John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Aquella noche tuvo otros tres ataques, cada uno de ellos precedido por ese prolongado y angustioso lamento y seguido de esos largos momentos de olvido en los que le preguntaba dónde estaba y quién era él. A la mañana siguiente, la lluvia había conseguido derretir la capa de hielo. Se preparó el desayuno y se marchó al colegio. Cuando regresó a las cuatro de la tarde, su madre no estaba en casa. Más tarde, el médico llamó y le dijo que se encontraba en el hospital. Regresó cuatro días después, con los ojos abiertos -hacía meses que él no veía sus ojos tan abiertos- y el dedo curado.

Cuando pensaba en todo aquello, había una convulsión que estaba clavada en su memoria. Al irrumpir en su habitación, el perro le estaba ladrando, luego hundió sus dientes en el camisón y comenzó a tirar de él con tanta fuerza que Scott tuvo que apartarlo de una patada. Le golpeó con fuerza en las costillas. El animal huyó gimiendo y cuando, más tarde, se acercó a él debajo del sofá, le lanzó un gruñido. Regresó a su habitación y se quedó tendido en la cama, sosteniendo la cuchara, los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando. Puso un disco de Tchaikovski en el viejo tocadiscos, con el volumen muy bajo al principio, después más alto, luego muy alto.

Y ahora se veía allí, una figura pequeña y patética perdida en la enorme cama, en medio de la oscuridad y la música estridente. Podía mirarse a sí mismo, a su ser más joven. No sintió pena, sólo miedo, una vez más. Miedo de lo que estaba pasando y de lo que podía suceder. Además de una emoción que no podía describir y que parecía ser una mezcla de repulsión e incredulidad, y eso fue lo que probablemente lo salvó, porque imponía una distancia y le permitía quedarse a un lado y observar lo que estaba sucediendo con una notable indiferencia.

Y tuvo que preguntarse: acostado allí con la cuchara en la mano, esperando y escuchando la música a todo volumen, ¿había corrido realmente a atender a su madre durante cada ataque? Quizá alguna vez podría haber contestado a esa pregunta. Pero ahora lo había olvidado, si es que alguna vez lo había sabido realmente.

Volvió a escucharla, o creyó que la oía, pero pensándolo bien, eso no podía ser, ya que ella estaba en la planta baja, muy lejos, en la vieja y destartalada casa; era imposible que un sonido alcanzara a llegar desde ese lugar tan remoto. Los separaban al menos una docena de habitaciones. Pero él sabía que su madre estaba allí; podía sentirlo. Esa certeza le provocó un miedo tan intenso que lo dejó paralizado. Estaba tendido en la cama y no podía moverse, con la mente disparada, la sangre quemándole todo el cuerpo. Ella no vendría a por él, ¿verdad? Ella no le haría daño, ¿verdad? ¿A su propio hijo? Sintió un nudo en el pecho. Sabía que ella lo haría.

«Lo hará.»

Cogió el teléfono y llamó al médico. Le contestó una enfermera y fue a buscarlo; pasaron varios minutos. ¿Por qué tardaba tanto? Scott no podía hablar. Finalmente oyó la voz del médico, con un ligero y extraño acento inglés, de la lejana Europa, le habían dicho. ¡El médico, por fin! -¿Hola? ¿Hola?

Scott encontró su voz. Comenzó a hablar precipitadamente, explicándolo todo, lo que estaba sucediendo, su miedo, el peligro. Entonces lo oyó: el clic. El auricular elevándose en el aire, una especie de crujido. Su madre estaba en el teléfono de su habitación. Su voz apareció en la línea, nítida y cercana, tan razonable, tan segura.

– Doctor, no hay nada de que preocuparse, absolutamente nada. Estoy bien. Mi hijo ha estado teniendo esas horribles pesadillas, esos horribles pensamientos. Pero no le haré daño. No le haría daño a nadie.

Él pudo oír que el médico la creía, mostrando su comprensión. «¡Él la cree!»

Ella continuó hablando.

– Verá, doctor, estoy perfectamente bieeeeen…

Su voz se convirtió en un largo y angustioso gemido teñido con una pizca de risa, cada vez más agudo, rebotando como si estuviese en una cámara de resonancia. Después su madre colgó.

Luego comenzó a buscarlo, habitación por habitación, abriendo y cerrando las puertas con fuerza. Y él podía oírla, sentir que se acercaba. Sus pasos en la escalera, moviéndose cada vez más rápidamente, un momento de silencio cuando cruzaba a la otra habitación, luego otra puerta que se abría y se cerraba. Y otra. Ahora más fuerte. Cerca.

No había nada que él pudiera hacer; no podía encogerse en la cama. Tendría que ir hasta la puerta, enfrentarse a ella. Era la única manera en que podía esperar hacer lo que había venido a hacer. Reunió todo su valor, todo. Porque lo iba a necesitar.

Apartó lentamente las mantas, giró las piernas y bajó de la cama. Se puso en pie y caminó cautelosamente hacia la puerta, apoyándose contra ella. La tocó, sintiendo la presencia de su madre al otro lado, imaginándola allí y casi viendo el brillo de algo metálico en su mano, el cuchillo de carnicero, preparado para alzarse.

Apoyó la mano en el pomo, lo hizo girar y abrió la puerta.

Felicity iba delante mientras Kate y ella corrían escaleras abajo en dirección al sótano. A medio camino, Kate oyó que Felicity lanzaba una exclamación de sorpresa: pasos. Alguien que subía la escalera.

– ¿Qué? ¿Adónde vas? -oyó que preguntaba Felicity. Ahora vio que estaba hablando con un joven alto que llevaba una bata de auxiliar de laboratorio. El hombre parecía nervioso.

– A ninguna parte… no -balbuceó-. Sólo me marchaba. -Bueno, tal vez deberías quedarte-dijo Felicity-. Quizá necesitemos tu ayuda.

– No puedo -contestó rápidamente.

Mientras continuaba subiendo la escalera, miró fijamente a Kate y luego pasó tan bruscamente junto a ella que la empujó contra la barandilla. Kate sintió el impulso de hacerle un placaje, pero su expresión de urgencia hizo que aumentara su ansiedad por encontrar a Tyler.

Algo no iba bien.

Adelantó a Felicity, abrió la puerta y entró en el corredor. Lo que hizo que se detuviera en seco. Apenas podía creer lo que veían sus ojos.

Allí estaba Tyler, tendido en la cama como había estado en el St. Catherine. Y parecía el mismo. Miró los monitores y el ordenador, y los leyó rápidamente con su ojo clínico. Era muy poco lo que había cambiado. Tyler estaba en coma, pero seguía con vida, o al menos no estaba completamente muerto. Las máquinas se encargaban de hacer todo el trabajo. Su corazón se emocionó al verle; todo ese tiempo, semanas, encerrado en su limbo privado. Cuando ese pensamiento se afianzó, su corazón le dio un vuelco por segunda vez, esta vez de ira hacia Cleaver. ¿Qué clase de salvaje era capaz de hacer una cosa así?

Sintió algo en el codo. Era Felicity, que la tocaba ligeramente, guiándola hacia la puerta abierta de otra habitación. Cuando cruzó el umbral, se quedó mirando sin dar crédito a sus ojos.

Allí había una máquina de grandes dimensiones, algo parecido a un aparato de resonancia magnética, y cuando se acercó vio los pies de una persona que estaba en su interior. Se acercó un poco más y miró dentro y vio a un hombre sujeto a una camilla con correas y con un casco grotesco que le cubría la cabeza y dos objetos redondos sobre los ojos.

Supo al instante de quién se trataba, y supo también que estaba en peligro.

Se volvió hacia Felicity. -¿Qué es esto? -preguntó.

– Un ERT, un estimulador-receptor transcraneal. Es un camino para llegar a la mente y estimularla y también, ya sabe, permite que se mueva… que se mueva fuera del cuerpo.

Kate la miró con incredulidad. Pero un segundo después todo encajó. Supo por qué Scott estaba dentro de esa máquina; él, igual que ella, había encontrado ese lugar y se había enterado de la existencia de esa máquina y ahora estaba tratando de encontrar a su hijo, o la menteespíritu de su hijo, para devolverla a su cuerpo. Debía de haber llegado muy poco antes que ella.

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