El sol había salido hacía un par de horas cuando Frank envió un último agradecimiento a Vega y cortó la conexión. Yeli dormía en el suelo. Nadia se levantó rígidamente y fue a dar un paseo por el parque, aprovechando la luz. Tuvo que pasar por encima de los que dormían en la hierba, en grupos de tres o cuatro, acunados en busca de calor. Los suizos habían montado grandes cocinas y había hileras de retretes junto al muro de la ciudad. Pronto se dio cuenta de que las lágrimas le corrían por la cara. Volvió andando. Era agradable caminar a la luz del día.
Más tarde, regresó a las oficinas de la ciudad. Frank estaba de pie junto a Maya, que dormía en un sillón. La miraba con una expresión vacía; luego alzó la cabeza y observó con ojos cansados a Nadia.
—Está profundamente dormida.
—Todo el mundo está agotado.
—Hmm. ¿Cómo fue en Hellas?
—Inundada.
Frank sacudió la cabeza.
—A Sax tiene que encantarle.
—Eso digo yo todo el tiempo. Aunque creo que la situación se le ha escapado de las manos.
—Ah, sí. —Frank cerró los ojos y pareció quedarse dormido uno o dos segundos.— Siento lo de Arkadi.
—Sí.
Otro silencio.
—Parece una niña.
—Un poco. —En realidad, Nadia nunca había visto a Maya tan envejecida. Todos se acercaban ya a los ochenta años y no podían mantener el ritmo, con tratamiento o sin él. Mentalmente, eran todos viejos.
—La gente de Vega me dijo que Phyllis y el resto de los de Clarke intentarán alcanzarlos en un cohete de emergencia.
—¿No están fuera del plano de la eclíptica?
—Ahora sí, pero tratarán de bajar hasta Júpiter y utilizarlo como sistema de frenado e impulso.
—Eso les llevará un año o dos, ¿no?
—Alrededor de un año. Con un poco de suerte pasarán de largo o caerán en Júpiter. O se quedarán sin comida.
—Parece que no estás en buenos términos con Phyllis.
—Esa zorra. Es responsable de gran parte de lo que ha pasado.
¡Cómo me gustaría haberle visto la cara cuando Clarke se soltó! —Frank rió roncamente.
Maya despertó. La ayudaron a levantarse y salieron al parque en busca de comida. Se metieron en una fila de gente enfundada en trajes, que tosía y se frotaba las manos, y exhalaba penachos de escarcha como blancas bolas de algodón. Muy pocos hablaban. Frank contempló la escena con disgusto, y cuando recibieron sus bandejas de roshti y tabouli, él se puso en seguida a comer y habló en árabe por el ordenador de muñeca.
—Dicen que Alex, Evgenia y Samantha vienen por Noetis con unos beduinos amigos míos —informó cuando cortó.
Eran buenas noticias. Sabían que Alex y Evgenia habían estado en el Mirador Aureum, un bastión rebelde que había destruido unas naves orbitales antes de que un fuego de misiles lo incinerara desde Fobos. Y nadie había tenido noticias de Samantha en todo el mes de la guerra.
De modo que esa tarde, aquellos de los primeros cien que estaban en la ciudad fueron a la puerta norte a recibirlos. La puerta se abría a una larga rampa natural que se adentraba en uno de los cañones más australes de Noctis. Caía la noche cuando apareció una caravana de rovers que avanzaba lentamente seguida por una nube de polvo.
Pasó casi una hora hasta que los vehículos rodaron por el último tramo de la rampa. No estaban a más de tres kilómetros de la puerta cuando de pronto grandes chorros de llamas y deyecciones estallaron entre ellos. Algunos de los rovers fueron empotrados contra el muro del risco y otros cayeron al vacío. Los demás se detuvieron, destrozados y en llamas.
Entonces una explosión golpeó la puerta norte y todos fueron lanzados contra la pared. Gritos y aullidos por la frecuencia común. Nada más; volvieron a levantarse. El material de la tienda aún resistía, aunque la antecámara de la puerta parecía atascada.
Abajo en el camino, unas espirales de humo se elevaron en el aire y se desplazaron hacia el este, deshaciéndose en jirones, y volvieron luego a Noctis arrastradas por el viento crepuscular. Nadia envió un rover robot a comprobar si había supervivientes. Los intercomunicadores crepitaban con estática, nada más que estática, y lo agradeció; ¿qué podía esperar?
¿Gritos? Frank maldecía por el intercomunicador, pasando del árabe al inglés. Intentaba en vano averiguar qué había ocurrido. Pero Alexander, Evgenia, Samantha… Nadia miraba horrorizada las pequeñas imágenes de la muñeca, mientras movía las cámaras robot. Rovers destrozados. Algunos cuerpos. Nada se movía. Un vehículo todavía humeaba.
—¿Dónde está Sasha? —gritó la voz de Yeli—. ¿Dónde diablos está Sasha?
—Estaba en la antecámara —le respondió alguien—. Iba a salir a saludarlos.
Había que abrir la puerta interior de la antecámara, Nadia empezó tecleando al principio todos los códigos, luego intentándolo con herramientas, y por último colocando una descarga de explosivos. Retrocedieron y la cerradura voló como una saeta de ballesta, y entonces se acercaron, empujaron y la puerta se abrió. Nadia entró a la carrera y cayó de rodillas junto a Sasha, acurrucada en la posición de emergencia; pero estaba muerta, los ojos vidriosos, el rostro carmesí.
Sintiendo que tenía que moverse o se convertiría en piedra allí mismo, Nadia se levantó y corrió de vuelta a los coches. Saltó dentro de uno y se alejó; no tenía ningún plan y pareció que el coche elegía el camino. Las voces de sus amigos crepitaron en el ordenador de muñeca: sonaban como grillos en una jaula, Maya murmurando ferozmente en ruso, llorando; sólo ella era bastante fuerte para seguir sintiendo.
—¡Fue Fobos otra vez! —gritó la vocecita de Maya—. ¡Se han vuelto psicóticos ahí arriba!
Los otros seguían en estado de shock, sus voces sonaban como las de las IA.
—No son psicóticos —dijo Frank—. Es razonable. Ven que se avecina una solución política y cuelan todos los tantos posibles.
—¡Bastardos asesinos! —gritó Maya—. Fascistas del KGB…
El coche se detuvo ante las oficinas. Nadia corrió al interior, al cuarto donde había dejado sus cosas, a esas alturas nada más que una vieja mochila azul. Hurgó en ella, sin saber todavía lo que buscaba hasta que dio con una bolsa y la sacó. El transmisor de Arkadi. Por supuesto. Corrió de vuelta al coche y condujo hasta la puerta sur. Sax y Frank seguían hablando, Sax con el tono de voz de siempre, aunque decía:
—Todos aquellos de nosotros cuyo paradero se conoce están aquí o han sido asesinados. Creo que van detrás de los primeros cien.
—¿Quieres decir que nos escogen? —preguntó Frank.
—Vi unas noticias terranas que decían que éramos los cabecillas. Y veintiuno de nosotros han muerto desde que comenzó la revolución. Otros cuarenta han desaparecido.
El coche llegó a la puerta sur. Nadia apagó el intercom, salió del vehículo, fue a la antecámara, se puso unas botas, un casco y un par de guantes. Activó el aire y lo verificó; luego dio un manotazo al botón de apertura y aguardó a que la antecámara se despresurizara y se abriera. Como había hecho Sasha. Habían compartido toda una vida juntas sólo en ese último mes.
Salió a la superficie, al resplandor y al azote de un día ventoso y nublado, y sintió el primer mordisco de diamante del frío. Avanzó a través de remolinos de arena menuda y roja. La mujer hueca que pisaba sangre. En el exterior de la segunda puerta estaban los cuerpos de sus amigos y de muchos otros, las caras purpúreas e hinchadas, como después de un accidente de construcción. Nadia había sido testigo de muchos accidentes, había visto la muerte a menudo, y cada vez había sido terrible… ¡y sin embargo aquí esos espantosos accidentes eran deliberados! Eso era la guerra: matar gente por cualquier medio. Gente que podría haber vivido mil años. Pensó en Arkadi y en los mil años y siseó entre dientes. Se habían peleado tanto en los últimos tiempos…, casi siempre por motivos políticos. Tus planes son un anacronismo total , decía Nadia. No entiendes el mundo. ¡Ja! , reía el, ofendido. Este mundo sí que lo entiendo . Con una expresión más lóbrega que nunca. Y recordó cuando él le dio el transmisor, cómo lloraba por John, loco de dolor y de ira. Sólo por si acaso, había dicho ante las negativas de ella. Sólo por si acaso.
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