Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Había un hidroavión mediano amarrado cerca de la orilla. Wentik lo contempló con deleite. Su búsqueda iba a ser más corta de lo que había previsto.

Veintidós

En su oficina de la universidad, Jexon había construido una maqueta sociomecanica simbólica de la estructura de la nueva sociedad brasileña. Descansaba en una mesa frente al escritorio del catedrático, con un aspecto de colección caprichosa de tubos y esferas de plástico de color; todos y cada uno representaban cierta sección de la sociedad. Para todo oficio, profesión o vocación había una esfera. Y para todo arte, servicio social, actividad comercial, administrativa, agrícola, estudiantil, los parados, los enfermos... Y donde las secciones se afectaban mutuamente había un tubo que simbolizaba el contacto y su anchura era representativa de la cuantía de la interacción.

En conjunto, la escultura semejaba con bastante fidelidad una aproximación plástica de la compleja molécula de un elemento pesado. Era la alegría de la vida de Jexon, y le había ocupado buena parte de sus horas de vela, de un modo u otro, desde que había recibido el doctorado.

De un modo y de otro: sus teorías sociológicas se habían resuelto sólo en los últimos años en algo cercano a imágenes concretas, haciendo así practicable la construcción de su maqueta.

E incluso ahora no estaba completa. Ni lo estaría, temía Jexon, en toda su vida. Hasta sus estudiantes tendrían dificultades en proseguir su trabajo. Sólo alguien con un cerebro como el suyo, alguien capaz de visualizar la sociedad tan coherentemente como él, podría tomar el relevo.

En la mesa donde yacía, la maqueta estaba rodeada de otras esferas más: secciones minúsculas, irrelevantes, de su sociedad que Jexon aún tenía que encajar en el contexto.

Eran esas esferas, no más de un par de docenas, las que se interponían entre él y la conclusión de la maqueta.

Al regresar de la cárcel de Planalto, Jexon se consumió de irritación en su oficina; intentaba concentrar sus pensamientos en el trabajo, volver a captar la placidez y orden de su progreso antes de que Wentik apareciera de modo tan inesperado.

Envió un avión y una tripulación de vuelta a la cárcel para aguardar el regreso de Wentik, después trató una vez más de concentrarse.

Poner sólo una esfera más en el esquema... Ello significaría, tal vez, remodelar casi la mitad de la obra que ya había hecho. No era un problema de limitarse a añadir al azar las esferas restantes en la estructura; todas tenían que tener su lugar apropiado, de tal forma que reaccionaran solas y mutuamente.

Musgrove debería estar allí...

Pero estaba en el hospital, le había decepcionado mucho con Wentik. En un momento dado, Jexon telefoneó al hospital para comprobar cuándo Musgrove podría regresar a su tarea, y le informaron que el hombre seguía bajo un tratamiento de rehabilitación intensiva.

Jexon trabajó durante dos días. Vio un modo de encajar en la estructura la esfera que representaba organizaciones de seguridad civil, observando que precisaba el desmontaje y reconstrucción de casi el cuarenta por ciento de las esferas ya colocadas, y volver a situar otras veinte, como mínimo, en la parte no directamente afectada.

La frente de Jexon se contrajo de una manera característica, y se inclinó sobre la maqueta, intentando disipar una duda insistente en lo más profundo de su mente. Estaba relacionada con Wentik, y Jexon lo sabía...

El tercer día, su concentración se perturbó por completo. Al entrar en su despacho por la mañana se sentó ante el escritorio y miró la maqueta con malhumor. Veía, sin dejarse absorber, las sutilezas de su construcción.

Era el dolor de cabeza de Wentik el detalle que estaba en la base del asunto. Wentik había respirado el gas perturbador en la cárcel, creyendo que era inmune, pero sin embargo lo había afectado. Y ahora se hallaba a doscientos años en el pasado, solo en la jungla como Musgrove antes que él.

Pero era preciso... Un día, el modelo simbólico de su sociedad sería puro y simétrico, todas las partes coherentes en su lugar. Pero mientras se permitiera que el gas perturbador continuara en la atmósfera, nada podría hacer perfecta su sociedad. Era un factor aleatorio. Y Wentik era el hombre que podía eliminar esa cualidad aleatoria. Wentik, o el individuo que él afirma que más sabe al respecto.

Tenían que estar ahí para reparar las cosas. Todo dependía de eso.

Algo no encajaba...

Era como si Wentik no hubiera entendido la guerra, y cómo él se estaba escapando de ella. Pero Wentik había leído los relatos, ¿no? Sin duda comprendería que un regreso a su vieja vida sería imposible ahora (?).

Mientras Jexon estaba sentado frente al escritorio, observando la maqueta que tenía delante, se preguntó si Wentik apreciaría o no la importancia que había ocupado ya en el moldeo de esa sociedad, o el trabajo que aún podía hacer ahí. Lo que se debía hacer era quizá trivial, pero el gas perturbador existía incuestionablemente y constituía una contribución palpable a la vida.

Mas todavía quedaba un par de cabos sueltos. En particular, la afirmación de Wentik de que su trabajo no estaba concluido, que ese ayudante suyo había hecho el trabajo.

¿Pero sería así? Si Wentik encontraba al tipo, N'Goko, lo traía al presente, alguien tenía que proseguir la tarea aparte de él. O de otro modo el gas perturbador y la sociedad que había contribuido a formar, esta sociedad, dejaría de existir súbitamente. También podría ser que no fuera N'Goko el autor del trabajo, sino otra persona. Tal vez un científico que trabajara en otro sitio y en otra época... O incluso para el otro bando...

Quizá la búsqueda de Wentik, que ahora lo llevaba a su antiguo laboratorio, estuviera condenada de por sí.

Y no obstante... Wentik parecía ser la clave de todo. Conocía ciertamente el gas, cómo actuaba, los efectos que tenía en la práctica. Si Wentik no podía hacer nada, sería capaz de hallar algún medio de contrarrestar los efectos sobre la vida del Brasil actual.

De repente, Jexon comprendió claramente que aunque sucediera cualquier otra cosa, Wentik tendría que ser conducido otra vez ahí, tanto en compañía del otro hombre o sin él. Igual que algunos años antes, Jexon volvió a darse cuenta de que era Wentik y sólo Wentik el que podía ayudarle a llevar su trabajo hasta el final. Ninguna otra cosa importaba. Si Wentik llegaba a comprender, como el mismo Jexon había comprendido, que regresar a buscar a una persona que hubiera completado su investigación era algo que no iba a dar resultado, entonces quizá prefiriera no volver a su época de ninguna manera.

Dos cosas eran incontrovertibles. Primera, que el gas perturbador existía. Y segunda, que Wentik sería capaz de hacer algo al respecto, teniendo oportunidad e incentivo.

Jexon meditó cuidadosamente otra hora, después levantó el comunicador, y efectuó la primera de varias llamadas. Cuando salió de su despacho un día más tarde y se dirigió al aeropuerto donde lo aguardaba su avión personal, dejó abandonada en la mesa una incompleta maqueta de plástico rodeada por las esferas que, hasta el momento, había sido incapaz de encajar en su lugar.

Veintitrés

Wentik pasó la noche en el hospital de la misión, solo y trastornado. La guerra era un hecho, la radioemisora de Manaus no hablaba de otra cosa. En la misión había un ambiente de profunda tristeza y pesar. En la pequeña capilla blanca erigida lejos del río en un amplio prado, los padres con vestiduras negras oficiaron misa a medianoche; un réquiem solemne por la muerte del mundo que estremeció la envoltura externa de Wentik y aportó auténtica aflicción a su existencia por primera vez.

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