Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Eran las dos de la tarde cuando halló Río Grande. De acuerdo con las instrucciones, amaró en el extremo norte de la costa donde estaba situada una estación de reaprovisionamiento naval. Al principio tuvo dificultades para obtener el combustible que requería; le habían dicho que la armada brasileña había requisado todos los suministros para su uso particular. Y sin saber qué hacer de buenas a primeras, Wentik recordó finalmente que todo sudamericano es potencialmente sobornable, y aunque le costó casi todo el resto del dinero que llevaba, consiguió su propósito.

Cuando estuvo libre de la ciudad, con la provisión suficiente de combustible para llegar a la Antártida, era casi de noche. Tenía que encontrar un amarradero protegido antes de que oscureciera totalmente. Cuanto más avanzaba hacia el sur —se hallaba entonces a más de treinta grados de latitud sur—, tanto antes llegaba el ocaso. Al final aterrizó en el lago Mirim, junto a la frontera con Uruguay.

Durante la noche, repentinamente, se levantó un fuerte viento de la costa. Wentik apenas pudo dormir, por el temor de que el avión sufriera algún daño.

Partió de nuevo por la mañana, llena hasta el tope su provisión. Voló sobre el océano rumbo al sur.

De pronto, la inmensidad de su viaje lo acobardó.

Debajo, a sólo mil doscientos metros, estaba el grisáceo Atlántico Sur. Se veía obligado a volar sin descanso, pues no había donde amarar. El océano, debajo, estaba calmo para la época del año que era, pero sus olas de un metro desbaratarían al instante cualquier tentativa de amaraje.

Voló todo el día, luchando contra los calambres que agarrotaban los músculos de sus piernas y tomando bocados de comida cuando le era posible.

Hora y media después del anochecer, al abrigo de los grandes riscos de las Malvinas, amaró el pequeño avión en las lisas aguas del muelle de Puerto Stanley.

Se encontraba otra vez en territorio británico.

Wentik pasó dos días enteros en Puerto Stanley, en parte para recuperarse del vuelo, y en parte como preparación de la etapa decisiva y más difícil.

Había confiado en poder obtener noticias de la guerra, pero los habitantes sabían menos que él. Por todas partes, Wentik vio la misma expresión desesperada en las caras de la gente que en la misión. Los malvineros sobrevivirían a la guerra probablemente, pero ésa no sería su preocupación, pensó Wentik. Dependían del comercio con Argentina para su medios de vida y existencia, y si América del Sur era golpeada con dureza, entonces los malvineros sufrirían. Un punto de vista egoísta, quizá, pero comprensible cuando se está aislado en un afloramiento de roca a seiscientos kilómetros en pleno Atlántico.

En Puerto Stanley, Wentik encargó extensiones para su tanques de combustible, a fin de conseguir mayor autonomía de vuelo sin repostar.

Después, la mañana del tercer día, despegó del puerto, mientras una multitud de habitantes observaba desde la costa. Quizás estaban extrañados por su destino, o suponían automáticamente que volaba a Argentina, pero nadie preguntó.

Refrescado tras sus dos días en tierra, Wentik se sentía totalmente preparado para el vuelo, y aun cuando se encontró con una tormenta a menos de dos horas de la partida, siguió volando estoicamente. Al cabo de hora y media salió de la tormenta. Pero entonces, en lugar de agua había hielo debajo. Y el cielo se estaba oscureciendo.

La última parte de su viaje, los mil quinientos kilómetros sobre hielo, sería la más difícil. Puesto que Wentik no tenía alternativa que intentar aterrizar el avión sobre la congelada superficie de la meseta misma, y confiar en que los flotadores metálicos del tren de aterrizaje de la aeronave resistieran como esquís el tiempo suficiente para bajar a salvo. En los mapas que Jexon le había entregado encontró un detalle de la meseta de Hollick-Kenyon que mostraba la situación exacta de la Concentración, y la totalidad de sus entradas. Desconocía cómo Jexon lo habría conseguido. Pero al menos le permitía encontrar el lugar con facilidad. Alguien que no supiera lo que buscaba pasaría sobre la Concentración una docena de veces, y nunca la vería.

Conforme volaba hacia el sur, el sol iba descendiendo más y más, hasta que dio la impresión de que resbalaba sobre el horizonte. El mar helado estaba iluminado por una estela oblicua de luz anaranjada, en contraste con el azul oscuro del cielo.

Ahora, a pesar de que tenía los calefactores de la cabina conectados al máximo, Wentik sintió el frío riguroso de la Antártida que se colaba en su cuerpo.

Después de catorce horas, el sol quedó casi fuera de la vista bajo el horizonte transparente como el cristal, y el hielo de abajo era una tenue refulgencia blanca. Wentik subió el avión para remontar una cadena de montañas bajas, y acto seguido sobrevolaba la meseta Hollick-Kenyon.

Investigó durante una hora antes de localizar la Concentración: lo único que se veía desde el aire era una serie de postes metálicos de poca altura, delineados en el hielo y menos de dos metros asomados sobre la superficie. Como el anillo externo de piedras en torno a un templo antiguo, los postes señalaban el contorno. A Wentik le agradó dar unas vueltas alrededor de los postes, y fijándose en uno de ellos hizo una estimación aproximada y rápida de la dirección del viento.

No había sol, pero una especie de crepúsculo congelado daba al hielo una clara luminiscencia propia. Era el final del invierno antártico. Unos días más, y la carencia de luz en esta zona inferior sería reemplazada por la diaria salida y puesta del sol, y unas cuantas semanas más tarde, el sol permanecería sobre el horizonte veinticuatro horas.

Wentik eligió lo que le pareció el trozo de hielo más liso, y efectuó unas cuantas pasadas de prueba por encima. Sólo dispondría de un intento...

Al final sintió que estaba preparado y giró por última vez. De este aterrizaje dependía mucho, pensó. Mentalmente, de un modo casi pedante, repasó de memoria la maniobra de aterrizaje, tal como le habían enseñado hacía muchos años sobre las praderas de Inglaterra.

Emprendió la última pasada, los delgados flotadores metálicos rasando el hielo y la nieve a sólo centímetros por encima. Redujo hasta que se movió a la velocidad más baja que la estabilidad le permitía, y a continuación soltó la palanca suavemente hacia adelante.

Los flotadores tocaron tierra.

Y el metal se contrajo, y el tren de aterrizaje se encorvó. Wentik abrió de golpe las válvulas de estrangulación, y los motores rugieron, pero el avión había perdido su velocidad de vuelo. El ala de babor cayó, y la punta patinó en el hielo. Al instante el ala de estribor se alzó, y la nariz se enterró en la nieve. Wentik se echó las manos a la cara mientras el tabique que había detrás se plegaba. La cabina se hizo añicos alrededor de Wentik, y los instrumentos se quebraron. Se produjo un ruido estrepitoso, de colisión, cuando el ala se desplomó sobre la parte superior del fuselaje, y el avión dio su última vuelta de campana. Y se deslizó hasta detenerse.

Un viento frío, salpicado de agudos cristales de hielo, sopló sobre los restos.

Veinticuatro

Wentik nunca pudo saber cuánto tiempo permaneció sin conocimiento. Advirtió bruscamente un frío intenso, y después se despertó por completo.

Yacía en una oscuridad casi total, las piernas más altas que el resto del cuerpo y la mayor parte de su peso soportado por los omoplatos. La cabeza le palpitaba de dolor y notó un líquido, presumiblemente sangre, en su cara. Con sumo cuidado, hizo flexiones con los músculos de su cuerpo para averiguar si algún hueso estaba roto. El único dolor auténtico que sentía provenía del brazo izquierdo, apresado entre dos fragmentos del destrozado avión. Su brazo derecho estaba libre.

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