Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Esto no significa que vuelva a casa todavía, aunque al menos da la impresión de que no he de invernar bajo la capa de hielo antártica. Me complace hasta cierto punto... Estamos bloqueados en el trabajo actualmente. Te explicarélos detalles cuando te vea, pero por el momento todo lo que ha sucedido es que nuestras pruebas con ratas no han dado los resultados esperados. De momento dejo aquía Abu a cargo de los experimentos, aunque no creo que logre regresar aquíhasta después de que acabe el invierno. Abu tiene todas mis notas, pero temo que en cuanto yo deje libre el camino él se encargarápersonalmente de los problemas.

¡Mi noticia es más misteriosa! Al parecer el gobierno me manda volver. Han enviado aquídos hombres muy extraños para recogerme. No comprendo a los americanos, supongo que nunca los comprenderé... Uno es un hombre muy moreno llamado Musgrove, ancho de espaldas y con brazos enormes. No habla mucho, sólo merodea y tiene un aspecto amenazador. El otro día lo vi con un rifle, pero no pude imaginar quépretendía con él. El otro hombre, sin embargo, es el que me da miedo de verdad, aunque no veo nada claro en su acción. Tiene un hábito bastante desconcertante de marcharse en medio de la conversación, como si se esforzara en producir algún efecto.

Siempre estoy pensando que espera la oportunidad de abalanzarse, aunque él sabrási no tiene alguna obsesión conmigo. De todas maneras, espero que el misterio de aclare cuando lleguemos a Washington. Aunque esto también es un poco raro. Cuando preguntéa ese hombre (a propósito, se llama Astourde) adónde íbamos, dijo que a Brasil. Supongo que se refería a Río de Janeiro, ya que ésa fue una de nuestras últimas paradas a la ida.

No te alarmes por esto, querida Jean. Estoy convencido de que no tiene importancia. Simplemente, su conducta es muy desconcertante. Cuando llegue a Washington te llamarépor teléfono inmediatamente, y lo más probable es que incluso me oigas antes de que recibas esta carta.

Me irépronto a la cama pues saldremos dentro de unas diez horas. El avión llegaráen los próximos minutos. Al parecer habría llegado antes de no ser por un vendaval que ha estado soplando en los últimos días. Aquíabajo nunca llegamos a enterarnos del estado del tiempo.

Mi cariño para Timothy y Jane. Les compraréalgunos regalos antes de volver. Y tú..., cuídate y no te preocupes. Estaréen contacto. Adiós por ahora.

Todo mi amor,

Li.

Tres

Wentik yacía en la cama de su hotel y escuchaba los sonidos de las primeras horas de la mañana de la ciudad de Pôrto Velho. El bochornoso calor ya se extendía a lo largo de las orillas del río Madeira a un kilómetro de distancia. En la plaza de abajo, un pesado motor diesel marchaba en vacío continuamente con un vacilante sonido obstinado.

En la última quincena Wentik había estado allí aguardando la llegada por vía aérea del equipamiento procedente de la costa.

Astourde había desaparecido. El hombre discordaba en el calor de la ciudad con su grueso uniforme gris. Llevó a Wentik en un taxi hasta el hotel y, sin más, lo dejó.

Una hora después, Musgrove se había presentado. Único contacto de Wentik en Pôrto Velho, rara vez se apartaba de su lado. Sabía poco, al parecer, y hablaba menos aún. A cualquier parte que fuera Wentik, Musgrove lo seguía. El científico empezó a sentir las primeras y desagradables impresiones de no estar totalmente libre.

Su mayor molestia en Pôrto Velho era la falta de información. Todo lo que sabía era que Astourde y Musgrove parecían trabajar para el gobierno estadounidense, poseían la fotografía de un avión desconocido y estaban pidiendo y comprando varias toneladas de equipo como tiendas y alimentos. A tal desasosiego más bien abstracto, y el consecuente aburrimiento de haraganear sin motivo en una población fluvial sudamericana, había que sumarle las ligeras impresiones de desorientación que estaba experimentando.

Aparte de esto, sus días en Pôrto Velho transcurrían con bastante comodidad. Musgrove era el peor tipo de compañero (nunca ofrecía información voluntariamente y pocas veces la daba cuando se le requería) pero la habitación del hotel era aceptable y la libertad personal de Wentik, relativamente grande. Sólo al preguntar a Musgrove cuándo volvería a Washington, el individuo reveló un rasgo amenazante.

—Usted no irá allá —dijo, sin mirar directamente a Wentik—. Nunca. Ni Astourde.

El día posterior a su llegada, Wentik escribió una carta al senador McDonald, que era presidente del Subcomité de Apropiaciones Investigativas que había llevado los asuntos de la Concentración. Declaró con exactitud lo que le había sucedido y pidió una explicación. Escribió todo lo que sabía sobre Astourde y Musgrove (que no era mucho) y manifestó al senador que se estaban preparando para un viaje cuyo destino desconocía. Terminó con una solicitud urgente de respuesta inmediata.

Se las arregló para echar la carta en una plaza pública sin que Musgrove lo advirtiera, y con este logro se sintió más seguro al instante.

Sólo más tarde, cuando los días iban pasando y la respuesta no llegaba, volvieron sus recelos.

Wentik oyó que el motor diesel en la plaza de abajo de repente aceleró y después quedó en silencio tras un relincho.

Bruscamente, con su acostumbrado desprecio por la intimidad, Musgrove entró a trompicones en la habitación. Se acercó a la cama y contempló fijamente a Wentik a través de la mosquitera.

—Nos vamos —dijo con sequedad—. Aquí hay una maleta para sus cosas. Meta lo menos que pueda y luego baje a la calle. Lo estamos esperando.

Wentik se vistió con rapidez y, al mirar por la ventana, vio que Musgrove hablaba con un grupo de una veintena de hombres. Iban vestidos de color gris, como Musgrove, sin insignia alguna, no obstante lo cual el atuendo tenía el aspecto inconfundible de un uniforme. Cualquiera que fuese el objetivo de las ropas, eran totalmente inadecuadas para el clima.

Mientras Wentik observaba, los hombres cargaron algunas cajas en un autocamión diesel de elevados laterales.

Wentik bajó a la calle y se reunió con los otros. Los hombres, que obviamente lo veían por primera vez, lo examinaron con franca curiosidad. Musgrove les dijo algo incoherente y todos subieron a la parte trasera del camión con el equipo. Musgrove miró agriamente a Wentik.

—¿Está listo? —preguntó.

Wentik asintió y entonces ambos subieron a la cabina frontal, donde el conductor ya estaba sentado.

Wentik se encontró en medio de la cabina entre Musgrove y el conductor, sentado en la envoltura interior del motor, con las piernas a horcajadas sobre la caja de cambios. Musgrove encendió un cigarrillo envuelto en papel negro y el humo, que olía a demonios, flotó hacia el rostro de Wentik.

El conductor apoyó el codo en el marco de la ventanilla abierta mientras se deslizaban lentamente por las polvorientas calles. Sólo eran las ocho en punto de la mañana.

Se detuvieron a la orilla del río y Musgrove entró en la oficina de la compañía de transbordadores. En cuestión de minutos, el motor del anticuado aerodeslizador fue puesto en marcha y eran transportados por el río hacia la deshabitada ribera meridional. Allí, la rampa que se alzaba desde el agua conducía a una desierta carretera abierta entre la jungla. Mientras el camión se alejaba, el transbordador osciló graciosamente en una nube de rocío blanco al volver a cruzar el río en dirección a la ciudad.

La carretera se dirigía al sur de Pôrto Velho, en una negra línea recta a lo largo de la llanura.

—¿A dónde lleva esta carretera? —preguntó Wentik.

—A Bolivia —respondió secamente Musgrove—. No la seguiremos mucho trecho.

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