Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Más tarde, a solas en la húmeda oscuridad de la sala del hospital, exhausto y sin embargo incapaz de dormir, Wentik se vio atormentado por imágenes de su esposa. Las implicaciones de su relación con la enfermera, Karena, se volvieron excesivamente reales de pronto, subrayadas por el comportamiento solemne de la misión. Tal vez era por estar en soledad, o tal vez el efecto del gas perturbador que seguía debilitando su voluntad de resistirse a la influencia.

Era posible que mientras él yacía allí en Brasil, Jean continuara con vida. Y en tal caso, la habría traicionado.

La doctrina católica, que sonaba en el claro junto al río de silencioso curso, una melancólica afirmación de confianza en Dios y el espíritu del hombre, no tenía dos puntos de vista respecto al adulterio. Wentik, de ningún modo un hombre religioso, se encontró simpatizando con la creencia, y cuando se echó a llorar en la cama esa noche no fue por él o por los muertos lamentados por los sacerdotes, sino por Jean.

Por la mañana habló del avión con uno de los padres.

El sacerdote se mostró distraído, vago.

—Lo usamos para ayudar a los enfermos —dijo—. Sin él careceríamos de transporte en la jungla. Podemos utilizar barcos en el río, pero no hay otro medio...

Wentik pensó con celeridad. Esto era algo que Jexon no había previsto. Había varios aviones en esa parte del Brasil, y el dinero que tenía podía pagarlos de sobras. Pero los aviones eran parte vital de la existencia en el lugar.

—Hay algún otro avión del que pueda disponer?

El sacerdote se encogió de hombros; su atención estaba en otra parte.

—Hay una plantación de Manicoré —dijo— Pero está a cientos de kilómetros.

—¿Podrían llevarme hasta allá por aire?

—Necesitamos el avión. Si la guerra llega a Brasil habrá muchos enfermos. No podemos estar sin el avión.

Cómo asegurarle que la guerra no llegaría, que lo peor que iba a suceder era la precipitación radiactiva, y que para eso aún faltaban varias semanas...

Una idea surgió en su mente. Si Jexon podía hacer eso...

—Padre —dijo—. ¿Puedo pedir prestado el avión? Sólo lo necesitaré algunos días. Después se lo devolveré. Puede quedarse con casi todo mi dinero, y les daremos un segundo avión como obsequio unas cuantas semanas más tarde.

El sacerdote miró fijamente río abajo.

—¿Es por la guerra que lo desea?

—No —dijo Wentik— No es por la guerra. En todo caso, lo que puedo hacer acortará la guerra.

—¿Acortará la guerra?

Wentik asintió. Durante la noche había elaborado una especie de plan provisorio: usar el avión para volver de alguna manera a Inglaterra. La búsqueda de Jexon le pareció trivial comparada con sus nuevos sentimientos. Pero frente a la severidad simple, absorta, del sacerdote, sabía que debía seguir adelante.

—Yo puedo pilotarlo hasta... hasta hallar a un hombre que trabaja para los norteamericanos. Si logro detener su trabajo, la guerra será menos rigurosa.

—¿Usted no es norteamericano?

—No. Soy británico.

—Y ese hombre... ¿Dice que es norteamericano?

—Es nigeriano.

El sacerdote asintió lentamente.

—Yo soy Belgique. De Bélgica. ¿Son los norteamericanos muyperversos?

—No —dijo Wentik—. Esta guerra no es culpa de nadie. Es inevitable— (... del mismo modo que el tiempo es inexorable, y así es la sucesión de los hechos).

El sacerdote dijo de repente:

—Aguarde aquí.

Se precipitó hacia la misión, y desapareció en el interior. Wentik quedó solo diez minutos en el prado que descendía hacia el río, contemplando el avión azul y blanco que subía y bajaba ante su amarra en el río.

El padre volvió y dijo:

—¿Nos devolverá el avión en una semana?

—Sí.

—¿Y hará que tengamos otro?

—Sí.

—Entonces cójalo. No deseamos dinero.

—Pero puedo darles treinta mil dólares.

El sacerdote negó con la cabeza resueltamente.

—Es dinero norteamericano.

—No —dijo Wentik, imaginando el dinero yaciendo en las bóvedas de un arruinado banco de Washington doscientos años antes de que los brasileños lo encontraran—. Es de Brasil. Fue convertido en... dólares, porque pensamos que sería aceptable.

El sacerdote pareció dudar.

—Cójalo —insistió Wentik—. Construirá otro hospital, quizá.

—¿Por qué desea dárnoslo?

—Estoy desesperado —dijo Wentik—. Necesito el avión, y ustedes pueden usar el dinero; acéptenlo, por favor —cogió la bolsa de su espalda y la dejó caer en el prado. Sacó el dinero y lo expuso en la hierba en una pila perfecta. Otro hombre había salido de la misión y se hallaba de pie con el padre.

—Este es el padre Molloy —dijo el sacerdote—. El le enseñará a manejar el avión.

Tres horas más tarde, el mismo Wentik despegaba con el avión desde el río y lo dirigía hacia el sur.

Le había costado buena parte del tiempo intermedio reaclimatarse a pilotar un avión ligero. La mayoría de sus horas de vuelo en el pasado habían sido en un pequeño aparato de club, pero tenía alguna experiencia con un Cessna bimotor que en esencia era idéntico a ése.

El manejo efectivo del avión era lento e insensible, en parte debido a los enormes flotadores unidos al tren de aterrizaje, y en parte debido a la pesada carga de combustible que Wentik llevaba a bordo. El padre Molloy le había acompañado en varios despegues y aterrizajes experimentales hasta quedar satisfecho del dominio que Wentik había alcanzado.

Wentik había estimado que la distancia media entre Brasil y la Antártida era de alrededor de ocho mil kilómetros. Tenía combustible suficiente para llegar al menos hasta Río Grande, siempre que pudiera aterrizar en alguna parte y repostar de los tambores de repuesto que llevaba a bordo. Los padres le aseguraron que en Río Grande podría obtener más. A partir de ahí, Wentik tendría que valerse por sí solo.

En la Concentración existían inmensa provisiones de combustible para la pista, y Wentik confiaba en que lograría encontrar bastante para el viaje de vuelta.

Al cabo de unos minutos de despegar vio el distrito Planalto. Y por primera vez, lo vio como un círculo completo tajado en la selva. Jexon había cumplido: el regreso al futuro estaba ahí, aguardándolo.

Apenas pudo distinguir la cárcel como un puntito negro dentro del círculo. Estaba muy alejada.

Wentik siguió volando hacia el sur.

Una hora antes del anochecer vio un amplio lago, y amaró ahí. Había poca vegetación en el lugar, y ningún signo de habitación. Sin embargo, aseguró el avión con la pesada ancla colgante dispuesta a cien metros de la costa. Luego se arrastró hasta las alas con los tambores de combustible, e inició la tarea laboriosa del llenado a mano, lo que le llevó casi dos horas. Hacía frío, y cuando terminó estaba a oscuras.

Temblando, volvió a la cabina, se preparó la cena en la cocina portátil, después se tumbó en una de las literas y se durmió.

Despertó con la primera luz, para descubrir un temporal que se estaba formando hacia el este. Un vasto cúmulonimbo, que se extendía estruendosamente hacia la estratosfera con bamboleantes protuberancias blancas y que desembocaba en una maravillosa cabeza en forma de yunque, se hallaba a menos de ocho kilómetros. Wentik se lavó rápidamente, pasó por alto el desayuno y enseguida estuvo en el aire.

Había otras nubes similares en la región, que Wentik intentó evitar. Volando bajo, y a veces desviándose algunos kilómetros para alejarse de las impredecibles corrientes de aire de las nubes —en el extraño y pesado avión se sentía casi incapaz de volar de otro modo que no fuera avanzar en línea recta—, le costó prácticamente toda la mañana llegar a la costa.

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