Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Christopher Priest

Indoctrinario

Primera parte

LA CÁRCEL

Uno

El ventarrón bramaba en la meseta helada. Nacido en un remolino ciclónico nuboso en el Pacífico meridional, a mil quinientas millas de la costa chilena y mil millas al sur de la isla de Pascua, giró hacia el polo en una acometida de aire gélido que allanó las olas. Cobrando impulso, el huracán rugió a través del mar de Amundsen, moteado de témpanos, y se lanzó por el terminador, angulado de un modo oblicuo, hacia la noche austral, la noche invernal en que nada vivo debería atravesar la faz de la tierra. El viento rompió contra las laderas de la cordillera costera, arrancando fragmentos de hielo de afilados bordes y arrojándolos hacia el sur, hacia la altiplanicie y más allá.

En la falda de la meseta, unos mil quinientos metros más elevada que la congelada superficie del mar, el viento adquiría una cualidad de implacable: un temporal que se desplazaba con un estampido constante a lo largo de la bruñida superficie de hielo, alcanzando velocidades de ciento sesenta kilómetros por hora, o más. La carne humana expuesta al viento se cristalizaría, quebraría y desmigajaría hasta acabar por desintegrarse en cuestión de minutos. Ningún hombre soportaría ese frío más de unos segundos.

Era el primer temporal del invierno.

Doscientos metros bajo la superficie, en las rocas de la misma meseta —rocas que no habían sentido el cálido toque del sol durante millones de años, si es que alguna vez lo habían sentido— el hombre había osado construir. Bien iluminada, bien ventilada y provista de calefacción central, la Concentración de Técnicas Avanzadas cumplía sus funciones con perfecta seguridad y absoluta inexpugnabilidad.

Desde la superficie, los únicos indicios de su existencia eran varios palos bien asegurados que señalaban los distintos pozos de acceso en el perímetro. En los meses estivales había una pista de aterrizaje, algunas veces también aprovechable en invierno. Ese año se esperaba un vuelo más, cuando el temporal hubiese pasado, luego no habría otro durante cinco meses.

Los hombres de la Concentración necesitaban la paz y seguridad de la meseta para desarrollar su tarea. En ese lugar, más de cuatrocientos científicos y sus ayudantes trabajaban en sus especialidades: bioquímica, física de partículas, nucleónica, bacteriología, etc., por lo general con una ignorancia casi total del trabajo de los demás.

Porque la Concentración no era una pequeña estación que reclamara unos cuantos metros cuadrados de roca antártica, sino un complejo sistema de unidades de investigación enlazadas por numerosos túneles que atravesaban el hielo. El área total era de siete mil setecientas hectáreas y había estado diez años en construcción.

En uno de los laboratorios de la parte sur, el doctor Elías Wentik estaba sentado cómodamente en un sillón de plástico blando y acariciaba el hocico de la rata que yacía en su regazo. El animalito apretó el morro contra la mano en un gesto afectuoso mientras el científico lo mimaba distraídamente.

El ayudante de Wentik, un nigeriano de elevada estatura que se llamaba Aby N'Goko, trabajaba con la cabeza inclinada ante un escritorio lleno de papeles desordenados.

—No deberíamos parar ahora, doctor Wentik —dijo de repente, alzando la vista—. No podemos permitir que nos restrinja un simple detalle técnico.

—Pero no podemos hacer nada al respecto —replicó suavemente Wentik—. Aquí no hay nadie que desee acabar tanto como lo deseo yo.

—Ya sabe que no me refiero únicamente a eso.

—¿... que no vamos bastante deprisa? ¿... que deberíamos encontrar un proceso alternativo?

—Sí.

Ya lo sabía, y estoy de acuerdo, pensó Wentik. Es frustrante retrasarse tanto tiempo por culpa de algo que probablemente fuese irrelevante.

Probablemente... Lo era. Wentik sabía que el callejón sin salida en que se encontraban era sólo temporal, pero el problema residía en seguir adelante o... ¿O qué? Las alternativas le asustaban.

Bajó los ojos para mirar a la rata en su regazo. Tres días más, a lo sumo, habría muerto. La droga actuaba sobre las criaturas, y lo hacía tal como debía. Sin embargo, al cabo de seis días de la administración del medicamento, todos los animales tratados morían. ¿Era un efecto directo del compuesto o cierto efecto secundario causado por el metabolismo de los roedores? Wentik no lo sabía. En la Concentración no existía otro tipo de animal con que poder experimentar, y era imposible obtener más por vía aérea hasta el final del invierno.

Sólo quedaba disponible un tipo de animal para probar la droga: el hombre.

Durante varios días, Wentik y N'Goko habían discutido el asunto y las alternativas. N'Goko quería proseguir, Wentik aconsejaba moderación. Mientras N'Goko estaba ansioso por someterse él mismo al experimento con la droga, Wentik deseaba preparar variedades gaseosas y líquidas del compuesto, y aguardar el fin del invierno hasta que lograran obtener animales de especies diferentes.

Y de todos modos, aun contra su propio criterio, Wentik había estado probando la droga. Pero no lo había admitido ante N'Goka.

A lo largo de las tres últimas semanas había tomado cantidades muy pequeñas de la droga, con restricciones cuidadosamente autoimpuestas. Siempre estaba a solas en su habitación con la puerta cerrada. Se aseguraba de no ser interrumpido y se tumbaba en la litera a contemplar las alucinaciones que la droga producía. Porque la droga, igual que el ácido lisérgico, parecía no tener efectos nocivos a corto plazo. Aparte de sus propiedades alucinógenas, y los vividos sueños que a veces causaba después de ingerida, Wentik había sido incapaz de detectar deterioro alguno de su constitución física o mental.

Dosis mayores o más concentradas era otra cuestión.

—Sé lo que piensa decir —expuso a N'Goko—, y la respuesta sigue siendo negativa. No tomará la droga.

—¿Definitivamente?

—Sí. Por el momento seguiremos ensayando diferentes concentraciones y mezclas con ratas.

—Y seguiremos matándolas —dijo el nigeriano, con algo de amargura.

—Si es preciso...

Los dos hombres guardaron silencio algunos instantes.

—Ojalá hubiéramos sabido antes del invierno que esto sucedería —dijo Wentik, finalmente.

Con una brusquedad que sorprendió a los dos científicos, la puerta se abrió. Wentik hizo girar su sillón, encolerizado.

—¿Qué diablos pretenden entrando de esa manera? —reclamó—. ¡Este despacho es privado!

Había dos hombres de pie en el umbral, dos hombres que Wentik no había visto nunca en la Concentración. El más alto de los dos, que se hallaba algo detrás del otro, contempló a Wentik con un interés evidentemente profundo. Pero fue el otro individuo el que tomó la palabra.

—¿Doctor Wentik? —dijo con una voz que contenía un claro temblor de autoridad contenida.

—Sí. Ahora salgan de aquí antes de que yo los eche. Conocen las reglas de la Concentración...

Los dos hombres se miraron mutuamente.

—Siento que hayamos roto el protocolo, doctor Wentik —dijo el hombre—. Pero debo rogarle que salga por un instante.

—¿Conoce a estos dos? —preguntó Wentik a su ayudante.

—No. Supongo que han venido con el último avión.

—Exacto —dijo el más alto de los visitantes—. Sólo será un momento.

—¿Qué desean?

El hombre de menos estatura abrió más la puerta e indicó con una mano que Wentik debía salir al pasillo.

Wentik se levantó y entregó la rata domesticada a N'Goko.

—Cuide de Browning un momento —dijo, usando el apodo cariñoso que había dado al animal—. Sólo hay un modo de enfrentarse a esto.

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