Cambio de posición y noto un dolor en la rabadilla.
Compartía la cabina con Sheriden, que se había hecho un corte sobre los ojos con el cristal de la ventana y llevaba una venda enrollada en la cabeza. Se había pasado la noche roncando mientras Kane se helaba. Los demás hombres habían montado el campamento fuera, abriendo un pasillo en la nieve para dormir dentro de una pequeña tienda.
Ahora oyó que los hombres se movían a su alrededor, y enseguida un largo silbido de incredulidad.
– Eh, deberíais ver esto. Chicos, estáis justo al borde del barranco. Tenéis una suerte del demonio, no os habéis caído.
Una mano despejo de nieve un circulo sobre el cristal y después arañó el hielo. Cuando Kane se incorporo dolorido apoyándose en los codos y miro por la ventana vio una cabeza borrosa a través de la fina capa de hielo. Estirando el cuello y mirando hacia abajo apenas consiguió ver la cresta de un ventisquero a poca distancia, y mas allá solamente la nada. Si el viento hubiera soplado con mas fuerza, habría empujado el helicóptero por el borde del barranco. Le domino una sensación de vértigo, la exaltación del peligro superado. Gracias a Dios, no sabían lo precario que era su refugio.
Al otro lado del helicóptero, los hombres encendieron un fogón de campana y prepararon café. Le ofrecieron una taza a Kane, y el la rodeó con ambas maños notando hasta el codo el calor que irradiaba. Le preocupaban sus pies; podía moverlos, pero no tenían sensibilidad. Únicamente sabia que flexionaba los dedos de los pies cuando se miraba las botas. Congelación, seguro. Bueno, al menos seria su pasaporte para salir de estas montañas. Estaba harto de la misión; había leído la carta que la doctora Arnot le dejó a Kellicut en el campamento, asegurándose de que nadie mas la veía. Mencionaba una especie de diario; era evidente que el profesor había encontrado a las criaturas. Quizá no estuvieran muy lejos en aquel mismo momento.
Le trajeron un almuerzo precocinado. Era casi incomestible, y Kane empleo los restos del café para hacerlo bajar.
Uno de los hombres ayudo a Sheriden a cortar grandes porciones y embutírselas por la boca abierta de par en par, como si fuera un polluelo.
Sodder llamo por radio y dijo que se disponían a partir y que estaban cargando algunos suministros de ultima hora en el helicóptero de rescate.
– Comandante -dijo el piloto, asomando la cabeza por la puerta de la cabina. El tono de su voz era despreocupado-. En vista de que tenemos tiempo hasta que nos saquen de aquí, hemos pensado que deberíamos averiguar donde esta ese transmisor. No puede estar lejos.
Me esta informando, no pidiendo permiso, pensó Kane.
¿Por que no?
– De acuerdo, pero daos prisa. Hay que llevar a Sheriden al hospital. No podemos entretenernos.
– De todos modos, tendrán que evacuarnos por turnos. No pueden sobrecargar nuestro ultimo aparato a esta altitud.
Kane dejo escapar un gruñido. Todavía estaba resentido por el accidente, que había sido culpa del piloto. Ya había redactado mentalmente la queja que pensaba presentar.
Oyó los nítidos crujidos de la nieve hollada por los hombres al alejarse. Le pareció que se marchaban todos; no se le había ocurrido. Pronto reino el silencio, excepto por el rumor de una suave brisa.
– ¿Hola? -Dijo en voz no muy alta-. ¿Hay alguien ahí?
No contesto nadie.
– ¿Que ocurre? -preguntó Sheriden con una nota de pánico en la voz.
– Nada.
– ¿Por que ha gritado?
– Yo no he gritado. Solo me aseguraba de que no hay nadie ahí fuera.
Kane alargó el brazo y comprobó que la radio seguía encendida. Llamo al helicóptero de Sodder, a falta de algo mejor que hacer, pero no recibió respuesta. Supongo que todavía no han despegado, pensó.
Pronto empezó a notar algo raro, como si la cabina se fuera inundando lentamente. Pero no entraba agua en el interior de la cabina; ocurría en su cabeza, una extraña y aterradora invasión de su cráneo. Le resultaba familiar y recordó donde la había percibido antes. El corazón le dio un vuelco. ¡Era imposible!
– ¿Que esta pasando? -Gritó Sheriden-. Siento algo extraño.
Se arranco el vendaje que cubría sus ojos, dejando al descubierto dos ranuras cubiertas de sangre seca.
Kane lo percibió antes de verlo; algo se cernía sobre el, la presencia de una densa sombra oscura. Despacio, con el corazón en un puno, levantó la cabeza. Allí, al otro lado de la ventana escarchada, mirándole a la cara, había una cara desmesuradamente ancha, una boca prolongada y fea como una cicatriz, una nariz chata, unos ojos asesinos. Su expresión se veía borrosa, como si estuviera empotrado en el hielo, pero era perversa, arrogante y rebosaba un odio implacable. Se miraron mutuamente a los ojos. Kane creyó oír un eco en su mente: ¿Vosotros nos haríais lo mismo, verdad?››.
Entonces oyó a otros moverse en el exterior. ¿Cuantos serian?
– ¿Que pasa? -gritó histéricamente Sheriden.
Kane no respondió. Estaba demasiado aterrorizado. Oyó los ruidos que hacían mientras tomaban posiciones alrededor del helicóptero, los gruñidos, el roce del metal contra la roca bajo sus pies. Sintió que se elevaba, después varias sacudidas y mas roces.
– ¿Que esta pasando? Mierda, ¿por que no me contesta?
La cabina se inclino como un árbol azotado por la tormenta, se balanceo unos segundos y se dio la vuelta lentamente, describiendo un amplio arco. El momento pareció eternizarse. La radio cobro vida y la voz de Sodder dijo: ‹‹Hola, hola, ¿me reciben?››. Sheriden gritó. Se produjo un fuerte crujido cuando el helicóptero choco una vez mas contra el saliente y finalmente volcó y se precipito al vacío sin un ruido. Kane flotaba, caía, demasiado asustado para gritar, esperando que todo terminara con su cuerpo y su cerebro desparramados en mil pedazos. Mientras flotaba cabeza abajo, pensó vagamente en que se estaba meando en los pantalones.
Poco después de que en el barranco estallo una bola de fuego, el helicóptero de Sodder se poso no muy lejos. La rotación de las aspas había borrado todas las huellas de pisadas en la nieve. Los demás hombres, que oyeron el estrépito pero no vieron la caída, llegaron corriendo cuesta abajo. Todos coincidieron en que debió tratarse de una intempestiva ráfaga de viento surgida de la nada.
Matt se despertó temprano aquella mañana y se dirigió al poblado. Primero busco a Dienteslargos y lo encontró profundamente dormido en una choza. No muy lejos de su cabeza sobre una piedra lisa, había restos de carne cruda.
Dienteslargos no había dejado de alimentarse de la caza e incluso arrastraba a dos jóvenes en sus expediciones. Matt lo despertó sacudiéndolo suavemente por el hombro, y juntos salieron y se sentaron cerca de la hoguera. Dienteslargos se froto los ojos, se desperezo y miro en derredor. Era una límpida y radiante mañana y las matas de enebro aun estaban cubiertas de rocío. Unas nubes de algodón habían sustituido al cielo gris acerado que había volcado toneladas de nieve en la ladera opuesta de la montaña.
Matt saco una libreta y un lápiz y trato de dibujar a Susan, confiando en que Dienteslargos comprendería que le estaba pidiendo que se comunicara con ella. Pero resulto inútil: Dienteslargos no lo entendió, y Matt se rindió enseguida.
Entonces le encargo una tarea, la mas peligrosa de su corta existencia como cazador. Dibujo el animal que quería que Dienteslargos cazara, y se esmero en representarlo de una manera inconfundible: su volumen, el lustre del pelaje, las poderosas garras, la cabeza plana de largos dientes y minúsculos ojos vidriosos. Era una reproducción aceptable de un oso de las cavernas. Después dibujo a Dienteslargos cazando al animal. El homínido le observaba con atención, contemplando fascinado el movimiento del lápiz sobre el papel. Matt dibujo a Dienteslargos empuñando su lanza al lado de un oso muerto y luego le tendió la libreta para que lo viera. El homínido captó el mensaje. Parecía excitado; se metió en su choza y volvió a salir con su lanza. Matt le deseo suerte de todo corazón, pues el éxito de Dienteslargos era vital para su plan.
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