De pronto, Jexon le tocó un brazo y señaló hacia abajo por la portilla.
—Mire, estamos llegando a la región despejada.
Debajo de ellos la jungla se aclaraba poco a poco hasta la irregular tierra de maleza que Wentik había observado antes en el perímetro del distrito Planalto. El científico miró a lo lejos, pero la neblina pertinaz en esa región le impedía ver con claridad lo que había delante.
—Es hora de pensar en las máscaras, creo —dijo Jexon.
Extendió su brazo hacia atrás y acercó el equipo de oxígeno portátil. En tanto se evitara respirar el aire contaminado, era posible actuar con total libertad y sin otra protección en las zonas afectadas.
—Creo que yo no tengo que preocuparme —dijo Wentik—. He sobrevivido aquí antes.
—Lo que usted quiera —replicó Jexon—. Pero yo no iría por aquí sin una máscara.
—Usted no es inmune.
—No. Pero tampoco sabe usted cuánto tiempo lo será.
—Estaré bien.
Parte de la verdad era que Wentik aborrecía la sensación de la máscara de goma en su cara. Por más racionalmente que intentara considerarlo, su tendencia a un tipo peculiar de claustrofobia era más manifiesta si su respiración normal se alteraba de algún modo, aun cuando las máscaras de Jexon cubrían sólo la nariz y dejaban la boca libre para hablar. Hasta ese punto, su sensación de inmunidad al gas era sólo una excusa. Pero además, intuía que su inmunidad era permanente.
En la cabina, los dos pilotos se pusieron rápidamente las máscaras y conectaron la provisión de oxígeno. Wentik reflexionó sobre la seriedad con que esas personas se tomaban los efectos del gas, y se preguntó qué suerte recaería sobre él si se hiciera público en Sao Paulo que era parcialmente responsable de su creación.
El avión estuvo sobre la cárcel menos de dos minutos después, e inició un lento y amplio periplo en torno al edificio. Los cuatro hombres a bordo se pusieron a examinar la superficie en busca de algún rastro de los hombres de Astourde, pero sin ningún resultado.
La señal negra donde los restos carbonizados de la cabaña laberinto rompían la uniformidad del verde oscuro del rastrojal trajo a Wentik un recuerdo punzante, desagradable, de la muerte de Astourde, y apartó la mirada bruscamente.
—¿Qué cree? —dijo a Jexon— ¿Están dentro de la cárcel, o es más probable que se hayan ido?
—¿Quién puede afirmarlo? —su voz era ligeramente nasal y amortiguada, a causa de la máscara—. No habrá norma alguna en sus actos.
Se inclinó y tocó el hombro del piloto.
—Quede en suspenso delante del edificio. Si están dentro saldrán a investigar.
El piloto asintió, e hizo que el avión girara hacia donde el helicóptero seguía aparcado. Al menos no han volado a ninguna parte, pensó Wentik.
El piloto suspendió el descenso a quince metros del suelo, y lo mantuvo estacionario. Los cohetes de suspensión en la panza del avión adoptaron un rugido agobiante que sacudió la nave entera y que debía producir un ruido ensordecedor audible en cualquier parte de la cárcel. Jexon y Wentik contemplaron la puerta principal.
Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió, y los hombres aparecieron.
Salieron juntos, alzando los ojos cautelosamente hacia el avión!. Ni uno solo de ellos llevaba arma alguna de ningún tipo. Caminaron hasta situarse a veinticinco metros por debajo del avión, y allí se quedaron.
—¿Puede alcanzarlos desde aquí? —preguntó Jexon al piloto.
—Déjelo por mi cuenta —respondió el hombre.
Curioso por ver qué sucedería, Wentik observó a los individuos que estaban en tierra. Sin aviso, una nube de vapor amarillo fue emitida desde el costado del avión hacia abajo. Parte de la nube cayó en la poderosa corriente de salida de los motores y arrojada lejos del avión y en torno a los hombres. Unos cuantos intentaron retroceder, pero en pocos segundos el grupo estaba envuelto por el vapor, fuera de la vista.
—Aterrice —dijo Jexon al piloto.
Wentik tuvo la sensación de caer cuando la nave se inclinó de nariz. A diferencia de un helicóptero, que toma tierra en una postura de ligera elevación de la nariz, el avión de despegue y aterrizaje vertical adoptó un ángulo de inclinación en su proa. Mientras la nave se posaba en los rastrojos, el chorro de los cohetes expelió el resto del vapor. Wentik pudo ver que los hombres yacían inconscientes.
—Es casi instantáneo en su acción —dijo Jexon—, pero muy moderado. Cuando despierten ni siquiera tendrán un dolor de cabeza.
Wentik recordó que después de su experiencia con el vapor había podido consumir un tazón de sopa sazonada casi inmediatamente.
En cuanto los motores callaron, los cuatro hombres del avión se levantaron y bajaron a la compuerta. El piloto la abrió y saltaron al rastrojal.
Wentik contempló la cárcel, una forma negra que obstruía el sol. Era sólo un edificio; todo atributo de amenaza que Wentik sentía por ella procedía de su inconsciente, no de algún detalle de la arquitectura.
—¿Están aquí todos los hombres? —le preguntó Jexon.
Wentik los miró. A contar cabezas, pensó. Eran doce.
—Sí —respondió.
—Excelente —Jexon hizo una señal al piloto y al otro individuo, que se inclinaron y levantaron con cuidado al primer hombre inconsciente para llevarlo al avión—. Deje la tarea para ellos. ¿Puede llevarme a la celda del transmisor de Poder Directo?
Wentik afirmó con la cabeza y condujo a Jexon a través de la entrada principal, a lo largo del túnel estrecho y por el tramo de escaleras hasta el primer piso de la cárcel.
Mientras recorrían el corredor, pasando la celda que Wentik había habitado al comienzo, el científico dijo:
—¿Ha estado alguna vez aquí?
—Una vez. Hace varios años, poco después de que fuera clausurada —observó las celdas por las que pasaban—. Comprendo que Musgrove se contaminara, ahora que estoy aquí. Todo parece absolutamente normal. Uno se siente tentado a quitarse la máscara.
—Depende del punto de vista, supongo —dijo Wentik—. Yo encuentro sobrecogedora la atmósfera de la cárcel.
—No comprendo el motivo.
—Usted no ha estado nunca como prisionero.
El otro no dijo nada a esto, y siguieron andando. Al llegar a la estrecha escalera que llevaba al viejo despacho de Astourde, Wentik se puso delante otra vez. Tuvo el impulso de subir los escalones de dos en dos, pero Jexon, agobiado por los cilindros y los años, ascendía con más serenidad. Mientras atravesaban el segundo pasillo hacia la celda donde estaba la máquina, Wentik preguntó:
—Cuando encuentre a N'Goko, ¿dónde me recogerán?
—Aquí en la cárcel.
—¿Y cómo he de volver al distrito Planalto?
—Se lo explicaré en un momento. Tiene el dinero que le entregué. Gaste todo lo que tenga que gastar para regresar con N'Goko. Es probable que yo no esté aquí, pero me aseguraré de que esté uno de los del avión.
Wentik asintió, luego se sobresaltó un poco cuando una punzada de dolor perforó sus sienes.
Jexon había dicho: "... aparecen dolores de cabeza o migrañas...”
Meneó la cabeza rápidamente. Se trataba de la sensación opresiva que la cárcel inducía en él. Nada más.
Llegaron a la celda, y Jexon empujó la puerta con un esfuerzo cuando la base chirrió sobre el suelo de cemento. Extendió la mano, encendió la luz, y los dos hombres entraron.
Jexon estaba inclinado sobre el interruptor de la parte trasera de la máquina que estaba dispuesto en el canal de tres posiciones.
—Es éste —dijo—. El punto crucial de todo el funcionamiento, aquí en una palanca.
—Estuve examinándola —dijo Wentik— ¿Para qué sirve?
—Controla el tipo de campo que se genera. No puedo explicarle cómo funciona la máquina, pese a que me lo explicaron una vez. Eso no me preocupa... Estoy más interesado en su utilidad. En esencia, el generador tiene cuatro estados: tres tipos de conexión, por decirlo así, y un tipo de desconexión. Ahora está en desconexión.
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