Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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Antes de abandonar la abadía, el advocatus diaboli, como el abogado del santo antes que él, se detuvo en el scriptorium y pidió ver la conmemoración en colores de la heliografía de Leibowitz («aquella terrible incomprensibilidad», como la llamó Flaught). Aquella vez las manos del monje no temblaron de ansiedad sino de miedo; una vez más, podía verse obligado a abandonar el proyecto. Monseñor Flaught observó en silencio la piel de cordero. Tragó saliva tres veces y, finalmente, se obligó a asentir.

— Tu imaginación es viva — admitió —. Pero esto ya lo sabíamos, ¿verdad? — Hizo una pausa —. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas en ello?

— Seis años, monseñor, aunque de modo intermitente.

— Comprendo. Según veo, deberás trabajar los mismos años para poderlo terminar.

Inmediatamente los cuernos de monseñor Flaught disminuyeron un par de centímetros y sus colmillos desaparecieron por completo. Aquella misma noche salió hacia Nueva Roma.

Los años transcurrieron lentamente, marcaron las caras de los jóvenes y encanecieron sus sienes. La labor perpetua del monasterio continuó, atronando todos los días al cielo con el mismo himno del Divino Oficio, proveyendo diariamente al mundo con un lento fluir de manuscritos copiados y vueltos a copiar, cediendo ocasionalmente clérigos y escribanos al episcopado, los tribunales eclesiásticos y a los pocos poderes seglares que los solicitaban. El hermano Jeris ambicionaba construir una prensa de imprimir, pero al saberlo, Arkos rechazó el plan: no había ni el papel suficiente ni la tinta necesaria, y en un mundo satisfecho de su incultura no se necesitaban libros a buen precio. Debido a ello, la sala de copias siguió con sus botes y plumas.

Durante la Festividad de los Cinco Santos Inocentes, un mensajero del Vaticano llegó con alegres nuevas para la orden. Monseñor Flaught había retirado todas sus objeciones y hacía penitencia ante una imagen del beato Leibowitz. El caso de monseñor Aguerra había sido aprobado y el Papa había ordenado la presentación de un decreto en el que recomendaba la canonización. La fecha para la proclamación formal había sido señalada para el siguiente Año Santo y coincidiría con la llamada a Consejo General de la Iglesia con el propósito de efectuar una cuidadosa reestructuración de la doctrina referente a la limitación del magisterium a los hechos de fe y moral. Era una cuestión muchas veces tratada en la historia; pero en cada país parecía resurgir con nuevas formas, especialmente en aquellos períodos oscuros en que los «conocimientos del hombre» acerca del viento, las estrellas y la lluvia eran realmente la única creencia. Durante este Consejo, el fundador de la Orden Albertiana sería inscrito en el calendario de los santos.

Una temporada de regocijo en la abadía siguió a aquel anuncio. Dom Arkos, encanecido por la edad y cercano ya a la senectud, llamó al hermano Francis a su presencia y jadeando dijo:

— Su Santidad nos invita a Nueva Roma para la canonización. Prepárate a partir.

— ¿Yo, reverendo padre?

— Tú solo. El hermano farmacéutico me prohíbe viajar y no estaría bien que el padre prior marchase estando yo enfermo. No me vengas ahora con desmayos — dijo plañideramente dom Arkos —. Lo más probable es que obtengas más crédito del que mereces por el hecho de que la corte haya aceptado la fecha de la muerte de Emily Leibowitz como probada de modo definitivo. De todas maneras, Su Santidad te ha invitado. Te sugiero que le des gracias a Dios y no te atribuyas ningún mérito.

El hermano Francis se tambaleó.

— ¿Su Santidad…?

— Sí. Enviaremos al Vaticano la heliografía original de Leibowitz. ¿Qué te parece si te llevas tu versión conmemorativa en colores como regalo personal al Santo Padre?

— Ah… — dijo Francis.

El abad lo reanimó, lo bendijo, lo llamó buen simple y lo envió a llenar su zurrón.

10

El viaje a Nueva Roma requería, por lo menos, tres meses y quizá más. El tiempo dependía en cierto modo de la distancia que Francis pudiese cubrir antes de que la inevitable banda de ladrones le privase de su asno. Viajaría solo y sin armas, únicamente con su zurrón y escudilla de mendicante, además de la reliquia y la copia en color. Rezó para que los ladrones ignorantes no supiesen qué hacer de esta última; porque, en realidad, entre los asaltantes del camino había a veces ladrones amables que sólo robaban lo que tenía valor para ellos y le permitían a su víctima conservar la vida, la integridad física y los efectos personales. Otros eran menos considerados.

Como medida de precaución, se puso un parche negro sobre el ojo derecho. Los montañeses eran muy supersticiosos y a veces huían sólo con la posibilidad del mal de ojo. Así armado y equipado, salió para obedecer la llamada del Sacerdos Magnus, aquel santísimo padre y maestro, el papa León XXI.

Cerca de dos meses después de abandonar la abadía, el monje tropezó con un ladrón en una montaña cubierta de bosques, lejos de cualquier poblado, a no ser el del Valle de los Deformes, que se hallaba a unos pocos kilómetros, detrás de un pico en el oeste y donde, como leprosos, una colonia de monstruos genéticos vivían aislados del mundo. Algunas de estas colonias estaban supervisadas por los hospitalarios de la santa Iglesia, pero el Valle de los Deformes no se contaba entre ellas. Los mutantes que consiguieron escapar de morir en manos de las tribus de los bosques, hacía siglos que se congregaban en el lugar, y sus filas se veían continuamente aumentadas por cosas que se retorcían y arrastraban, y que acudían allí a refugiarse del mundo. Algunos de ellos eran fértiles y daban a luz, pero a menudo esas criaturas heredaban las deformidades paternas, nacían muertas o no llegaban a la madurez. De vez en cuando el carácter monstruoso tendía a retroceder, y como resultado de la unión de dos mutantes venía al mundo una criatura aparentemente normal. Sin embargo, alguna vez, los vástagos superficialmente «normales» estaban dañados por una deformidad invisible de la mente o del corazón, que les privaba de la esencia de la humanidad, aunque les prestaba su apariencia.

En la misma Iglesia algunos se atrevieron a exponer el criterio de que aquellas criaturas habían sido privadas de la De¡¡mago desde la concepción, que sus almas eran como las de los animales y que por ley natural podían impunemente ser eliminadas como animales y no como hombres. Dios había castigado a las especies con la prole animal, debido a los pecados que casi habían terminado con la humanidad. Algunos, cuya creencia en el infierno nunca les había privado de las demás, no le quitaban a Dios el derecho a valerse de cualquier forma de castigo temporal, sino que consideraban que al arrogarse los hombres el derecho a juzgar cualquier criatura nacida de mujer como no poseedora de la divina imagen, usurpaban el privilegio del cielo. «Hasta el idiota que parece menos inteligente que un perro, un puerco o una cabra será, si es nacido de mujer, portador de un alma inmortal», proclamaba una y otra vez el magisterium. Cuando Nueva Roma hizo varias declaraciones como ésta, pronunciadas para refrenar el infanticidio, los infortunados seres deformes fueron llamados, por algunos, los «sobrinos del Papa» o los «hijos del Papa».

— Dejemos que los que hayan nacido vivos de padres humanos sigan viviendo — había dicho el León anterior —. Dejemos que, de acuerdo con la ley natural como con la ley divina del amor, sean criados como niños y alimentados sea cual fuere su forma y comportamiento, porque es un hecho de la razón que no necesita de la revelación divina que, entre los derechos naturales del hombre, el derecho a la asistencia de los padres para poder sobrevivir se antepone a todos los demás y no puede ser modificado legítimamente por la sociedad o el Estado, excepto hasta donde los príncipes tengan el poder de ejecutar este derecho. Ni las propias bestias de la Tierra actúan de otro modo.

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