Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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—Peso pluma —dijo una de las mujeres, y Peter no supo si hablaba de él o de la nave.

Entonces las fuerzas g desaparecieron y la ventana se despejó. Peter miró y vio que caían de proa hacia el planeta y que solo estaban a unos pocos miles de metros de la superficie. No podía creerlo. Las mujeres mantuvieron la inclinación de la nave hasta que pareció que iban a ensartar la arena, y entonces la enderezaron en el último minuto, y Peter fue empujado otra vez contra la silla.

—Con suavidad —dijo una de las mujeres, y entonces se posaron con un golpe sordo, y se deslizaron sobre terreno estratificado.

De nuevo la gravedad. Peter salió del vehículo detrás de las dos mujeres y bajó por un tubo peatonal al interior de un rover grande; estaba atontado y al borde de las lágrimas. Había dos hombres en el rover, que saludaron a gritos y abrazaron a las mujeres.

—¿Quién es ése? —preguntaron.

—Oh, lo recogimos allí afuera, saltó del ascensor. Todavía está un poco mareado. ¡Eh! —le dijo a Peter con una sonrisa—. Estamos abajo, todo va bien.

Hay errores irreparables.

Ann Clayborne estaba en la parte de atrás del rover de Michel, echada sobre tres asientos, sintiendo cómo las ruedas subían y bajaban por las rocas. El primer error había sido venir a Marte, y luego enamorarse del lugar. Enamorarse de un lugar que el resto del mundo quería destruir.

El planeta había sido cambiado para siempre. La sala principal del rover recibía la luz de unas ventanas bajas que mostraban un camino irregular de grava, salpicado de rocas: la autopista Noctis. Michel no se molestaba en evitar las piedras más pequeñas; marchaban a unos sesenta k/h, y cuando pasaron sobre un pedrusco grande todos saltaron en los asientos.

—Lo siento —dijo Michel—. Tenemos que salir del Candelabro tan pronto como sea posible.

—¿El Candelabro?

—Noctis Labyrinthus. —Ann sabía que ése era el nombre original que le habían dado los geólogos terranos al examinar las fotos del Mariner. Pero no dijo nada. No tenía ganas de hablar. Michel prosiguió, la voz baja y afable, tranquilizadora:— Hay varios puntos por los que sería imposible que pasaran los rovers. Acantilados transversales que van de muro a muro, campos de rocas gigantescas, esa clase de cosas. Una vez que entremos en Marineris estaremos bien, allí las rutas son innumerables.

—¿Estos vehículos están equipados para recorrer todo el cañón? —preguntó Sax.

—No. Pero tenemos escondites por todas partes.

Al parecer los grandes cañones habían sido las principales vías de transporte para la colonia oculta. La Autopista del Cañón había cortado muchas de esas vías.

Ann escuchaba a Michel con tanta atención como los demás; siempre había sentido curiosidad por la colonia oculta. La utilización de los cañones había sido una maniobra ingeniosa. Los nuevos rovers se confundían con los millones de rocas que yacían en los taludes detríticos. Los techos de los coches eran en realidad rocas, vaciadas desde abajo. Un grueso aislamiento impedía que el techo del vehículo se calentase, de modo que no dejaban rastros infrarrojos, «sobre todo porque aún hay un montón de los molinos de viento de Sax diseminados por aquí y confunden las lecturas». El vehículo también estaba aislado por debajo, de manera que tampoco dejaba rastros de calor en el suelo. El calor del motor de hidrazina se empleaba para calentar los habitáculos, y cualquier exceso era conservado en un acumulador de bobinas. Las bobinas sobrecargadas iban a parar a unos agujeros excavados bajo el coche y se las cubría con regolito mezclado con oxígeno líquido. Cuando el suelo de encima de la bobina se calentaba, el rover ya estaba muy lejos. Nunca dejaban rastros de calor, nunca empleaban la radio y sólo viajaban de noche. Durante el día se quedaban quietos entre otras rocas, «y aunque compararan las fotos y vieran que éramos nuevos allí, seríamos sólo una roca más entre las mil que habrían caído del acantilado esa noche. En realidad la pérdida de masa se ha acelerado desde que la terraformación comenzó; el suelo se congela y descongela todos los días. Tanto por las mañanas como por las noches, hay desprendimientos cada pocos minutos».

—Así que no hay manera de que nos vean —comentó Sax, sorprendido.

—Así es. No hay señal visual, ni térmica, ni electrónica.

—Un rover de camuflaje —dijo Frank por el intercomunicador desde el otro vehículo, y rió roncamente.

—Así es. El verdadero peligro aquí abajo son los desprendimientos de roca, los mismos que nos ocultan. —Se encendió una luz roja en el tablero de mandos y Michel se rió.— Vamos tan bien que tendremos que detenernos y enterrar una bobina.

—¿No tardaremos demasiado en excavar un agujero? —preguntó Sax.

—Ya hay uno excavado. Otros cuatro kilómetros. Creo que lo conseguiremos.

—Lo tienen todo bien organizado aquí.

—Bueno, vivimos escondidos desde hace catorce años, quiero decir catorce años marcianos. La ingeniería de eliminación termal es muy importante para nosotros.

—Pero ¿cómo se las arreglan en los habitats permanentes, si es que tienen alguno?

—Canalizamos el calor hasta el regolito profundo y derretimos hielo. O lo canalizamos hasta unas chimeneas que parecen molinos calefactores. Entre otras técnicas.

—Fueron una idea equivocada —dijo Sax. En el otro coche Frank se rió. Sólo has tardado treinta años en darte cuenta, habría dicho Ann si hubiera hablado.

—¡No, fueron una idea excelente! —exclamó Michel—. Ya habrán añadido millones de kilocalorías a la atmósfera.

—Más o menos lo que un agujero de transición añade en una hora —indicó Sax con modestia.

Michel y él se pusieron a hablar de los proyectos de terraformación. Ann dejó que las voces se perdieran en una especie de glosolalia: era muy fácil hacerlo, estos días para ella las conversaciones siempre estaban en el límite de lo absurdo, tenía que esforzarse para entender. Se relajó y se alejó mentalmente, y sintió que Marte se movía y rebotaba debajo de ella. Se detuvieron un momento para enterrar una bobina de calor. Cuando reemprendieron la marcha, el camino era más llano. Ya habían alcanzado el corazón del laberinto, y en un rover normal habría estado mirando por las claraboyas las compactas y escarpadas paredes de los cañones. Valles de falla, ensanchados por los desprendimientos; una vez había habido hielo en esos valles, pero probablemente ya había migrado al acuífero Compton, en el fondo de Noctis.

Ann pensó en Peter y se estremeció; estaba asustada. Simón la observaba con disimulo, visiblemente preocupado, y de repente ella odió aquella lealtad de perro, aquel amor de perro. No quería que nadie la amara así, era una carga insoportable, una auténtica imposición.

Se detuvieron al amanecer y guardaron los dos rovers-roca en una zona de piedras altas. Pasaron todo el día juntos en uno de los vehículos, comiendo sin prisa pequeñas raciones de comida rehidratada o preparada en el microondas, intentando captar transmisiones de televisión o radio. No encontraron nada de interés, sólo algunos estallidos ocasionales en diversos idiomas y códigos; la incoherente basura del éter. Las violentas crepitaciones de estática parecían indicar impulsos electromagnéticos. Pero los componentes electrónicos del rover estaban protegidos, dijo Michel, sentado en una silla, con aire meditabundo. Una nueva calma para Michel Duval, pensó Ann. Como si estuviera acostumbrado a vivir escondido. Su compañero, el joven que conducía el otro rover, se llamaba Kasei. Cuando hablaba, el tono era siempre de severa desaprobación. Bueno, la merecían. Por la tarde Michel les mostró a Sax y Frank un mapa topográfico que pasó a las pantallas de los dos coches. La ruta que atravesaba Noctis continuaba hacia el sudoeste, a lo largo de uno de los cañones grandes del laberinto. Al principio zigzagueaba hacia el este, descendía en pendiente hasta que llegaba a la gran zona entre Noctis y las cabeceras de Ius y de Tithonium Chasmas. Michel llamaba a esa región Compton Break. Era un terreno caótico, y no se sentiría tranquilo hasta que descendieran a Ius Chasma. Porque fuera de ese camino furtivo, dijo, la zona era intransitable. «Y si deducen que salimos de Cairo por aquí, es posible que bombardeen la ruta.» La noche anterior habían recorrido cerca de quinientos kilómetros, casi toda la extensión de Noctis; otra buena noche y bajarían a Ius y ya no dependerían de una única ruta.

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