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Christopher Priest: El último día de la guerra

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Christopher Priest El último día de la guerra

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En 1936, los gemelos Sawyer regresan a Gran Bretaña con una medalla de bronce ganada en los Juegos Olímpicos de Berlín y con una joven judía escondida en su furgoneta. El amor por la joven alemana y la guerra que se avecina empezarán a distanciar a los dos hermanos, que emprenden caminos divergentes: Jack se convierte en piloto de bombarderos de la RAF, mientras que Joe es objetor de conciencia y voluntario de la Cruz Roja. Cuando en 1941 se estudia la firma de un tratado de paz con Alemania, ambos son llamados por separado para asesorar a Winston Churchill: de sus respuestas depende el futuro de la guerra.

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Antes de que cayera la tarde del 10 de mayo, Rudolf Hess, lugarteniente de Hitler, despegó del aeródromo de la fábrica Messerschmitt de Augsburg, Baviera, en un bimotor Me-110D. Comisionado y autorizado por Hitler, llevaba consigo un plan de paz entre Inglaterra y Alemania, que debía ser entregado personalmente a Winston Churchill. Aterrizó en Holanda para repostar. Poco después de haber vuelto a despegar, su aparato fue interceptado por aviones de combate alemanes, que primero intentaron hacerlo aterrizar y luego trataron de destruirlo con fuego de ametralladoras. Hess consiguió deshacerse de ellos y enfiló hacia el mar del Norte. Los aviones atacantes fueron tras él durante un rato pero acabaron desistiendo y regresaron a su base. Otros cazas alemanes con base en la ocupada Dinamarca despegaron también en un intento de interceptar el avión de Hess. Todos volvieron a su base, y sus pilotos declararon que el avión perseguido había sido derribado sobre el mar; sin embargo, a pesar de las vívidas descripciones y corroboraciones mutuas de sus relatos, ninguno de los aviadores pudo aportar una prueba concluyente. (Hess completó su misión de paz.)

Entonces, más tarde, aparece el teniente Sawyer, del Mando de Bombardeo de la RAF. Churchill dijo que Sawyer estaba registrado como objetor de conciencia y al mismo tiempo era un piloto de bombardero en activo. El memorando de Churchill a su equipo departamental exigía que se aclararan estos términos. No hay registrada ninguna respuesta oficial. Cerca de sesenta años después, Stuart Gratton, de familia de tradición pacifista, se dio cuenta de que ahí había una historia. ¿De qué se trataba? Sobre todo, ¿qué podía haber estado haciendo Sawyer el 10 de mayo de 1941?

SEGUNDA PARTE

1936–1945

1

Serví como oficial en el Mando de Bombardeo de la RAF desde el comienzo de la segunda guerra mundial. Entré en el servicio a través del Escuadrón Universitario del Aire de Oxford, donde yo era remero del Brasenose College. En aquellos años, yo tenía dos pasiones: una era remar, y la otra, volar. La guerra no me interesaba, y jamás se me había ocurrido que pudiera verme involucrado en una. Los acontecimientos mundiales estaban más allá de los límites de mi restringida área de conciencia; así había sido la mayor parte de mi vida. Sabía que mi visión era ingenua y que, por lo tanto, estaba escasamente preparado para el enorme conflicto en el que, a la larga, terminaríamos atrapados todos.

Debería haber sabido más sobre esta cuestión. Durante la Gran Guerra, que era como se conocía la primera guerra mundial en la década de 1930, mi padre había sido un objetor de conciencia reconocido. Hombre reservado, nunca trató de forzar en sus hijos la aceptación de sus propias convicciones. De todas maneras, mi hermano Joe y yo crecimos en la creencia de que la guerra era una maldición, algo que debía ser evitado a toda costa. Durante la segunda guerra mundial y los años que la siguieron, la política de apaciguamiento de los nazis practicada por los ingleses antes de la guerra había perdido cualquier crédito y se consideraba despreciable, pero ésa nunca fue la opinión de mi padre. Él sostenía que los principios de la ley de apaciguamiento descansaban sobre la humana y pragmática política económica de no forzar a Alemania a cumplir con las agobiantes reparaciones de guerra impuestas por el Tratado de Versalles. Prácticamente todos los miembros del gobierno británico de aquellos días habían combatido en la Gran Guerra y se sentían con el deber de hacer todo lo posible para impedir otro enfrentamiento. Tal vez estuvieran de acuerdo con lo que Hitler siempre había proclamado: que las iniquidades de Versalles habían conducido a la segunda guerra mundial.

Por lo tanto, la ingenuidad era mi propia falta, porque los deportes —es decir, el remo— eclipsaban cualquier otra cosa. Vivía exclusivamente el momento y mi atención estaba totalmente centrada en el deporte que adoraba. Durante 1935 y 1936, me concentré en un objetivo único: clasificarme para formar parte del equipo inglés que competiría en los Juegos Olímpicos. Mi hermano y yo nos entrenamos con una energía casi obsesiva.

Cualquiera que nos hubiera visto mientras entrenábamos o en competición habría concluido que el resultado era de prever: seríamos seleccionados para integrar el equipo inglés de remo. Siempre estábamos en forma y ganábamos con facilidad la mayor parte de las regatas en las que participábamos, pero cuando uno está sumergido en esa obsesión siente que no es posible dar nada por sentado. Cuando, a finales de junio de 1936, finalmente Joe y yo fuimos seleccionados, nos pareció que sencillamente aquélla era la noticia más grande que íbamos a recibir en nuestra vida. Esa noche, la celebramos con nuestros amigos en un gran número de bares de Oxford, pero al día siguiente regresamos a nuestro entrenamiento con resuelta dedicación.

Por lo tanto, la historia de lo que me pasó durante la guerra empieza en julio de 1936, cuando Joe y yo partimos para ir a los Juegos de Berlín.

2

Yo tenía diecinueve años y, a pesar de que en ese momento no podía saberlo, ése no iba a ser mi único viaje a Berlín. Las siguientes visitas se produjeron cuando yo estaba en la RAF y al mando de un bombardero, tratando de ver el suelo a través de la oscuridad, el humo y las nubes sobre la enorme ciudad que se extendía a mis pies, arrojando bombas incendiarias sobre edificios y calles. En 1936, ese futuro era algo inimaginable para mí.

Durante algo menos de un año, había vivido fuera de la casa familiar en Tewkesbury. Iba allí la mayor parte de los fines de semana y recogía mi correspondencia, lavaba mi ropa y preparaba gran cantidad de comida para la semana siguiente. En realidad, casi era un adolescente, por lo que un viaje al extranjero, sobre todo a Alemania en esos años plagados de acontecimientos, constituía una aventura extraordinaria.

Mientras nos dirigíamos hacia la costa sur de Inglaterra, yo iba al volante de la furgoneta en la que transportábamos nuestro equipo; eso, en sí mismo, era para mí otro pequeño triunfo. Había empezado a conducir hacía muy poco tiempo; hasta ese momento, era mi hermano Joe quien nos llevaba aquí y allá. Hasta entonces todos los viajes habían sido de cortas distancias, la mayor parte de ellos en las familiares carreteras entre Oxford y Tewkesbury. Yo no había viajado hacia el sur o hacia el este más allá de Londres, y siempre en horas diurnas. Y de repente, heme aquí, embarcado en nuestra aventura, conduciendo despacio en la oscuridad a través de las colinas en dirección a Dover, con Joe dormitando a mi lado.

Ahora me pregunto si deberíamos o no haber hecho ese viaje, pero ya no tiene sentido. En el mundillo del remo, como en el de casi todos los deportes, la palabra «política» era una palabrota. En la década de 1930 resultaba fácil cerrarse a los acontecimientos del mundo: no existía la televisión, la radio carecía de la fuerza que el periodismo independiente llegó a tener durante y después de la guerra y, para la mayoría de la gente, la principal fuente de información era cualquier periódico que llegara a sus manos. Era muy raro que Joe y yo leyéramos cualquier otra sección del diario que no fuera la de deportes. En general, los británicos cerraban su mente a Hitler y los nazis, confiando en que un día desaparecerían. Sin embargo, la gente como Joe y yo no deberíamos habernos dado una excusa como ésa. Éramos universitarios y estábamos rodeados de personas informadas e inteligentes, que tenían opiniones sobre todos los temas, temas que eran ventilados con frecuencia. Éramos bastante conscientes de qué estaba ocurriendo en Alemania y de que el hecho de participar en los Juegos Olímpicos podía ser interpretado como un apoyo al régimen de Hitler.

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