Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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El hermano lo miraba con un silencio atónito. Que el asaltante confundiese la sagrada reliquia con la copia le había sorprendido demasiado para poder replicar.

Todavía riendo, el ladrón tomó ambos documentos en sus manos y se preparó para partirlos por la mitad.

— Jesús, María y José! — gritó el monje cayendo de rodillas en el camino —. ¡Por el amor de Dios, señor!

El atracador tiró los papeles al suelo.

— Lucharé contigo por ellos — se ofreció deportivamente —. Éstos contra mi cuchillo.

— De acuerdo — dijo Francis impulsivamente, pensando que una lucha le daría por lo menos al cielo la oportunidad de intervenir de un modo discreto.

«Oh, Dios, que fortaleciste a Jacob para que venciese al ángel en la roca…»

Se prepararon para la lucha. El monje se persignó. El asaltante se quitó el cuchillo del cinto y lo tiró junto a los papeles. Empezaron a dar vueltas.

Tres segundos más tarde, el hermano se encontraba gruñendo tendido bajo una pequeña montaña de músculos, su espalda contra el suelo. Una piedra puntiaguda parecía taladrarle la espina dorsal.

— Je, je — rió el ladrón, y se levantó para reclamar su cuchillo y sus documentos.

Con las manos unidas como si rezase, el hermano Francis se arrastró tras él de rodillas rogando a voz en cuello:

— ¡Por favor, entonces quédese sólo con una, no con las dos! ¡Por favor!

— Ahora tendrás que comprarlas — dijo socarronamente —. Las he ganado legalmente.

— No tengo nada, soy pobre.

— Está bien, si es verdad que te interesan tanto, obtendrás el oro. Dos monedas, éste es el precio del rescate. Tráelas aquí cuando quieras. Yo esconderé tus cosas en mi choza. Si las quieres, trae el oro.

— Pero es que son importantes para otra gente, no para mí. Se las llevaba al Papa. Quizá paguen porque tiene mayor importancia, pero tiene que dejarme la otra para podérsela enseñar. No tiene ningún valor.

El ladrón rió despreciativo.

— Se diría que me besarías las botas por tenerla.

El hermano Francis se le aferró y besó sus botas con fervor. Aquello resultó ser demasiado hasta para un tipo como el ladrón. Apartó al monje con el pie, separó los dos documentos y le lanzó uno a la cara con una maldición. Subió al asno y empezó a trepar por el declive rumbo a los arbustos. Francis se apoderó del precioso documento y caminando tras el asaltante se lo agradecía profusamente y cubría de bendiciones mientras el hombre llevaba al asno hacia los encapuchados arqueros.

— ¡Quince años! — bufó, y de nuevo apartó al hermano con el pie —. ¡Lárgate! Agitó en lo alto el colorido pergamino a la luz del sol —. Recuerda, con dos monedas de oro recobrarás tu recuerdo. Y dile a tu Papa que la gané en justicia.

Francis se detuvo. Bendijo al bandido en retirada y en voz baja alabó a Dios por la existencia de ladrones tan generosos y capaces de cometer un error tan craso. Acunó amorosamente la heliografía original mientras avanzaba penosamente por el camino. El ladrón les mostraba con orgullo la hermosa conmemoración a sus compañeros mutantes de la colina.

— ¡Comernos! ¡Comemos! — dijo uno de ellos dándole golpecitos al asno.

— Montamos, montamos — le corrigió el ladrón —. Comeremos más tarde.

Cuando el hermano Francis se hubo alejado, una gran tristeza le embargaba. La voz burlona resonaba todavía en sus oídos: «¡Quince años! ¿Esto es lo que hacéis allí? ¡Quince años! ¡Un trabajo de mujer! Ja, ja, ja…».

El ladrón había cometido un error, pero de todas formas quince años habían desaparecido y con ellos todo el amor y tormento que había puesto en la conmemoración.

Habiendo estado enclaustrado, Francis había perdido contacto con las costumbres del mundo exterior, de sus modales duros y actitudes bruscas. Su corazón quedó profundamente herido por la burla del ladrón. Recordó la mofa más gentil del hermano Jeris en los primeros tiempos. Quizás el hermano tenía razón.

Bajó la encapuchada cabeza y comenzó a caminar lentamente. Por lo menos quedaba la reliquia original. Por lo menos.

11

La hora había llegado. El hermano Francis, ataviado con su sencillo hábito de monje, nunca se había sentido menos importante que en el momento en que se arrodilló en la majestuosa basílica antes de comenzar la ceremonia. Los movimientos pausados, los torbellinos de vivo color, los sonidos que acompañaban a los ceremoniosos preparativos de la celebración parecían tener ya espíritu litúrgico, y hacían difícil comprender que todavía no ocurría nada importante. Obispos, monseñores, cardenales, sacerdotes y diversos funcionarios legos, en elegantes y anticuadas vestimentas, iban de un lado para otro en la gran nave; pero sus ¡das y venidas eran como una maquinaria ágil que nunca se detenía, tropezaba o cambiaba de idea para salir apresuradamente en otra dirección.

Un sampetrius entró en la basílica. Iba tan grandiosamente ataviado, que al principio Francis confundió al trabajador de la catedral con un prelado. Llevaba un escabel y lo hacía con una pompa tan sencilla que el monje, de no haber estado arrodillado, lo habría hecho al pasar el objeto frente a él. El sampetrius flexionó una rodilla ante el altar mayor y después fue hacia el trono papal, donde puso el nuevo escabel quitando uno que parecía tener una pata suelta; hecho esto, se fue por donde había venido. El hermano Francis se maravilló ante la estudiada elegancia de movimientos que acompañó a un acto tan trivial. Nadie tenía prisa. Nadie se entretenía o titubeaba ni se producía ningún gesto que no contribuyese quietamente a la dignidad y avasalladora belleza de aquel antiguo lugar. Hasta las inmóviles estatuas y los cuadros parecían tomar parte en ello. Aun el susurro de la propia respiración parecía ser suavemente devuelto por el eco de los distantes ábsides.

Terribiles est locus iste: hic domus Dei est, et porta caeli; ¡terrible en verdad, la casa de Dios, puerta del cielo!

Pasado un rato vio que algunas de las estatuas tenían vida. Había una armadura cerca de la pared, a unos metros a su izquierda. Su puño de malla sostenía el mango de una brillante hacha de combate y ni tan sólo la pluma de su casco se había agitado durante el tiempo que el hermano Francis permaneció arrodillado allí. Doce armaduras idénticas se hallaban situadas a lo largo de la pared a distancias regulares. Sólo después de ver un tábano arrastrarse a través de la visera de la «estatua» que estaba a su izquierda, sospechó que la guerrera envoltura contenía un ocupante. Sus ojos no notaron ningún movimiento, pero la armadura produjo algunos chasquidos metálicos mientras dio albergue al tábano.

Aquellos eran, pues, los guardias papales, tan renombrados en las batallas caballerescas: el pequeño ejército privado del Primer Vicario de Dios.

Un capitán de la guardia pasaba majestuosamente revista a sus hombres. Por primera vez, la estatua se movió: alzó su visera en señal de saludo. El capitán se detuvo pensativamente y antes de seguir la inspección empleó su pañuelo para apartar el tábano de la frente de aquel rostro inexpresivo que permanecía inmutable en el interior del casco. La estatua bajó su visera y recobró su inmovilidad.

El decorado mayestático de la basílica se vio brevemente destruido por la entrada de una multitud de peregrinos. Estaban bien Organizados y eficientemente dirigidos, pero era evidente que eran extraños al lugar. La mayoría de ellos dio la impresión de dirigirse de puntillas a su sitio, cuidando de no hacer ningún ruido y moverse lo menos posible, a diferencia de los sampetrii y el clero neorromano, que se movían y hacían ruido de modo elocuente. Aquí y allá, entre los peregrinos, alguien tosía o tropezaba.

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