John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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– Hay algunos indicios francamente alentadores -continuó Saramaggio. En ese punto debía ser cuidadoso, reprimir su optimismo, porque no quería avivar las llamas de una esperanza vana-. Las células madre están evolucionando bien en la colonia, de modo que ya disponemos de un número más que suficiente para el implante. Y hasta donde podemos asegurarlo, son células sanas. Y también Tyler, como ya sabe.

Esa parte era verdad y nunca dejaba de asombrarlo. Cuatro semanas después de haber regresado de dondequiera que hubiera estado -un coma, si se quería ser riguroso, o el limbo, el otro mundo, alguna clase de universo alternativo si se era proclive a las tendencias místicas-, el chico había experimentado una notable mejoría. Era capaz de moverse un poco en la cama y enfocar los ojos e incluso evidenciar signos de comprensión. El proceso de rehabilitación sería sin duda largo y exigente.

– ¿Entiende entonces lo que está en juego en esta operación? -volvió a preguntar Saramaggio, cuidándose muy bien de no emplear la palabra procedimiento.

– Sí, lo entiendo -contestó Scott, sonando extrañamente formal, como alguien que está haciendo un voto matrimonial.

Lo entendía. Sabía que probablemente no recuperaría a Tyler tal como era antes del accidente. Pero deseaba tanto que volviese que sería incluso capaz de aceptar una pizca de él. Lo aceptaría y se sentiría agradecido por ello.

Saramaggio lo acompañó hasta la puerta del despacho y le rodeó los hombros con el brazo. Scott sintió que éste se tensaba en una especie de abrazo, lo máximo que el hombre podía hacer, dadas las circunstancias.

– Creo que será mejor que me prepare -dijo el cirujano. Sonrió a Scott, pero la sonrisa era un tanto forzada. Estaba nervioso-. Ya sabe adónde ir -añadió, y Scott dijo que sí, que lo sabía.

Scott le estrechó la mano. «No muy fuerte -se dijo reflexivamente-, tiene que operar» y se marchó. Bajó la escalera hacia la sala de espera.

Mientras se dirigía hacia allí pensó que era una suerte que Saramaggio hubiese podido conservar su licencia médica e incluso evitado una acusación formal. Sólo los testimonios de las autoridades del hospital, de Scott y Kate y de casi todos los demás implicados en el caso habían conseguido convencer al fiscal para que no presentara cargos criminales contra él. A cambio, Saramaggio había llegado a un acuerdo privado para realizar un servicio comunitario, una obligación que cumplía trabajando los fines de semana en una clínica de Greenwich, la cual no estaba demasiado lejos del campo de golf. «Bueno -pensó Scott con una sonrisa-, no puedes esperar que todo cambie.»

Félix no había tenido tanta suerte. Había sido declarado culpable de varios cargos, incluyendo homicidio por negligencia y conspiración para cometer homicidio por negligencia -la acusación habría sido incluso más grave si hubiera habido testigos de la muerte de Benchloss en el sótano de Pinegrove-, y recibió una condena de diez años que debía cumplir en una prisión del norte del estado. Si el caso hubiese llegado a juicio, la pena habría sido peor: cuatro días después de que se lo llevaran cojeando con cadenas en los tobillos y esposado, la policía fue al cementerio donde supuestamente habían enterrado el cuerpo de Tyler y exhumaron su ataúd. Dentro había un cuerpo, pero una rápida suposición y una comprobación en los historiales médicos revelaron que pertenecía a Benchloss. El sargento Paganelli estaba rojo como un tomate.

Quincy escapó por los pelos de ser acusado. Todo lo que había hecho, explicó, era construir las máquinas ERT, no las había utilizado para hacer experimentos con los pacientes en un asilo para enfermos mentales. De eso, y de todos los demás pecados, fue declarado responsable Cleaver. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que Cleaver era culpable. Pero con respecto a eso era muy poco lo que se podía hacer, porque no estaba en condiciones de afrontar un juicio, y no lo estaría tampoco en un futuro. Su estado había sido visible inmediatamente, segundos después de que Quincy lo hubo sacado de la máquina. Su rostro estaba inerte, congelado en una especie de mueca. Tenía los brazos apretados contra el pecho, como si tuviese frío o estuviera abrazándose para protegerse de algún horror. Podía moverse, pero no parecía tener ganas de hacerlo. De hecho, aunque estaba vivo, actuaba en todos los sentidos como si hubiese muerto durante su travesía hacia lo desconocido. Ahora paciente en Pinegrove, era el interno que presentaba el más extravagante de todos los síntomas. Desgreñado y murmurando sin cesar, permanecía inmóvil durante largos períodos de tiempo, períodos que cada vez duraban más, y tenía que ser recluido gran parte del tiempo. Llevaba siempre una camisa de fuerza porque, de otro modo, se rasgaría la carne con las uñas, aparentemente convencido de que tenía el cuerpo cubierto de gusanos. También creía que podía oler el proceso de putrefacción de su propia carne. Qué extraño, comentaban los miembros de la junta directiva de Pinegrove, que la institución tuviese en el mismo año a dos pacientes que sufrían el síndrome de Cotard, y que uno de ellos hubiera sido el encargado de tratar al otro.

Scott entró en la sala de espera. No había nadie más. Las mismas pinturas impersonales en las paredes, la mesa de café vieja y deteriorada, las revistas cuyas portadas estaban arrugadas por el uso. Se sobresaltó al ver todo eso otra vez, pero se adaptó rápidamente y no se sintió tan solo en su ansiedad. Era cierto, aunque Kate no estuviera con él. Ella había querido acompañarlo pero él había insistido para que no lo hiciera; quería que estuviese allí, en el quirófano, para que cuidase de Tyler. Tenía absoluta confianza en ella. Sólo ella sabría qué hacer si las cosas no iban bien, qué sería lo mejor para Tyler.

Kate también había cambiado después de su viaje a lo desconocido. Le contó a Scott cómo había tratado a su madre en los últimos meses de su enfermedad y había reconocido la carga de culpa que había llevado en su conciencia. Pero esa culpa parecía haber desaparecido y, en su lugar, sólo quedaban buenos recuerdos. Podía mirar a un gorrión y verlo tal como era, sin pensar en el pájaro que se había posado en su cabeza durante el funeral de su madre.

Mientras se paseaba por la sala de espera, Scott se sentía extrañamente optimista. No era un déjá vu. No era que estuviese completamente seguro de que Tyler saldría de la operación ileso. Se sentía diferente, casi fatalista, como se había sentido desde que había salido de la máquina y se recuperaba del tiempo pasado allí. Era difícil de describir. Cuando la gente le preguntaba -como hacía invariablemente-, se encontraba describiendo los meteoros que lo bombardeaban y el túnel de luz, y hablaba vagamente de que creía haber visto a Tyler. Excepto, por supuesto, cuando Kate y él hablaban de ello. Después de todo, iban a pasar el resto de sus vidas juntos, no importaba lo que pudiera pasar.

De modo que a ella le contó la verdad, que el viaje había sido inconmensurablemente más profundo, que Tyler y él habían atravesado alguna especie de Rubicón hasta llegar a los límites exteriores del mundo espiritual y allí habían descubierto la chispa de la creación, y que en ese fuego, cualquiera que fuese su origen -cielo o infierno, no podía decirlo-, sus dos almas se habían fusionado. Inmutablemente y para siempre. De modo que si no tenía a Tyler ahora, completamente, sabía que lo tendría, alguna vez, en alguna parte.

Y Kate lo creyó y supo que ella también estaría allí con ellos.

Aun así, continuó paseándose por la habitación, expectante.

Scott esperó durante horas; luego oyó la puerta que se abría y se volvió para ver que Kate entraba en la habitación, con el rostro enrojecido, y detrás de ella, Saramaggio.

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