Dimitri Bilenkin - Operación «Dios cósmico»

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Operación «Dios cósmico»: краткое содержание, описание и аннотация

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Del libro «LA CAJA NEGRA», cuentos de ciencia ficción Los autores: Yuriev, Varshavski, Bilenkin, Kolupaiev, Dnieprov Editorial «Mir», Moscú, 1984

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— Hierbecita, hierbecita verde — susurró—. Sí…

— ¿Quién es? — preguntó Cris sin interés.

— El que nos salvó.

— ¿Quién?

— Más tarde, Cris. Siéntate, Y…

— Vuelve…

— Yo volveré.

No miró a Cris al cerrar la puerta. Se sentía traidor. Pero no había otra salida, era necesario…

Para su gran asombro, nada ni nadie se le interpuso en su camino. Olía a chamuscado, bajo los pies crujía algo, a cada paso tropezaba con cadáveres, pero los vivos no se veían por ninguna parte. Solamente el eco del lejano tiroteo evidenciaba que no todo se había acabado.

La estación de radio estaba en orden, a excepción de las puertecillas de un armario de hierro abiertas de par en par y varios papeles esparcidos por el suelo. Por si acaso Polynov se metió en el bolsillo estas tiras estrechas rellenas de no se sabía qué signos convencionales. El armario estaba vacío, por lo visto, su contenido, durante la alarma había sido escondido en un lugar más seguro. O bien, destruido. Polynov no tenía tiempo para averiguarlo.

Polynov conectó las etapas amplificadoras, puso la selección de onda en la posición «a todos, a todos, a todos» y se puso a esperar. Si ellos fracasaron, el destino de la Tierra depende, en sumo grado, de la firmeza de Cris, una muchacha que nadie conocía.

Pero alguien debe cerrar con su pecho la tronera.

Alguien debe parar las ruedas de la máquina misantrópica. Y éstas todavía seguirán girando. Si no lo hace Huysmans, serán otros quienes intenten conseguir que estas ruedas aplasten la Tierra en el preciso instante en que a la humanidad le parezca que está a punto de despedirse irrevocablemente de la odiosa herencia del pasado. En pos de una aventura van otras, cada vez más encarnizadas, más desesperadas y pérfidas. Los fascistas tienen prisa por ponerse atavíos ajenos, por encubrirse con consignas que odian con el fin de colarse subrepticiamente al corazón palpitante. Se dan prisa, mientras hay armas en los arsenales, dinero en las cajas fuertes, mientras tienen el garrote en las manos y en las imprentas trabajan las obedientes multicopistas. Mientras no se hayan agotado los pozos de esclavitud espiritual, de ignorancia y ceguera. Se aprovechan de cualquier error, de cualquier frase, obstruyen donde pueden los canales de los sentimientos humanitarios, enmasillan cualquier rendija para que no penetre el viento fresco y empañan el pensamiento para que los hombres no vean, no oigan, no atinen de dónde se arrastra hacia ellos la máquina.

A las futuras generaciones les será fácil ponderar los desaciertos y agarrarse con desesperación de la cabeza: como es que sus antecesores mirando no veían, pensando no concebían y luchando no advertían al enemigo tras la espalda. Ellos — pobladores inteligentes y humanos del comunismo— vendrán y juzgarán, esto es ineludible. El propio Polynov pensaba sin temor en el juicio venidero. El fallo lo pronunciarán a la esencia y no a la apariencia, a los hechos y no a las palabras, y debido a ello será justo. No obstante, preocupa el saber que cada proceder tuyo, con el tiempo, recibirá una evaluación exacta; inquieta e impone gran responsabilidad. Es como para envidiar la miseria de aquellos a quienes preocupa tan sólo la condena que se dicte en vida. Pero eso es lo mismo que envidiar a la ameba, pues para ésta no existe futuro y, por lo tanto, no existe la responsabilidad ante ese futuro. Y si uno no quiere convertirse en hombre-ameba, el temor por el mañana existirá y le acompañará hasta el fin de sus días.

Quince minutos expiraron. Quince minutos que, posiblemente, decidieran el destino de millones. La luz no se encendió.

Inesperadamente para sí, Polynov no sintió desesperación, sino indiferencia. Demasiadas pruebas para una sola persona. Demasiadas. Para él era el límite. Se sentía cansado.

No obstante, se obligó a atrancar mejor la puerta. No todo se ha perdido con la muerte de Cris, trató de darse ánimo a sí mismo. Tarde o temprano alguien conectará la corriente. Y entonces, si antes no le descubren y no le matan, tendrá tiempo para poner en alerta a la Tierra. No importa ya lo que ocurra después.

No dudaba de que Cris no existía ya.

A pesar de todo, la luz se encendió. Una luz parpadeante, opaca, débil. Polynov observó aturdido la palpitación de las lucecitas de neón de los aparatos conectados. Se percataba de que éste era el fin. Con esa tensión en la red alimentadora era imposible mandar el radiograma.

Un golpe ensordecedor estremeció la puerta.

— ¡¡¡Ríndanse!!!

La barricada erigida con mesas y sillas crujió.

Polynov se sentó y levantó el lighting que le pareció más pesado. Evaluó automáticamente el espesor de la puerta, apuntó y apretó con suavidad el gatillo.

El rayo no salió.

Todo se nubló ante los ojos de Polynov. Sacudía sañudamente la inútil arma, como si pudiera corregir su falta y devolver al lighting la carga gastada en la batalla. La puerta, con crujidos, se entreabría, haciendo cederá la barricada.

Blandiendo el lighting a guisa de garrote Polynov se lanzó al encuentro del cañón que asomaba por la rendija, para derribarlo antes de que éste escupiese muerte.

En el último instante el psicólogo vio ante sí el pálido rostro de su enemigo…

— ¡Polynov! — gritó desesperadamente éste. Polynov sintió cómo se le aflojaban las manos.

— Mauricio…

Un segundo después, riéndose nerviosamente, se estrecharon en un fuerte abrazo.

— Y yo que por poco te…

— Pues yo también…

— Ay, ¡dios mío! Polynov.

El psicólogo fue el primero en volver en sí.

— ¡¿De modo que hemos vencido?!

Mauricio, desconcertado, miró a Polynov.

— Quisiera yo saberlo… Mi grupo pereció. Todos.

— Entonces — Polynov volvió a tensarse como el muelle—. Está claro. ¿Conoces de radio?

— ¡Cómo no! Soy el radiotelegrafista del «Antinoo».

— Quédate aquí. Y yo iré al compartimiento energético. Procuraré arreglar la alimentación de la corriente. Si lo consigo, manda un radiograma a la Tierra, ¡sin demoras!

— Entendido. El lighting, ¡has olvidado tu lighting!

— ¿Este recuerdo de mi estupidez?

Mauricio lo comprendió todo.

Polynov cogió el arma del primer muerto que encontró.

Las paredes, el suelo y los techos de los pasillos estaban surcados por los rayos fulminadores. En la luz centelleante brillaban los cascos de vidrio. Lo que más extrañó a Polynov fue un botón que se había fundido en el hormigón del techo.

El silencio aturdía. No se percibía ni sonido, ni gemidos, ni movimiento alguno. Ahora que la luz se había encendido, todo lo vivo se ocultó, permaneciendo al acecho, pues nadie sabía quién era el vencedor y quién el vencido.

Pero apenas Polynov dobló la esquina dirigiéndose al compartimiento energético, de un nicho emergió una sombra. El guardia cayó de rodillas y el precipitado disparo de Polynov atravesó el vacío.

— ¡No me castigues, señor, no me castigues!

— ¿Amín? — Polynov bajó el lighting.

— ¡Sí, soy yo, yo! Me has prometido…

— ¡En pie! ¡Coge el arma! ¡No dejes acercarse a nadie! ¡Dispara sólo contra los guardias!

— A sus órdenes… Yo sirvo a… Gregory —¡puf! — . Está muerto. ¡Le maté! ¡Maté a muchos!

— Está bien, está bien, más tarde…

A la entrada del compartimiento, abrazados como hermanos, yacían dos: el majestuoso profesor de cosmología Jerry Clarke, de cabellera blanca, pasajero del «Antinoo», y Gregory. Fueron derribados por un mismo rayo.

Polynov, apresuradamente, pasó por encima de los muertos. Abrió de un tirón la puerta.

Vio a Cris recostada sobre el pupitre, vio la pistola que temblaba en sus manos, vio la boca del cañón que le apuntaba…

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