John Darnton - Ánima
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Siguió con la mirada fija en la máquina durante un momento, atónita… atónita de que existiera esa clase de aparato; no de que Scott lo estuviese usando. Observó sus facciones, lo poco que podía apreciar de su rostro debajo de esas gafas de metal. Tenía la boca torcida y la mandíbula apretada, quizá en un gesto de dolor o de miedo. Su cuerpo, aunque estaba atado con las correas, parecía contorsionarse. Permaneció con la mirada fija en Scott hasta que, con un esfuerzo de voluntad, consiguió serenarse y trató de pensar qué podía hacer. Era evidente que ese hombre joven que había huido era el responsable de haber puesto la máquina en funcionamiento. Y también era evidente que ellas tendrían que descubrir el modo de controlarla. Volvió a mirar a Felicity.
– ¿Sabe cómo se maneja esta cosa?
Felicity, que también estaba mirando a Scott, la miró con los ojos como platos.
– Más o menos. He visto cómo lo hacían el doctor Cleaver y ese tipo que acaba de salir huyendo, Félix. He estado observando cuando lo hacían con los pacientes. Pero no puedo decir que realmente sé cómo se hace.
– ¿Es muy complicado? Felicity parecía nerviosa. -No estoy segura -dijo. -Bien, supongo que estamos a punto de averiguarlo. -¿Y qué pasará si lo hacemos mal?
– Él ya está ahí dentro. De modo que tenemos que ayudarlo de todos modos, aunque sólo sea para sacarlo de ahí. -Eso es verdad.
Kate se acercó al panel de control y observó el conjunto de diales, botones y pantallas. La imagen de Scott dentro de la máquina aún estaba en su mente.
Cleaver no sentía miedo, sólo nerviosismo. El miedo era algo que había descartado en el preciso instante en que decidió entrar en la máquina; era una emoción inútil. Entereza, fuerza y curiosidad… ésas eran las compañeras deseadas para un científico que está a punto de iniciar un viaje hacia lo desconocido.
Quincy se había encargado de atarlo con las correas a la camilla y había ayudado a insertar los exploradores sobre los ojos, con un exceso de ansiedad para el gusto de Cleaver. Mientras estaba acostado en la camilla se preguntó qué pasaría si algo salía mal, cómo se sentiría, si le dolería. ¿Y qué haría Quincy? ¿Lo ayudaría si salía de la máquina medio muerto o convertido en un loco de atar? La cuestión le preocupaba porque estaba convencido de que a su joven colega él le importaba muy poco. Probablemente sólo había tres cosas que importarían a Quincy: cómo arreglar la máquina, cómo deshacerse del cuerpo y cómo conseguir que le pagaran.
Pero esos pensamientos no le hacían ningún bien. Cleaver no quería partir con una idea tan negativa, de modo que le hizo señas a Quincy para que se acercase, le pidió que se inclinara y se las arregló para alzar la mano lo suficiente, aun atada a su flanco, para encontrar el puño de su camisa y aferrarlo entre los dedos. Pero luego no supo qué decirle.
Intentó pensar en algo notable, una declaración para la historia, no algo tan obviamente elaborado de antemano como «Un pequeño paso para el hombre, un salto gigantesco para la humanidad»; algo que fuese auténtico, espontáneo. El problema era que no se le ocurría nada, nunca lo lograba en los momentos verdaderamente importantes.
– Bien -dijo-, ¿te asegurarás de controlar la marca de los siete minutos?
– Sí.
– No quiero salir demasiado cocido. Ja, ja. -Ja, ja.
Pensó que en la réplica de Quincy había una pizca de ironía. Pero no había nada que hacer; no se le ocurrió nada más que decir.
– Muy bien -dijo, soltando el puño del joven. -Muy bien -llegó la respuesta.
Cleaver sintió que la camilla se deslizaba hacia arriba y un segundo después lo engulló la boca de la máquina. Luego oyó el sonido de la puesta en funcionamiento. Le alarmó que fuese tan estridente; no sonaba así desde el exterior. De pronto comprendió que estaba experimentando con su cuerpo de un modo que nunca antes había hecho. Prácticamente podía sentir todas las partes del mismo: la pierna, el muslo, el hombro, la piel en el dorso de la mano, el vello del antebrazo… Qué milagro era el cuerpo humano; cómo podían coger los dedos algo al unísono, los músculos contraerse para levantar la pierna, cómo se replegaban los vasos sanguíneos profundamente en la piel cuando hacía frío y cómo las glándulas sudoríparas segregaban agua para refrescarla cuando hacía calor. ¡Qué destreza! ¡Qué arquitectura! ¿Por qué no había advertido nunca todos los diminutos e intrincados detalles, su ingenio? Sólo ahora que lo estaba abandonando era capaz de apreciarlo, de prestarle un poco de atención. «Típico», pensó. Y, salida de ninguna parte, la letra de una antigua canción pasó como un relámpago por su cabeza: «No echas de menos el agua hasta que tu pozo se ha secado».
¿Qué clase de pensamiento era ése? ¿Precisamente en ese momento no era capaz de pensar en algo profundo, no podía controlar su mente?
Y entonces, casi como para probar ese hecho, su mente pensó en algo que él jamás hubiese querido, ni en un millón de años. Era la imagen de ese chico, Tyler, de su ánima rebotando sin tregua en el espacio, como una suerte de Holandés Errante, sin descansar jamás, sin regresar nunca más al hogar. ¿Y si eso mismo le sucedía a él? ¿Qué pasaría si nunca regresaba? De pronto se le antojó un pensamiento terrorífico. ¿Por qué la mente habría de crear súbitamente ese pensamiento, a menos que ésta fuese perversa? Tal vez ésa fuese una posible explicación. Tal vez era el cuerpo, solamente el cuerpo, nuestro amigo verdaderamente fiel. ¿Por qué dejarlo atrás entonces?
Pero un momento… estaba sucediendo. Ahora su cuerpo estaba haciendo otra cosa, ¿o tal vez era su mente la que lo hacía?, no era fácil saberlo. Una parte de él se estaba quedando atrás, muy abajo -debía de ser su cuerpo-, y otra parte se estaba levantando y comenzaba a ascender, lentamente al principio y después a mayor velocidad, como un cohete dirigido hacia el espacio. Sentía el impacto de las estrellas, la luz que llegaba directamente a sus ojos, con tanta intensidad que le dolían, chocando directamente contra su cerebro. Llegaba a oleadas, una y otra vez, cada vez con mayor potencia.
Y entonces, de pronto, cesó.
Estaba flotando a la deriva en el espacio, como un astronauta sin cordón, girando como si fuese una hoja en una corriente de agua. La madre Tierra se alejaba en la distancia, aunque no podía verlo, sólo sentirlo. Y, al alzar la vista, alcanzó a ver la oscuridad que se levantaba, figuras oscuras que se movían lentamente, como en un sueño. Intentó enfocarlas, pero permanecieron como sombras indiscernibles. La luz era nebulosa, cargada de partículas, como si estuviese mirando a través de una estopilla. De hecho, sentía calor, un calor intenso. ¿Acaso el cohete había aterrizado en el sol? Tal vez era eso. Estaba en la superficie de un planeta extraño e hirviente o en un desierto en alguna parte, y sí, había una tormenta de arena que se acercaba hacia él, oscureciendo su visión, taponando sus poros. Eso lo explicaba todo, la imposibilidad de ver, las figuras que se movían lentamente como abrumadas por una carga, la sensación de opresión de los rayos del sol. En algún lugar del Sahara. Una caravana de camellos, un mercado en Tombuctú.
Pero no, se equivocaba. No había ninguna tormenta de arena, tampoco caravanas de camellos, y esas figuras vagas… de hecho podía ver a través de ellas. Y no tenía calor, en absoluto. Al contrario, sentía frío, un frío helado. Se hizo un ovillo. Algo le entró en los ojos, en la nariz. No era arena lo que volaba por el aire, era nieve. Estaba en medio de una ventisca. No estaba en Tombuctú… pero ¿dónde?
¿Ciberia?
Su mente se echó a reír histéricamente ante el juego de palabras. Histéricamente porque ahora estaba asustado; sabía dónde no estaba, pero no dónde estaba. Su visión se aclaró ligeramente, como una cortina que se derrite, y comenzó a reconocer algunas de las figuras imprecisas en la tormenta de nieve. Y entonces supo dónde se encontraba. Se vio a sí mismo, de pie fuera de los dormitorios con la nieve hasta los tobillos, sintiendo el mareo nuevamente, preparándose para desmayarse ante la noticia de la muerte de su padre.
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