— No hay nada más fácil — dijo Aguerra añadiendo mientras contenía una sonrisa -: Estás en la ciudad ideal para ello, ¿sabes? Aquí se te puede perdonar todo lo que te preocupe. ¿Es algo lo suficientemente terrible que merezca la atención del Papa?
Francis enrojeció y agitó la cabeza.
— ¿Qué te parece el Gran Penitenciario? Si estás arrepentido, no sólo te absolverá, en el trato te dará un palo en la cabeza.
— Es que… se lo pido a usted, monseñor — tartamudeó el monje.
— ¿A mí? ¿Por qué? No soy nadie importante. Aquí estás en una ciudad llena de birretes rojos y quieres confesarte con Malfreddo Aguerra.
— Es que… es que ha sido usted el abogado de nuestro patrono — explicó el monje.
— Comprendo. Escucharé tu confesión. Pero ya sabes que no puedo absolverte en nombre de tu patrono. Tendrá que ser, como de costumbre, en el de la santísima Trinidad. ¿Será suficiente?
Francis tenía poco que confesar, pero su corazón había estado mucho tiempo agitado — bajo la incitación de dom Arkos — por el temor de que su descubrimiento del refugio hubiese dificultado el caso del santo. El postulador de Leibowitz le escuchó, consoló, le dio la absolución en la basílica y después le acompañó por aquella vieja iglesia. Durante la ceremonia de canonización y la misa que le siguió, el monje había notado únicamente el majestuoso esplendor del edificio. Ahora, el viejo monseñor le mostró la desmoronada obra de albañilería, los lugares que necesitaban ser reparados y la penosa condición de algunos de los viejos frescos.
De nuevo tuvo una visión fugaz de una pobreza velada por la dignidad. En aquella época la Iglesia no era rica.
Finalmente, Francis quedó en libertad de abrir su paquete. Contenía una bolsa, y en ella había dos monedas de oro. Miró a Malfreddo Aguerra. Monseñor sonrió.
— Dijiste que el ladrón te ganó la conmemoración en un combate, ¿no es así? — preguntó Aguerra.
— Sí, monseñor.
— Bien, aunque te vieses forzado a ello, tú mismo decidiste luchar, ¿verdad? ¿Aceptaste su reto?
El monje asintió.
— Entonces no creo que sea justificar un mal acto si la compras a la vuelta. — Dio unos golpecitos en la espalda del monje y le bendijo. Era hora de partir.
El pequeño conservador de la llama del conocimiento salió a pie hacia su abadía. El viaje duraría días y semanas, pero su corazón palpitaba al acercarse al escondite del ladrón. «Haz con ello lo que gustes», había dicho el papa León refiriéndose al oro. No sólo esto, el monje tenía ahora, además de la bolsa, una respuesta a la burlona pregunta del asaltante. Pensó en los libros de la sala de audiencias, esperando allí su nuevo despertar.
El ladrón, sin embargo, no estaba emboscado en el lugar como Francis había esperado. Había huellas recientes en el sendero, pero lo cruzaban y no había rastro del hombre. El sol se filtraba a través de los árboles para cubrir el suelo con reflejos en forma de hoja. El bosque no era denso, pero ofrecía sombra. Se sentó al lado del camino para esperar.
Un búho silbó al mediodía desde la relativa oscuridad de las profundidades de algún arroyo distante. Los buitres daban vueltas en un retazo de azul sobre la copa de los árboles. Aquel día el bosque parecía pacífico. Al escuchar medio dormido el cantar de los gorriones entre unos arbustos cercanos, pensó que no le importaba que el ladrón apareciese aquel día o al siguiente. Su viaje era tan largo, que sería agradable quedarse reposando todo un día mientras le esperaba. Se sentó observando a los buitres. A veces miraba el camino que conducía a su distante hogar en el desierto. El ladrón había escogido un punto perfecto para su cubil. Desde allí se podía observar más de un kilómetro del camino en cualquier dirección y permanecer oculto en el bosque.
A lo lejos, algo se movía en el camino.
El hermano Francis protegió sus ojos del sol con las manos y estudió el movimiento distante. Había una zona soleada en el sendero, donde un fuego de arbustos había aclarado varios acres de terreno alrededor de la senda que conducía al sudoeste y que rielaba bajo un espejo de calor en la región en la que reinaba el sol. No podía ver con claridad debido a los reflejos brillantes, pero en medio del camino se distinguía movimiento: una iota negra que se arrastraba. A veces parecía tener cabeza y a veces desaparecía totalmente en el velo producido por el calor; pero a pesar de todo pudo darse cuenta de que poco a poco se acercaba. En un momento en que el borde de una nube ocultó el sol, el débil resplandor del calor se debilitó durante unos segundos; sus ojos, cansados y miopes, llegaron a la conclusión de que la iota serpenteante era un hombre, aunque estaba demasiado lejos para poder ser reconocido. Se estremeció. Algo en la iota era demasiado familiar.
Pero no, no podía de ningún modo ser aquel viejo.
El monje hizo la señal de la cruz y empezó a pasar las cuentas de su rosario mientras sus ojos permanecían fijos en aquella cosa distante en el rielar del calor.
Mientras estuvo esperando allí la llegada del ladrón, una discusión se había suscitado más arriba en la ladera de la colina. El debate conducido por susurrantes monosílabos duró casi una hora. Ahora había terminado. Dos — Capuchas había sido vencido por Una — Capucha. Juntos, los «hijos del Papa» salieron sigilosamente por detrás de su mata de abrojos y se arrastraron colina abajo.
Avanzaron hasta llegar a unos diez metros de Francis antes que una piedra sonase. El monje estaba murmurando la tercera avemaría del cuarto misterio glorioso del rosario cuando miró a su alrededor.
La flecha le dio limpiamente entre los ojos.
— ¡Comemos! ¡Comemos! ¡Comemos! — gritaron los «hijos del Papa».
En la senda, hacia el sudoeste, el viejo vagabundo se sentó en un tronco y cerró los ojos para descansarlos del sol. Se abanicó con un maltrecho sombrero de paja y masticó sus hojas aromáticas. Hacía mucho que deambulaba. La búsqueda parecía no tener fin, pero siempre existía la promesa de encontrar lo que buscaba pasada la siguiente colina o detrás de la curva en el camino. Cuando terminó de abanicarse, se puso de nuevo el sombrero y se rascó la hirsuta barba mientras, parpadeando, miraba el paisaje. En la ladera que estaba frente a él se hallaba un pequeño bosque que no había sido quemado. Ofrecía sombra, pero sin embargo el vagabundo se quedó sentado al sol observando a los curiosos buitres. Se habían reunido y sobrevolaban el bosque a muy baja altura. Uno de los pájaros se atrevió a descender entre los árboles, pero pronto estuvo de nuevo a la vista, quedó un momento aleteando débilmente hasta que encontró una columna de aire que se elevaba, y entonces ascendió planeando. Los negros huéspedes de la carroña parecían estar gastando más energía que de costumbre en batir las alas. Generalmente se elevaban conservando sus fuerzas. Ahora barrían el aire sobre la ladera como si estuviesen impacientes por posarse en tierra.
Mientras los buitres permanecieron interesados, pero indecisos, el vagabundo hizo lo mismo. En aquellas colinas había jaguares. Detrás del pico había cosas peores que estos animales, y a veces merodeaban lejos de su hogar.
El vagabundo esperó. Finalmente los buitres descendieron entre los árboles. Esperó otros cinco minutos. Después se levantó y renqueando fue hacia la mancha del bosque, dividiendo su peso entre su pierna maltrecha y su bastón.
Al poco rato entraba en la zona boscosa. Los buitres estaban ocupados sobre los restos de un hombre. El vagabundo ahuyentó a los pájaros con su garrote e inspeccionó los restos. Faltaban importantes partes. Una flecha le cruzaba el cráneo formando un bulto en su nuca.
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