De modo que Ann, Nadia y Simón tomaron el Rover Tres y retrocedieron por Chasma Borealis, dando un rodeo para poner rumbo al oeste, donde uno de los glaciares que se alejaba serpenteando del casquete era una rampa perfecta. La malla de las grandes ruedas mordía el suelo, y el rover rodaba sobre las diversas superficies del casquete, sobre manchas de polvo granulado al descubierto, colinas bajas de hielo duro, campos de cegadora escarcha blanca de CO 2, y el habitual cordón de hielo de agua sublimada. Desde el polo, partían hacia el exterior unos valles poco profundos que parecían remolinos y seguían el sentido de las agujas del reloj; algunos de ellos eran muy anchos. Al atravesarlos bajaron por una cuesta irregular que se perdía en una curva a derecha e izquierda en ambos horizontes, toda ella cubierta por un hielo seco brillante; eso podía durar veinte kilómetros, hasta que todo el mundo visible era blanco. Luego, aparecía ante ellos una cuesta ascendente del hielo más familiar, sucio, de agua roja, estriado por líneas de nivel. Mientras cruzaban el fondo de la hondonada el mundo parecía dividido en dos, blanco detrás, rosa sucio delante. Subiendo por las pendientes que daban al sur encontraron el hielo de agua más carcomido que en ningún otro sitio, pero, tal como señaló Ann, un metro de hielo seco se aposentaba en los inviernos sobre el casquete permanente, destruyendo la frágil filigrana del verano anterior, por lo que los pozos se llenaban todos los años; las grandes ruedas del rover aplastaron limpiamente el hielo.
Más allá de los valles remolino se encontraron en una planicie que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Detrás del vidrio polarizado y entintado de las ventanillas del rover, el llano era de una blancura inmaculada. En una ocasión pasaron jumo a una colina baja y circular, la marca de algún impacto bastante reciente y cubierta de hielo. Se detuvieron a perforar y tomar muestras. Nadia tuvo que limitar a Ann y a Simón a cuatro perforaciones al día, con el fin de ahorrar tiempo y evitar que los tanques del rover se sobrecargaran. Y no sólo se trataba de las perforaciones: a menudo pasaban junto a rocas negras aisladas, que descansaban en el hielo como esculturas de Magritte… meteoritos. Recogieron los más pequeños y tomaron muestras de los grandes, y una vez encontraron uno tan grande como el rover. Estaban compuestos de níquel y hierro, o eran condritos rocosos. Mientras sacaba astillas de uno de los condritos con un cincel, Ann le dijo a Nadia:
—¿Sabes que en la Tierra han encontrado meteoritos procedentes de Marte? También sucede al revés, aunque es menos frecuente. Haría falta un impacto realmente grande para arrancar rocas del campo gravitatorio de la Tierra con la velocidad suficiente para que lleguen aquí. Una delta y de quince kilómetros por segundo, como mínimo. He oído decir que alrededor del dos por ciento del material proyectado fuera del campo de la Tierra terminaría en Marte. Pero sólo los más grandes, como el impacto límite C/T. Resultaría extraño encontrar aquí un pedazo del Yucatán, ¿no?
—Pero eso ocurrió hace sesenta millones de años —dijo Nadia—. Estaría enterrado bajo el hielo.
Más tarde, caminando de regreso al rover, Ann dijo:
—Bueno, si derriten el hielo encontraremos algunos. Tendremos un museo entero de meteoritos, posados alrededor en la arena.
Cruzaron más valles remolino, volviendo de nuevo a la rutina del arriba-y-abajo, como barcos sobre las olas, aunque esta vez eran las olas más grandes con que habían topado, cuarenta kilómetros de cresta a cresta. Desde las veintidós horas hasta las cinco de la madrugada se detenían en montes o en bordes de cráteres sepultados y disfrutaban de un buen panorama; y oscurecieron las ventanas con una doble polarización para dormir algo por la noche.
Entonces, una mañana, mientras avanzaban haciendo crujir el terreno, Ann encendió la radio y se puso a trabajar con los satélites areosincrónicos.
—No es fácil encontrar el polo —dijo—. Los primeros exploradores terranos pasaron un infierno en el norte, estuvieron todo el tiempo allí arriba en pleno verano y no podían ver las estrellas y no había satélites que los orientasen.
—¿Y cómo lo hicieron? —preguntó Nadia, con repentina curiosidad. Ann lo pensó y sonrió.
—No lo sé. Sospecho que no muy bien. Probablemente navegación a ojo.
Nadia se sintió intrigada por el problema y comenzó a trabajar sobre él en un cuaderno de notas. La geometría nunca había sido su fuerte, pero probablemente, en el polo norte, en un día de pleno verano, el sol describiría un círculo perfecto alrededor del horizonte, siempre a la misma altura. Entonces, si estuvieras cerca del polo y se acercara el solsticio de verano, podrías utilizar un sextante para verificar una y otra vez la altura del sol sobre el horizonte… ¿Era correcto eso?
—Ya lo tengo —dijo Ann.
—¿Qué?
Detuvieron el rover, miraron en derredor. La planicie blanca ondulaba hasta el horizonte próximo, monótona salvo por un par de anchas líneas de nivel de color rojo. Las líneas no se ondulaban en círculos alrededor de ellos y no parecía que se encontraran en la cima de nada.
—¿Dónde exactamente? —preguntó Nadia.
—Bueno, en alguna parte un poco más al norte. —Ann volvió a sonreír.— Algo así como un kilómetro. Quizá por ahí. —Señaló hacia la derecha.— Tendremos que acercarnos un poco y verificarlo de nuevo con el satélite. Un poco de triangulación y seremos capaces de dar con el lugar exacto. Bueno, con un margen aproximado de cien metros.
—¡Si nos empeñásemos, podríamos conseguirlo con un margen de un metro! —dijo Simón entusiasmado—. ¡Precisemos la posición!
De modo que condujeron durante un minuto, consultaron la radio, giraron en ángulo recto, partieron de nuevo e hicieron otra consulta. Por último Ann declaró que ya estaban allí, o bastante cerca. Simón dio instrucciones a la computadora para que siguiera trabajando; se pusieron los trajes, salieron fuera y vagaron un poco por los alrededores, como para cerciorarse de que habían llegado. Ann y Simón hicieron una perforación. Nadia siguió caminando, en una espiral que se expandía y se alejaba del coche. Una planicie blanca rojiza, el horizonte a unos cuatro kilómetros de distancia; demasiado cerca; se le ocurrió de pronto, igual que durante la puesta de sol en la duna negra, que aquello era alienígena: una aguda conciencia del horizonte estrecho, la gravedad vaga, un mundo tan grande y sin embargo no mayor… y ahora se hallaba de pie justo en el polo norte. Era L s=92, tan cerca del solsticio de verano como se podía pedir, de modo que si se ponía de cara al sol y dejaba de moverse, el sol permanecería horizontal y giraría alrededor de ella el resto del día, ¡o el resto de la semana! Era extraño. Estaba dando vueltas como una peonza. Si se quedaba quieta el tiempo suficiente, ¿lo sentiría?
El visor polarizado reducía el resplandor del sol sobre el hielo a un arco iris de puntos cristalinos. No hacía mucho frío. Podía sentir una brisa ligera contra la palma levantada de la mano. Una bonita veta roja de laminas sedimentarias cruzaba el horizonte como una línea de longitud. Se rió de la idea. Había un anillo de hielo muy débil alrededor del Sol, lo suficientemente grande como para que el arco bajo rozara el horizonte. El hielo estaba sublimándose en el casquete polar y centelleaba arriba en los cristales del anillo. Sonriendo, estampó las huellas de sus botas en el polo norte de Marte.
Aquella noche alinearon los polarizadores de modo que en las ventanas del módulo apareció una imagen muy difuminada del desierto blanco. Nadia se reclinó con una bandeja de comida vacía en el regazo, sorbiendo una taza de café. El reloj digital saltó de las 23:59:59 a las 00:00:00, y se detuvo. Su inmovilidad acentuó la quietud en el coche. Simón estaba dormido; Ann se encontraba en el asiento del conductor, contemplando el paisaje, la cena a medio comer. Ningún sonido excepto la respiración del ventilador.
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