ¡y ya era de noche otra vez!

Y así fue como transcurrió todo durante varios días: un remolino frenético de tiempo que pasaba. Nadia se despertaba con el bip de la consola de muñeca y tomaba un desayuno rápido girando por el ventanuco este del habitat. El amanecer teñía el cielo de ricos colores cereza durante unos pocos minutos, antes de cambiar rápidamente, a través de una serie de tonalidades rosadas, al intenso rosa anaranjado del día. Todos dormían en el suelo del habitat, en colchones que durante el día se plegaban contra la pared. Las paredes eran de color beige, teñidas de naranja en el alba. La cocina y el salón eran diminutos, los cuatro lavabos no más grandes que armarios. Ann despertaba a medida que el cuarto se iluminaba e iba a uno de los lavabos. John ya estaba en la cocina, moviéndose en silencio. La vida cotidiana era ahora mucho más pública que en el Ares, tanto que algunos no conseguían adaptarse; cada noche Maya se quejaba de que no podía dormir con semejante multitud, pero ahí estaba, con la boca abierta como una niña. En realidad era la última en levantarse, dormitando en medio del ruido y las idas y venidas de las rutinas matinales de los otros.

Entonces el sol rompía en el horizonte y Nadia ya había acabado los cereales con leche (leche en polvo mezclada con agua extraída de la atmósfera, y que sabía realmente a leche), y era hora de meterse en el traje y salir a trabajar.

Los trajes habían sido diseñados para la superficie de Marte y no estaban presurizados como los trajes espaciales; un tejido elástico mantenía el cuerpo más o menos a la presión de la atmósfera terrestre. Esto evitaba la extensión peligrosa de los moretones que aparecerían en la piel si estuviese expuesta a la tenue atmósfera de Marte, pero daba al portador una libertad de movimiento que no hubiera sido posible con un traje espacial presurizado. Esos trajes también tenían la muy importante ventaja de ser operativos durante los fallos; sólo el casco duro era hermético, de modo que sí uno se hacía un agujero en la rodilla o en un codo tendría un trozo de piel severamente amoratado y congelado, pero no se asfixiaría y moriría en cuestión de minutos.

Sin embargo, meterse en uno de esos trajes era todo un ejercicio. Nadia se contoneó para subirse los pantalones por encima de la ropa interior, se enfundó la chaqueta, y cerró la cremallera de las dos secciones del traje. Después se calzó unas grandes botas térmicas y unió las anillas superiores a las de los tobillos; se puso los guantes y unió las anillas a las de las muñecas; se puso un casco duro corriente y lo sujetó a la anilla del cuello del traje; luego se acomodó un tanque de aire a la espalda y conectó los tubos de respiración al casco. Respiró hondo varias veces, sintiendo el frío oxígeno-nitrógeno en el rostro. La consola de la muñeca le indicó que todos los sellos eran correctos, y siguió a John y a Samantha a la antecámara. Cerraron la puerta interior; el aire fue succionado de vuelta a los contenedores, y John abrió la puerta de fuera. Salieron.

Cada mañana era emocionante salir a la planicie rocosa; el primer sol proyectaba largas sombras negras hacia el oeste, revelando con nitidez las lomas y hondonadas. Por lo habitual soplaba viento del sur, y el polvo suelto se deslizaba por el suelo en una corriente sinuosa, de modo que a veces las rocas parecían reptar lentamente. Incluso los más fuertes de esos vientos eran apenas perceptibles contra la mano extendida, aunque aún no habían conocido ninguna tormenta de viento; a quinientos kilómetros por hora tenían la certeza de que sentirían algo. A veinte, casi nada.

Nadia y Samantha se alejaron y treparon a uno de los pequeños rovers ya desembalados. Nadia lo condujo por la planicie hasta un tractor que habían encontrado el día anterior a casi un kilómetro en dirección oeste. El frío de la mañana penetraba en su traje siguiendo la estructura del diamante, como resultado de la disposición en X de los filamentos térmicos. Una sensación extraña, pero a menudo había pasado más frío en Siberia.

Llegaron junto al gran transbordador y se apearon. Nadia recogió un taladro con una broca destornilladora y se puso a desmantelar el embalaje superior del vehículo. El tractor que había dentro era un Mercedes Benz. Metió la broca en la cabeza de un tornillo, apretó el gatillo del taladro, y observó cómo el tornillo giraba y salía. Lo sacó y se ocupó del siguiente, sonriendo. En su juventud había trabajado muchas veces con un frío semejante, las manos blancas entumecidas y cortadas, y había librado batallas titánicas para sacar tornillos congelados… pero aquí bastaba un ziiip, y otro que salía. Y en realidad con el traje estaba más caliente que en Siberia, y con más libertad que en el espacio, ya que no era más apretado que un traje de submarinista delgado y rígido. Había rocas rojas diseminadas por doquier con aquella misteriosa regularidad; las voces parloteaban en la frecuencia común: «¡Eh, encontré esos paneles solares!» «¿Crees que eso importa? Yo acabo de encontrar el maldito reactor nuclear.» Sí, era una mañana estupenda en Marte.

Las tablas del embalaje sirvieron de rampa para sacar el tractor. No parecían demasiado sólidas, pero la cuestión era de nuevo la gravedad. Nadia había encendido el sistema de calefacción del tractor, y metiéndose en la cabina, tecleó una orden en el piloto automático, pensando que sería mejor dejar que el aparato descendiera la rampa por sí solo. Mientras, Samantha y ella observaban a un lado, por si la rampa no resistía el frío, o por si era inestable. Aún le resultaba difícil pensar en términos de g marciana, confiar en los diseños que la tomaban en cuenta. ¡La rampa parecía demasiado endeble!

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