Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Al cabo de diez minutos volaron tierra adentro, Wentik, deprimido contra toda expectativa ante la visión de la familiar campiña. ¿Pero era tan familiar? La Inglaterra que él conocía estaba poblada, congestionada, se cuidaban de ella. Este lugar...

El camarero apareció en la puerta del camarote-salón.

—El índice de radiación gamma de fondo es elevado, señor —dijo a Jexon—. Pero no letal.

—Gracias.

Jexon estaba observando el mapa de esa parte de Inglaterra. Un mapa viejo, notó Wentik, un mapa que tenía ciudades y carreteras señaladas en él. Jexon le acercó la hoja y le dijo:

—Creo que aquí, el punto que he marcado. Es el límite oriental de la llanura de Salisbury, cerca de Amesbury.

—¿Ha de ser tan lejos de Londres? —preguntó Wentik.

—Me temo que sí. Ha de recordar que la Inglaterra de su época se encuentra en medio de una guerra. Y no habría forma de saber qué sucedería si nuestra nave apareciera de improviso en el centro de una zona muy poblada. Creo que esto es lo más cerca de Londres que podemos llegar, con cierto margen de seguridad.

Wentik meditó un instante, después acabó accediendo.

Jexon apretó un botón semioculto, y en unos segundos el navegante regresó.

—¿Nos llevará aquí? —pidió Jexon, entregando el mapa al tripulante, que asintió y volvió a la sección de mandos del avión.

Pocos momentos después, la aeronave cambiaba de curso.

—El generador de campo de desplazamiento que tengo en esta nave es bastante más complejo que el de la cárcel —dijo Jexon—. Aquel era voluminoso porque servía también como generador de Poder Directo. El que tengo aquí posee la ventaja de ser muy portátil, y la zona del campo efectivo desplazado es ajustable hasta cierto punto. El único inconveniente es que el factor de distorsión es mayor.

—¿Tendrá alguna importancia eso?

—Yo diría que no. Tenemos mucha amplitud.

Wentik se encogió de hombros. El asunto parecía importar poco por el momento.

Al cabo de diez minutos, el tono de los motores del avión cambió otra vez, y dio la impresión de que el terreno subía lentamente flotando hacia ellos. Jexon se levantó.

—Vamos —dijo.

Se dirigió hacia la cola del avión, pasó junto a los pequeños pero lujosamente amueblados camarotes y entró en una cabina bastante utilitaria. Ahí, en medio de un largo panel de instrumentos, se hallaba el generador de campo.

Wentik descendió de la compuerta principal, y se quedó en la hierba. Estaba crecida, y el frío viento del suroeste de febrero la hacía susurrar en torno a los pies del científico. Ante él, esta pequeña sección de la llanura de Salisbury se prolongaba en la distancia. Doscientos metros por delante de Wentik, la llanura ascendía hasta una colina, repleta de arbustos y árboles. A ambos lados de la colina, la llanura proseguía en desorden hacia el horizonte. Jexon había fijado el campo en un diámetro de menos de ochocientos metros, pero desde donde Wentik se hallaba no distinguía una señal claramente visible del terminador.

Jexon estaba a su espalda, en la compuerta.

—¿Cuánto tiempo le hará falta? —preguntó.

Wentik lo consideró.

—Hasta mañana al atardecer. Tal vez más, pero no estoy seguro.

Jexon le entregó el mapa.

—Si camina en esa dirección —dijo, señalando la colina—, llegará a una de sus carreteras de primer orden al cabo de kilómetro y medio. Nosotros estamos aquí en el mapa. Esa carretera lo llevará a Londres.

Wentik asintió.

—¿Algo más?

—Creo que no.

Jexon extendió el brazo y los dos hombres se estrecharon las manos torpemente.

—Sea tan rápido como pueda —dijo Jexon—. Estamos expuestos aquí. No deseo llamar la atención inoportunamente —miró la verde vegetación, muy diferente de la brasileña—. Buena suerte, doctor Wentik.

Wentik asintió de nuevo. No había nada que decir. Dio media vuelta, y partió hacia la carretera principal.

Decidió subir a la cúspide de la misma colina. No era una cuesta empinada, y el esfuerzo de la ascensión sería más que recompensado por la amplia vista que Wentik obtendría desde la cumbre. Caminó con rapidez, la frustración inconsciente de los últimos dos días se manifestaba en prisa. Tenía que hacer algo, y cuanto antes lo terminara, tanto mejor.

Empezó a subir la colina, y en muy pocos minutos alcanzó la cumbre.

Los árboles habían echado hojas...

La pendiente opuesta de la colina estaba cubierta de matorrales y árboles, y en contraste con la parte de la llanura en que Wentik acababa de estar, se hallaba revestida de abundante verdor. Y hacía más calor... Mediados de agosto. Miró hacia atrás, y vio a Jexon de pie al lado del avión. Ese hombre está a doscientos años de distancia, pensó Wentik. Un anacronismo en la campiña inglesa. Bajó la mirada a las ropas que llevaba puestas; el gris tedioso del material de encaje ajustado. ¿O soy yo el que está fuera de lugar?

La vista desde la cumbre de la colina se extendía varios kilómetros en todas direcciones. La nave de Jexon estaba al sur, y más allá el cielo brillaba con la luz del sol. La llanura era distinta a la otra a que tanto se había acostumbrado en Brasil: ésta era arbolada y verde, y se ondulaba de manera irregular en una multitud de formas diferentes.

Se volvió y miró hacia donde Jexon le había dicho que estaría la carretera. Allí el terreno era más plano y descendía desde la colina con una pendiente bastante suave. Había un bosquecillo a ochocientos metros de la colina, luego una valla. Al otro lado de ésta, algunos campos de cultivo, y una línea recta de árboles que evidentemente crecían a lo largo de la cuneta de la carretera.

Wentik empezó a bajar hacia la carretera.

Era una suave, tranquila tarde inglesa. La guerra, Jexon y Brasil parecieron increíblemente remotos de golpe. Wentik había olvidado cuán fácil era andar.

Le costó menos de diez minutos llegar a la carretera. Saltó una valla de madera de poca altura, y bajó a gatas un peralte herboso hasta la cuneta de la carretera. A ambos lados de Wentik, la carretera se prolongaba a lo lejos, bordeada de elevados árboles en sus dos costados.

No había tráfico.

En la inesperada quietud, Wentik se quedó inmóvil un instante, inseguro de lo que debía hacer. Su plan había consistido en detener un vehículo que pasara y que le ayudaran a llegar a Londres. Buscó una solución durante unos segundos más, después empezó a caminar.

Casi al instante, oyó el ruido de un motor, y se detuvo. Un coche aparecía a su espalda, al oeste y dirigido hacia Londres. Wentik aguardó a que se hiciera bien visible, luego salió al centro de la carretera y agitó ambos brazos.

Era una camioneta blanca de gran tamaño, que circulaba por la carretera a cien kilómetros por hora o más. Cuando el Conductor vio a Wentik frenó al momento, y el coche se detuvo cerca de él.

En el interior había dos policías.

Los dos saltaron fuera, y se acercaron. Ante su repentina e indescriptible alarma Wentik comprobó que los policías llevaban pesados cascos metálicos en la cabeza, e iban armados.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó uno de ellos.

—Estoy intentando llegar a Londres.

—¿Para qué demonios?

Wentik miró a su alrededor desesperadamente. Algo había ido mal.

—He estado lejos. Quiero ir a casa.

—Veamos sus documentos.

—¿Qué documentos?

—Su identificación y permiso de viaje.

—Se lo juro. He estado fuera. No tengo documentos.

—¿Dónde ha estado?

Wentik pensó con rapidez.

—En Norteamérica —respondió.

Los dos policías se miraron mutuamente.

—Norteamérica ha sido bombardeada —dijo uno de ellos.

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