Christopher Priest
El último día de la guerra
A Paul Kincaid
En la tarde de aquel jueves de marzo, la lluvia caía sin parar y el pueblo estaba velado por unas deprimentes nubes grises y bajas. Stuart Gratton, de espaldas a la calle, estaba sentado a una pequeña mesa junto al amplio ventanal de la librería; cada tanto se volvía para echar un vistazo fuera, al lento movimiento de los coches y camiones y a los peatones de mirada esquiva que pasaban entre los charcos con los paraguas encajados sobre los hombros.
En la mesa, ante él, había una copa casi vacía y, junto a ésta, una botella pequeña de vino del Rin, medio llena. Al lado de la botella, en una fina copa de champaña, una única rosa roja se mantenía muy erguida en el agua. A la derecha de Gratton se veía una pila de ejemplares en cartoné de su másreciente libro, The Exhausted Rage, un reportaje que relataba las experiencias de algunos de los hombres que habían participado en la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética llevada a cabo por el ejército alemán en 1941. A la izquierda del escritor, en el borde de la mesa, había dos pilas más pequeñas de ejemplares de otros dos de sus libros, ambos reeditados en rústica al mismo tiempo que el nuevo de tapa dura. Uno de los títulos era The Last Day of War, el libro que, publicado en 1981, había consolidado la reputación de su autor y que se reimprimía regularmente desde entonces. El otro se llamaba The Silver Dragons, un reportaje escrito a partir de los relatos de los soldados y aviadores que habían combatido en la guerra chino-norteamericana a mediados de la década de 1940.
El bolígrafo de Gratton descansaba sobre la mesa junto a la mano del autor.
El gerente de la librería, un hombre atento y claramente incómodo cuyo nombre apenas recordaba Gratton —tal vez fuera Rayner—, estaba de pie junto a él cuando había comenzado la sesión de firma de ejemplares, hacía media hora, pero unos minutos después lo llamaron para que atendiera alguna cuestión. Ahora, Gratton podía verlo en el otro extremo de la librería, aparentemente ocupado con algún problema relacionado con la caja registradora o el ordenador. El responsable de área de su editor, quien se suponía que debía acompañar a Gratton para ayudarlo durante la sesión de firmas, había llamado desde su teléfono móvil para decir que había habido un accidente en la M1 y que llegaría tarde. La librería, situada en una calle lateral pero cerca de la sede central y de las grandes tiendas de Buxton, no estaba muy concurrida. De vez en cuando, llegaban algunas personas bajo la lluvia, miraban curiosamente al escritor y el póster pegado en la pared junto a él en el que se anunciaba la sesión de firmas, pero ninguno de ellos parecía interesado en comprar sus libros. Incluso, uno o dos de ellos se alejaron incómodosal darse cuenta de que él estaba sentado allí.
No había sido así cuando había comenzado a firmar: dos o tres personas habían estado esperándolo, entre ellos un amigo suyo, Doug Robinson, quien, generosamente, había conducido desde su casa en Sheffield para darle apoyo moral. Doug, diciendo que debía reemplazar su viejo y gastado ejemplar, incluso había comprado uno de los libros encuadernados en rústica. Agradecido, Gratton se lo había firmado; lo mismo había hecho con los títulos que habían comprado los otros clientes, pero todos se habían marchado ya. Doug y él habían acordado encontrarse más tarde en el bar The Thistle, dos puertas más abajo en la misma calle. Rayner, el gerente, le había pedido que firmara algunos ejemplares adicionales, para tener en stock, y tres o cuatro más para enviar por correo a algunos clientes que los habían pedido hacía algún tiempo, pero eso había sido todo. Seguramente, en alguna parte, la gente debía de estar comprando sus libros; su obra tenía buenas ventas. En su campo, Gratton estaba considerado como uno de los principales autores. Sin embargo, pocos de sus lectores parecían haberse dado cita en Buxton en esa lúgubre tarde de lluvia.
Gratton estaba lamentando haberse prestado una vez más a una sesión de firmas. Él ya había acometido similar tarea en el pasado, así que debería haber sabido lo que iba a pasar. Lo que empeoraba las cosas esta vez era el hecho de que había acortado un viaje de investigación en el extranjero para llegar a tiempo al compromiso. En el largo vuelo a través del Atlántico había pasado por varios husos horarios, por lo que, además, estaba cansado por la falta de sueño y se sentía agobiado por el trabajo atrasado que se había ido acumulando mientras estaba fuera. En el humor introspectivo en que se hallaba, de repente recordó a su esposa Wendy, que había muerto hacía dos años. A ella le gustaba aquella librería y acostumbraba comprar allí la mayor parte de sus libros. Él casi no se había acercado a la tienda desde que ella murió. Obviamente, durante ese tiempo había habido algunos cambios: nuevas estanterías y vitrinas, iluminación más brillante, algunas mesas y sillas en las que los clientes podían sentarse a leer.
Cuando todavía faltaban veinte minutos para que acabara oficialmente la sesión de firmas, Gratton vio a una mujer que entraba en la librería; llevaba un gran sobre acolchado bajo el brazo. Echó una rápida mirada a todo el local, vio a Gratton sentado a la mesa y empezó a caminar directamente hacia él. Durante un momento, se miraron el uno al otro. Tanto el pelo como su ropa, lo mismo que el sobre acolchado, estaban empapados por la lluvia. Gratton tuvo la ilusoria sensación de que había visto antes a esa mujer, de que ya se habían encontrado en alguna parte.
—Por favor, quisiera comprar uno de éstos —dijo ella mientras se inclinaba para coger un ejemplar de The Last Day of War. Algunas gotas de agua cayeron sobre la mesa—. ¿Lo pago aquí mismo?
—No, deberá llevarlo a la caja —respondió Gratton, sorprendido gratamente al verse por fin haciendo algo—. ¿Le gustaría que se lo firmase?
—Sí, por favor. Usted es Stuart Gratton, ¿no es así?
—Así es —dijo, abriendo el libro y empezando a escribir en la portada.
—Antes de morir, mi padre era uno de sus más ávidos lectores —dijo ella de corrido, mientras él continuaba firmando—. Él pensaba que, al registrar esas experiencias, usted estaba haciendo un trabajo importante.
—¿Le gustaría que le dedicara el libro? Quiero decir, ¿con su nombre?
—No... sólo la firma, por favor. —Ella torció el cuello para ver qué escribía, después dijo—: En realidad, he venido a verle en relación con mi padre. —Hizo un gesto en dirección al póster en la pared junto a él—. Hace unos días estuve en esta tienda y me enteré de que usted iba a venir. Vivo en Bakewell, por lo tanto no debía perder esta oportunidad.
Gratton terminó poniendo la fecha en el libro. Entregó el ejemplar a la mujer.
—Muchas gracias —dijo él.
—Papá también estuvo en la guerra —dijo ella, siempre hablando con rapidez—. Escribió sobre sus experiencias en unos cuadernos de notas, y yo me preguntaba si usted podría estar interesado... —Hizo un gesto indicando el sobre acolchado que había llevado.
—No estoy en condiciones de conseguir que publiquen sus notas —dijo Gratton.
—No se trata de eso. Pensaba que usted podría estar interesado en leerlas. He visto su anuncio.
—¿Dónde lo vio?
—Me lo envió un viejo compañero de armas de mi padre. Él lo había encontrado en una revista llamada RAF Flypast.
—Su padre se llamaba Sawyer, ¿no es cierto?
—Sí, eso es. Yo también me llamo Sawyer. Es mi nombre de soltera. Vi su anuncio y pensé que las notas de mi padre podían ser lo que usted estaba buscando.
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