Sax apareció por un callejón.
—¡No llegaremos a los aviones!
De la oscuridad surgió una figura con traje y casco.
—Vamos —dijo en la frecuencia de los primeros cien—. Síganme. Miraron al desconocido.
—¿Quién es usted? —preguntó Frank.
—¡Síganme!
El extraño era un hombre pequeño, y detrás del visor del casco, entrevieron una sonrisa radiante y feroz. Una cara delgada y morena. El hombre se metió en un callejón que conducía a la medina y Maya fue la primera en seguirlo. Había gente corriendo por todas partes; los que no llevaban casco estaban tendidos en el suelo, muertos o moribundos. A través de los cascos oían sirenas, muy débiles y atenuadas, y bajo los pies sentían vibraciones sónicas, estampidos sísmicos de algún tipo. En medio de esta agitada actividad sus propias voces decían: «¿Adonde?», «Sax, ¿estás ahí?», «Se ha metido por esa calle», una conversación extrañamente íntima, en aquel caos de oscuridad. Nadia casi pisó el cuerpo de un gato muerto, tendido en el astrocésped como si estuviera dormido.
El hombre al que seguían canturreaba una melodía: un bajo y absorto bum, bum, ba-dum-dum, dum… tal vez el tema de Pedro de Pedro y el Lobo. Conocía bien las calles de Cairo, pues se internaba en el denso laberinto de la medina sin un instante de vacilación. En menos de diez minutos llegaron al muro de la ciudad.
Todos miraron allí a través de la tienda deformada; fuera, en la oscuridad, unas figuras anónimas se alejaban solas o en grupos de dos o tres, en una especie de dispersión browniana, hacia el borde sur de Noctis.
—¿Dónde está Yeli? —exclamó Maya de repente. Nadie lo sabía.
Entonces Frank señaló:
—¡Miren!
Bajando por el camino del este, unos rovers salían de Noctis Labyrinthus. Eran coches rápidos de carrocería desconocida, y asomaban en la oscuridad con los faros apagados.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Sax, volviéndose hacia el guía; pero el hombre había vuelto a desvanecerse en alguno de los callejones.
—¿Es ésta todavía la frecuencia de los primeros cien? —inquirió una voz nueva.
—¡Sí! —contestó Frank—. ¿Quién habla?
—¿No es Michel? —gritó Maya.
—Buen oído, Maya. Sí, soy Michel. Hemos venido a sacarlos de aquí. Parece que están eliminando a cualquiera de los primeros cien que tengan a mano. Hemos pensado que quizá quisieran unirse a nosotros.
—Creo que todos estamos dispuestos —le dijo Frank—. Pero, ¿cómo?
—Bueno, ésa es la parte complicada. ¿Apareció un guía y los condujo al muro?
—¡Sí!
—Bien. Era el Coyote, es bueno en ese tipo de cosas. Ahora hay que esperar. Crearemos algunas distracciones en otras partes y luego iremos a vuestra sección del muro.
En cuestión de minutos, aunque pareció una hora, las explosiones sacudieron la ciudad. Vieron fogonazos de luz al norte, sobre el espaciopuerto. Michel habló otra vez.
—Que la luz del casco de alguien apunte hacia el este durante un segundo.
Sax pegó la cara a la pared de la tienda y encendió la luz del casco, que iluminó brevemente un humeante cono de aire. La visibilidad se había reducido a cien metros o quizá menos. Pero la voz de Michel dijo:
—Contacto. Ahora corten la tienda y salgan al exterior. Casi hemos llegado. Partiremos en cuanto estén en las antecámaras de nuestros rovers, así que prepárense. ¿Cuántos son?
—Seis —dijo Frank tras una pausa.
—Estupendo. Tenemos dos vehículos; será suficiente. Tres en cada uno, ¿de acuerdo? Prepárense, tenemos prisa.
Sax y Ann cortaron el material de la tienda con los cuchillos pequeños que llevaban en los kits de muñeca; parecían gatos furiosos arañando cortinas, pero pronto pudieron arrastrarse a través de los agujeros, y todos treparon por encima del muro y se dejaron caer sobre la capa de regolito. Detrás de ellos la planta física estalló en una sucesión de fogonazos estroboscópicos que revelaban unas siluetas perdidas en la bruma.
De repente, los extraños rovers salieron de la negrura del polvo y frenaron ante ellos. Las puertas exteriores de las antecámaras se abrieron rápidamente. Sax, Ann y Simón entraron en uno de los rovers, y Nadia, Maya y Frank en el otro, y todos rodaron de cabeza cuando los vehículos aceleraron bruscamente.
—¡Ay! —gritó Maya.
—¿Todos a bordo? —preguntó Michel. Dijeron sus nombres—. Estupendo. ¡Me alegro de que estén aquí! —exclamó—. Es cada vez más difícil. Acabo de enterarme de que Dmitri y Elena han muerto. Los mataron en el Mirador de Echus.
En el silencio que siguió pudieron oír el ruido de los neumáticos que trituraban la grava del camino.
—Estos rovers son realmente rápidos —comentó Sax.
—Sí. Y tienen buenos amortiguadores. Aunque me temo que no han sido fabricados para este tipo de situación. Tendremos que abandonarlos una vez que entremos en Noctis; son demasiado visibles.
—¿Tienen coches invisibles? —preguntó Frank.
—En cierta manera.
Tras media hora de dar tumbos en la antecámara, pasaron a los habitáculos de los rovers. Y ahí en uno estaba Michel Duval, el pelo blanco, arrugado: un anciano, que miraba a Maya, Nadia y Frank con lágrimas en los ojos. Los abrazó uno por uno, con una risa extraña y ahogada.
—¿Nos llevas con Hiroko? —inquirió Maya.
—Sí, lo intentaremos. Pero hay un largo camino y las condiciones no son buenas. Aun así, creo que lo conseguiremos. ¡Oh, estoy tan contento de haberlos encontrado! Ha sido horrible buscar y buscar y encontrar sólo cadáveres.
—Lo sabemos —dijo Maya—. Encontramos a Arkadi, y a Sasha la mataron hoy, y a Alex, Edvard y Samantha, y creo que también a Yeli, hoy mismo…
—Haremos lo que sea para que no vuelva a ocurrir.
Los monitores mostraron el interior del otro rover. Ann, Simon y Sax eran recibidos por un joven desconocido. Michel se volvió hacia el parabrisas y silbó entre dientes. Estaban en la cabecera de uno de los muchos cañones que descendían hacia Noctis y se perdían en abismos. El camino descendente había sido allí una rampa artificial. Pero ahora la rampa había desaparecido, destrozada por una explosión.
—Tendremos que caminar —dijo Michel al cabo de un momento—. De todas maneras, los vehículos no nos servirían en terreno llano. Son sólo cinco kilómetros. Preparen al máximo los trajes.
Se pusieron los cascos y cruzaron de nuevo las antecámaras.
Cuando todos estuvieron fuera, se quedaron mirándose: los seis refugiados, Michel y el conductor más joven. Los ocho emprendieron la marcha a pie, en la oscuridad, y sólo usaron los focos de los cascos durante el complicado descenso por la sección destrozada de la rampa. De nuevo en el camino, apagaron las luces y bajaron a largas zancadas. No había estrellas en el cielo nocturno, y el viento silbaba cañón abajo, a veces en ráfagas tan fuertes que parecía que los empujaban por la espalda. Ciertamente, se estaba iniciando otra tormenta de polvo; Sax murmuró algo sobre tormentas globales o ecuatoriales, pero era imposible predecirlo.
—Esperemos que sea global —dijo Michel—. Esa cobertura nos vendría muy bien.
—Dudo que lo sea —dijo Sax.
—¿Adonde vamos? —preguntó Nadia.
—Bueno, hay una estación de emergencia en Aureum Chaos.
De modo que tendrían que recorrer toda la extensión del Valle Marineris… ¡5.000 kilómetros!
—¿Cómo lo haremos? —exclamó Maya.
—Tenemos vehículos para los cañones —repuso escuetamente Michel—. Ya lo verán.
El camino era una cuesta empinada. Había tanto polvo y estaba tan oscuro que tuvieron que encender las luces de los cascos. Los oscilantes conos de luz amarilla apenas alcanzaban la superficie del camino, y Nadia pensó que parecían una hilera de peces abisales, los focos luminosos brillando en un gran lecho oceánico. O mineros en un túnel de humo. Una parte de ella comenzó a disfrutar de la situación: fue una sacudida íntima, física, pero no obstante, el primer sentimiento positivo que recordaba desde que encontrara a Arkadi.
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