Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Aún era plena noche cuando llegaron al fondo del cañón; una amplia U, como todos los cañones de Noctis Labyrinthus. Michel se acercó a una roca, apretó a un lado con una mano, y una escotilla se alzó en el costado de la roca.

—Entren —dijo.

Había dentro dos vehículos: rovers grandes recubiertos con una delgada capa de basalto.

—¿Qué hay de los rastros térmicos? —preguntó Sax mientras gateaba para entrar en uno de los rovers.

—Todo el calor va a parar a unas bobinas. De modo que no queda ninguna señal.

—Buena idea.

El conductor joven los ayudó a entrar en los rovers.

—Larguémonos de aquí —dijo con brusquedad, casi empujándolos a través de las puertas de las antecámaras. La luz le iluminó el rostro, enmarcado por el casco: asiático, de unos veinticinco años quizá. Ayudó a los refugiados sin mirarlos a los ojos, al parecer malhumorado, altivo, quizá asustado, y de pronto les dijo—: La próxima vez que hagan una revolución, será mejor que prueben otras vías.

OCTAVA PARTE

Shikata ga nai

Cuando los ocupantes de la cabina del ascensor Amigo de Bangkok se enteraron de que el cable de Clarke había sido arrancado y que estaba cayendo, se precipitaron a los vestuarios y se pusieron deprisa los trajes de emergencia, y milagrosamente no hubo pánico general. Esa sensatez asombraba a Peter Clayborne. La sangre le martilleaba en el cuerpo con grandes descargas de adrenalina; no estaba seguro de poder hablar. Un hombre del grupo de delante les dijo con voz serena que se acercaban al punto areosincrónico, y todos fueron pasando a la antecámara y allí se apretujaron como los trajes en los armarios de suministros, luego la cerraron y despresurizaron. La puerta exterior se abrió deslizándose, y ahí estaba, un gran rectángulo de espacio negro, estrellado, mortal. Lanzarse a él sin un cable de sujeción era un suicidio, se dijo Peter. Pero los que estaban delante saltaron y el resto los siguió, desparramándose como las esporas de una semilla.

La cabina y el ascensor se empequeñecieron y desaparecieron rápidamente hada el este. La nube de trajes comenzó a dispersarse. Muchos apuntaban con los pies hacia el planeta, que yacía debajo como una sucia pelota de baloncesto. El grupo que hacía los cálculos aún estaba allí, en la frecuencia común, y discutía la situación como si se tratara de un problema de ajedrez. Estaban cerca de la órbita areosincrónica, pero con una velocidad descendente de varios cientos de kilómetros por hora; si quemaban la mitad del combustible casi la contrarrestarían, dejándolos en una órbita mucho más estable. En otras palabras, corrían el riesgo de morir por asfixia y no tanto por el calor de la reentrada en la atmósfera. Pero por eso habían saltado al espacio. Quizá en ese período de gracia aparecieran equipos de rescate, nunca se sabía. Era evidente que la gran mayoría estaba decidida a intentarlo.

El joven quitó los controles de seguridad en la consola de muñeca y activó los cohetes apretando los botones con los pulgares. El mundo se alejó entre sus botas. Algunos intentaban permanecer juntos, pero pensó que era un desperdicio de combustible, y dejó que flotaran a la deriva por encima de él hasta que sólo fueron unas estrellas. No estaba tan asustado como en el vestuario, pero sí furioso y triste: no quería morir. Sintió un espasmo de dolor por el futuro perdido y gritó en voz alta, y lloró. Después de un rato las manifestaciones físicas desaparecieron, aunque seguía sintiéndose desdichado. Miró tristemente las estrellas, sacudido por esporádicas ráfagas de temor y desesperación, menos frecuentes a medida que transcurrían los minutos y luego las horas. Intentó ralentizar su metabolismo, pero el intento tuvo el efecto contrario. Se tomó el pulso en la consola de muñeca: 108 pulsaciones por minuto. Hizo una mueca y trató de identificar las constelaciones. El tiempo pasó arrastrándose.

Despertó; se sorprendió cuando se dio cuenta de que había estado durmiendo, y en seguida volvió a dormirse. Luego de un tiempo, despertó otra vez. Los refugiados de la cabina habían desaparecido, aunque algunas estrellas parecían moverse contra el telón de fondo. No había rastro del ascensor, ni en el espacio ni en la superficie del planeta.

La muerte sería como el espacio, sólo que sin el pensamiento ni las estrellas. En algunos aspectos era una espera tediosa; lo impacientaba y pensó en desactivar el sistema de calefacción y acabar de una vez. Saber hacerlo lo ayudó a esperar, y decidió que lo apagaría cuando el suministro de aire estuviera agotándose. La idea le aceleró las pulsaciones a ciento treinta e intentó concentrarse en Marte. Hogar, dulce hogar. Todavía estaba casi en órbita areosincrónica. Tharsis seguía allí abajo, aunque ahora él se encontraba un poco más al oeste, sobre Marineris.

Transcurrieron las horas, y volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, vio una pequeña nave espacial plateada suspendida, como un ovni delante de él; lanzó un grito de sorpresa y empezó a girar. Trató febrilmente de estabilizarse, y cuando lo consiguió la nave ya estaba allí. En la ventana de una portilla lateral vio a una mujer que le hablaba y se señalaba el oído. Activó la frecuencia común, pero ella no transmitía en esa banda. Se acercó a la nave y asustó a la mujer cuando chocó contra ella. Frenó y retrocedió. La mujer gesticulaba como invitándole a que entrase en la nave. Él asintió con un vigoroso gesto de cabeza y otra vez empezó a girar. Mientras rotaba vio que de la ventana se abría la puerta de una escotilla, en la parte superior de la nave. Se estabilizó y fue hacia la escotilla, preguntándose si cuando la alcanzara sería real. Tocó la puerta abierta, parpadeó, y unas pequeñas esferas de lágrimas flotaron en el visor del casco mientras se apretaba contra el fondo de la escotilla. Le quedaba una hora de oxigeno.

Cuando el compartimiento se cerró y fue presurizado, abrió el sello y se quitó el casco. El aire era tenue, rico en oxígeno, y fresco. La puerta de la antecámara se abrió de pronto y él entró.

Unas mujeres se reían. Eran dos y parecían de buen humor.

—¿Qué pensabas hacer… aterrizar en eso? —preguntó una.

—Estaba en el cable —dijo él, y se le quebró la voz—. Tuvimos que saltar. ¿Han cogido a algún sobreviviente?

—Sólo a ti. ¿Te llevamos abajo?

Peter no supo qué responder. Las mujeres se rieron.

—¡Vaya sorpresa encontrar a alguien aquí! ¿Con cuántas ges te sientes cómodo?

—No sé… ¿tres?

Volvieron a reírse.

—Bueno, ¿cuántas soportas tu?

—Bastantes más —dijo la mujer que lo había visto por la ventanilla.

—Bastantes más —se mofó Peter—. ¿Cuál es el límite entonces para un ser humano?

—Lo averiguaremos —dijo la otra mujer, y se rió.

La pequeña nave comenzó a acelerar hacia Marte. El joven se tendió exhausto en un sillón de gravedad detrás de las dos mujeres, masticando cheddar y bebiendo agua. Ellas habían estado en una de las estructuras de espejos, y habían hurtado ese vehículo de descenso después de convertir la estación en un montón de moléculas. Habían complicado el descenso al desplazarse a una órbita polar austral; iban o aterrizar cerca del casquete.

Peter escuchó esa información en silencio. De pronto la nave empezó a sacudirse y las ventanillas se pusieron blancas, y poco después amarillas y después de un anaranjado brillante. Las fuerzas de gravedad lo empotraron contra la silla; los ojos se le nublaron y le dolía la garganta.

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