John Darnton - Ánima
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Cuando Scott abrió la puerta le sorprendió no encontrar ningún monstruo al otro lado. Su madre no estaba allí con su camisón raído, el pelo colgando en mechones húmedos sobre la frente. No había ningún cuchillo de carnicero en su mano.
No había nada.
Su pulso se normalizó y respiró profundamente, luego atravesó la puerta. Se encontraba en un corredor pintado de un blanco luminoso. Desde un extremo llegaba una luz intensa y su reflejo rebotaba en las paredes en una lluvia de rayos blancos que le herían los ojos. Bajó la vista. Le resultaba difícil incluso ver sus propios pies, pero de algún modo sabía que era alto y estaba completamente desarrollado, que se trataba de un adulto. Miró nuevamente las paredes y allí, extendiéndose delante de él, hasta donde alcanzaba la vista, había una puerta tras otra.
Él sabía que detrás de una de esas puertas estaba Tyler. Pero ¿en cuál de ellas?
Tenía que darse prisa. Podía sentir que en alguna parte, quizá podía oírlo, había un reloj en marcha, diciéndole que se le acababa el tiempo. ¿Cómo podía ser en este mundo intemporal?
«¿Qué puerta debo abrir?»
Se detuvo ante una de ellas, luego pasó a la siguiente, después avanzó hasta una tercera, una cuarta. Al llegar a la quinta, hizo girar el pomo, y al hacerlo lamentó la elección y deseó poder cambiarla, porque desde el interior surgía una niebla oscura. El manto neblinoso lo cubrió todo en cuestión de segundos y empañó la luz blanca hasta que se sintió perdido en medio de una espesa bruma. Oía un sonido apagado que surgía del interior de la habitación, un balbuceo o un gemido, y cuando entró se hizo más fuerte, aunque seguía siendo tan poco definido que no alcanzaba a ubicarlo. Aguzó la vista y, de pronto, pudo discernir un grupo de tenues figuras que se movían lentamente, como si flotasen, deslizándose a través de las capas de niebla como fantasmas.
Almas a la deriva. Psyche, la palabra griega para «hálito», también significa «alma», recordó de una remota clase de literatura antigua. El alma y la chispa de la vida son una y la misma. Qué extraño pensar en eso ahora, aunque había algo en el aspecto y el porte de esas figuras espectrales que le recordaban los mitos clásicos: Orfeo cruzando la laguna Estigia para adentrarse en el Hades en busca de su amada esposa Eurídice.
Las figuras no advirtieron su presencia, aunque ahora pasaban muy cerca de él, tan cerca que podría haberlas tocado si hubiera extendido la mano. Pero no lo hizo porque descubrió con horror que podía ver a través de ellas. Y, por primera vez, vio que había docenas de ellas, más que eso, multitudes, centenares, hasta donde alcanzaba la vista en todas direcciones.
Si estaba en el infierno, ¿dónde estaba su Virgilio, o su Beatriz?
Y, entonces, materializándose fuera del manto de niebla, una figura se destacó de entre todas las demás, y sólo ella pareció reparar en él. Lo miró directamente y él sintió que esa mirada se clavaba como una flecha en su corazón, porque él la conocía muy bien y, de alguna forma, había estado seguro de que la encontraría allí e incluso tal vez la había estado buscando a ella tanto como a Tyler.
No había ninguna duda al respecto, era ella, su Lydia, a quien había perdido hacía ya tanto tiempo. Sus hermosos rasgos eran los mismos: la nariz larga y recta, la frente amplia, los ojos almendrados y la barbilla perfectamente moldeada, pero parecían congelados. Aunque ella lo miraba y le indicaba con una leve inclinación de la cabeza que también lo había reconocido, sus rasgos formaban una máscara, de modo que Scott sintió que una sensación helada le recorría el cuerpo.
Lydia extendió la mano y él la cogió; estaba fría, tan fría como el hielo en las ramas de los árboles. Ella se volvió, sin soltarle la mano, y lo guió, y él no tuvo más alternativa que seguirla dócilmente, aunque en el fondo de su corazón sabía que el destino hacia el cual lo guiaba era su ruina.
Kate volvió a inclinarse sobre la entrada de la máquina y giró la cabeza para mirar al interior de la cámara donde estaba encerrado Scott. Trató nuevamente de leer su expresión, algo casi imposible porque sus ojos estaban cubiertos y ella lo miraba desde abajo. Aun así, tenía miedo de ver señales de angustia, las mejillas de Scott estaban contraídas y los dientes tan apretados que se destacaban nítidamente los músculos de la mandíbula.
No sabía qué hacer. ¿Debería tratar de sacarlo de la máquina, rescatarlo de dondequiera que su mente hubiese ido? ¿O debía permitir que continuara el viaje en el que se había embarcado para salvar a su hijo? ¿Qué era más peligroso, interrumpir su viaje a medio camino o permitir que su mente viajase hasta donde deseara? ¿Y qué pasaría si su mente llegaba tan lejos que ya nunca pudiera regresar?
Retrocedió y miró el grupo de máquinas. Allí había un cronómetro; no lo había visto antes. ¿Cómo era posible que le hubiera pasado por alto?
Consultó el reloj: tres minutos y diez segundos. El segundero se movía deprisa por la esfera. -¿Por qué está ese reloj ahí?
Felicity la miró con expresión confusa, siguió su mirada hasta el reloj y frunció el ceño. Era evidente que no lo sabía.
– ¿Existe algún límite? -preguntó Kate.
– Tal vez. No lo sé. Nunca estuve aquí para ver el experimento completo. Lo único que sé es que, cuando veía al doctor Cleaver manejando la máquina, siempre parecía que tenía prisa. Siempre le daba órdenes a Félix a gritos. Ya sabe, haz esto, haz aquello, date prisa…
– ¿Ellos ponían el reloj a una hora determinada? ¿Había un cronómetro? ¿Alguna alarma? ¿Alguna cosa… cualquier cosa?
– No lo sé.
Felicity se estaba poniendo nerviosa y su ansiedad era contagiosa.
– ¿No sabe cómo parar esa máquina? -Preguntó Kate-. ¿Cómo sacarlo de ahí?
– Más o menos. Creo que hay que hacerlo todo a la inversa… eso es, básicamente.
Kate sintió que la confianza en aquella mujer se esfumaba rápidamente.
Volvió a mirar el reloj: tres minutos y cuarenta segundos.
Kate regresó a la máquina, apoyó una mano sobre ella y luego se inclinó para introducirla en la cámara. Palpó la correa que mantenía a Scott sujeto a la camilla y la siguió hasta un costado, donde estaba su mano. La cogió con la suya y la apretó.
Dudaba de que él siquiera pudiese sentirla, dondequiera que estuviese en aquel momento. Pero tal vez pudiera, y sólo tal vez, pensó, consiguiera que se sintiera un poco menos solo. Por el momento eso era todo lo que podía pensar en hacer.
Scott siguió a Lydia. Su mano era ingrávida, apenas una nube de humo apoyada en la suya, pero, de alguna manera, podía sentirla o imaginaba que podía sentirla, y eso era suficiente para guiarlo a través de las capas de niebla. Ahora se sentía aturdido y también ingrávido mientras la seguía.
El escenario cambiaba tan deprisa que le era imposible adaptarse a él. Un minuto hacía calor, al minuto siguiente hacía frío, y así sucesivamente, hasta que ya no pudo percibir la diferencia.
Finalmente llegaron a una pequeña puerta y, con un elegante movimiento del brazo, ella le indicó que entrase.
Él se agachó, luego se arrastró y la puerta se abrió sin hacer ningún ruido. Entró y se irguió. Estaba en una habitación de un blanco brillante: suelo de mármol blanco, paredes de mosaicos blancos, techo de yeso blanco. Refulgía con tanta intensidad como una estrella naciente, tan brillante que apenas podía ver. Sus ojos se acostumbraron lentamente al lugar y comenzó a reconocer un objeto en un rincón, un objeto largo y rectangular, algo que le resultaba familiar. Algo importante.
Lo miró fijamente, enfocándolo con las pupilas dilatadas, sin poder creer lo que veía.
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