John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Había llegado el momento de dormir el sueño eterno.

Kate estaba comenzando a ponerse frenética. No sabía qué hacer, cómo manejar esa máquina infernal, si debía intentar sacar a Scott de allí. Volvió a mirarlo; su rostro parecía haberse serenado un poco, hasta donde podía verlo. Miró otra vez el reloj: cuatro minutos y doce segundos. El segundero parecía haber aumentado la velocidad. Se sentó ante el teclado del ordenador.

– ¿Funciona esto? -preguntó, mirando a Felicity.

La joven parecía haber sido cogida desprevenida y le devolvió una mirada inquisitiva. Kate la ignoró y pulsó la barra espaciadora. La pantalla cobró vida y pulsó las teclas rápidamente, una tras otra:

SCOTT, ¿SE ENCUENTRA BIEN?

Esperó un momento, sin saber muy bien si debía continuar escribiendo. ¿Debía esperar o no?

«¿Qué debo hacer?»

Y, de pronto, pensó en la exposición de Scott y en el sitio web y, siguiendo un impulso, se conectó al tablón de mensajes. Comprobó de inmediato que él no había respondido. En cambio vio algo allí, una de las fotografías de la colección. Lentamente -muy lentamente- se materializó en la pantalla, llegando en manchas de píxels que asumieron una forma reconocible y compusieron la fotografía que ella recordaba: allí estaba la cabaña del pescador, de tejas de madera gris, las tres figuras, el niño pequeño en el centro con las manos de sus padres apoyadas en sus hombros, su hermosa y brillante sonrisa llena de dientes, y encima de ellos, la figura tallada de una ballena.

Más teclas y otro clic del ratón. Ninguna respuesta. Salió del programa.

El reloj marcaba cinco minutos y cincuenta segundos. ¿Qué debía hacer?

Mientras avanzaba sin esfuerzo hacia Lydia, que estaba de pie en el umbral, Scott oyó su nombre. Alguien le estaba llamando sonoramente, casi sin aliento, y la misma hermosa voz quería saber si él se encontraba bien. Se detuvo un momento, sin saber cómo responder a esa llamada, porque la voz parecía llegar desde atrás. Se volvió, pero allí no había nadie. Cuando volvió a mirar hacia la puerta, vio que Lydia le hacía señas para que avanzara, ahora con cierta urgencia. No estaba seguro de si debía ir o no. Esa voz lo había frenado y había despertado en él algunas dudas. Miró a Tyler, a quien cogía de la mano. El chico trataba de avanzar, haciendo un esfuerzo para llevarlo hacia el oscuro umbral donde Lydia los estaba esperando. Scott dio un paso, luego otro.

Pero a medida que se acercaba sintió que se iba debilitando, le resultaba difícil caminar, y se sintió mareado. Lydia parecía estar retrocediendo, desapareciendo. Resultaba más difícil verla. Se retiraba hacia las sombras que había detrás de la puerta, sin dejar de mover la mano, pero ahora estaba claro que no le estaba haciendo señas. Le estaba indicando que retrocediera, urgentemente, señalando una pequeña puerta blanca que acababa de aparecer.

Él no sabía qué hacer. La estaba perdiendo, pero era peligroso seguirla.

De modo que se volvió hacia Tyler y señaló la pequeña puerta blanca. Vio una expresión de asombro en ese rostro amado, pero insistió: debía atravesar esa pequeña puerta blanca. Su hijo le obedeció tristemente y Scott esperó a que estuviese a salvo. Luego se volvió para seguir a Lydia hacia un largo túnel blanco con una luz cegadora, y oyó un sonido estridente, como si detrás de él la habitación se estuviese derrumbando y todo fuese absorbido a través de la puerta junto con él.

Kate oyó un sonido dentro de la máquina y vio que Scott estaba luchando, tirando de las correas que lo sujetaban. Tenía la boca muy abierta, como si estuviese gritando, pero gemía débilmente, un sonido prolongado y quedo que la asustó porque parecía proceder de otra parte, de un lugar profundo y cavernoso.

Se levantó de la silla y se volvió hacia Felicity. -¡Basta, apague la máquina! -le ordenó-. Debemos sacarlo de ahí.

Miró el reloj. Seis minutos y cuarenta y cinco segundos.

Pero entonces oyó otro sonido, un sonido que apenas podía creer. Procedía de la habitación de Tyler, un cambio en el sonido regular de los monitores que se había vuelto tan monótono que casi no reparaban en él. Alzó la vista. Las máquinas estaban registrando una nueva clase de actividad, como si hubiesen encontrado resistencia, un súbito oleaje y crestas de espuma en lo que había sido un lago tranquilo como un espejo.

Corrió hacia él. «Se está muriendo», pensó. Y la invadió una intensa sensación de desesperanza. Scott había hecho tanto para intentar salvarlo, había arriesgado tanto y había viajado a un mundo desconocido para tratar de rescatarlo o, al menos, de que muriese con alguna finalidad, y ahora que algo así estaba ocurriendo, y Tyler finalmente estaba muriendo, sólo sintió desesperación. Comprendió que no había sabido cuánta fe había depositado en la resurrección de Tyler.

Entonces miró con más atención. Las máquinas que habían empezado a fallar eran las que estaban conectadas directamente al ordenador. Y las otras, las que controlaban la actividad directa del cerebro de Tyler, estaban volviendo a la vida. Miró al chico, que estaba tendido en la cama, buscando alguna señal, alguna confirmación, y sí: un lado de la cara se movía ligeramente; sus labios se retraían, como un maniquí pálido que resucitara. Uno de los párpados se agitaba levemente, luego el otro. Miró su pecho, subía y bajaba sin ayuda, inspirando y espirando más profundamente que antes. Un brazo se movió, los dedos de una mano se contrajeron para luego abrirse.

– Dios mío -exclamó Felicity, que se encontraba junto a ella, con los ojos fijos en el chico-. Creo que está… Es un milagro… pero creo que lo está haciendo solo. Creo que está saliendo del coma.

Para Kate, ver que Tyler volvía a la vida era una sensación indescriptible; descubrió con un sobresalto que, a pesar de todo lo que había sabido, pensado y sentido, Tyler nunca había sido una persona viva para ella.

Y entonces, desde detrás de ellas, llegó otro sonido: un sollozo, un jadeo… no era fácil identificar qué era en realidad. Pero la máquina ERT tenía un aspecto extraño. Todas las luces estaban encendidas, brillando como si hubiese sufrido un cortocircuito o algo parecido, y la pantalla del ordenador escupía una serie interminable de disparates.

Kate miró nuevamente el reloj: siete minutos y treinta y cinco segundos.

Corrió a mirar a Scott. Su rostro estaba tenso, impasible, demacrado, y su cuerpo estaba inmóvil. Le tocó una mano: estaba flácida, los dedos aún calientes pero sin vida.

El reloj: ocho minutos.

Llamó a Felicity y entre las dos bajaron la camilla, sacaron rápidamente a Scott de la máquina y le quitaron el casco. Kate vio algo en lo que no quiso pensar. Cuando le quitó los contactos oculares, extendiendo con cuidado los párpados para extraer las ventosas cóncavas, los ojos de Scott tenían un aspecto extraño, las pupilas estaban dilatadas e inmóviles. Y, al liberar los párpados, los globos oculares se volvieron hacia arriba y los ojos se quedaron en blanco.

Lo levantó hasta dejarlo sentado, enlazó los brazos alrededor de su cintura y Felicity lo cogió por las piernas. Entre las dos lo sacaron de la camilla y lo colocaron sobre una de las mesas de metal. Kate le tomó el pulso, con tanto miedo que los dedos le temblaban, y por primera vez, todos sus instintos médicos la abandonaron. ¿Tenía pulso o no? No podía decirlo y estaba preocupada, el tiempo seguía corriendo.

Miró a Felicity.

– ¿Sabe llevar a cabo la reanimación cardiopulmonar? -preguntó con voz temblorosa por la urgencia, al tiempo que comenzaba a ejercer presión con las manos sobre el pecho de Scott.

Felicity asintió. -Sí, sí -dijo.

– Bien. Quiero que la aplique. Pero primero ayúdeme a llevar esta mesa hasta allí.

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