Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— ¡Una copia en color! — gritó involuntariamente Francis.

— ¡Oh!

El abad Arkos se encogió de hombros y siguió su ronda. Unos segundos más tarde, el hermano Horner pasó junto a la mesa del aprendiz y vio con sorpresa que Francis se había desmayado.

8

Ante la sorpresa del hermano Francis, el abad Arkos ya no opuso objeción alguna a su interés por las reliquias. Desde que los dominicos aceptaron examinar el asunto, el abad se había tranquilizado, y teniendo en cuenta que la causa de la canonización de nuevo progresaba ligeramente en Nueva Roma, a veces parecía olvidar por completo que algo especial había ocurrido durante la vigilia vocacional de un tal Francis Gerard, AOL, oriundo de Utah y en la actualidad en el scriptorium y sala de copias. El incidente tenía ya once años. Los descabellados comentarios del noviciado referentes a la identidad del peregrino se habían extinguido hacía mucho tiempo. Los novicios de la época del hermano Francis no eran los de la actualidad. Los más nuevos de la reciente promoción de jóvenes nunca habían oído hablar del asunto.

El asunto le había costado al hermano Francis siete vigilias de cuaresma entre los lobos y nunca llegó a considerarlo como muy seguro. Cada vez que hablaba de ello, por la noche soñaba con los lobos y con Arkos. En su sueño, el abad no dejaba de echar carne a los lobos, y la carne era de Francis.

El monje vio, sin embargo, que podía seguir con su proyecto sin ser molestado, a no ser por el hermano Jeris, que seguía burlándose. Empezó a trabajar sobre la piel de cordero. Lo complicado de las espirales y la intensa delicadeza de la incrustación en oro harían que, debido a la brevedad de su tiempo libre, la suya fuese una labor de años; pero en un oscuro mar de siglos, en los que nada parecía ir de prisa, una vida era únicamente un breve remanso aun para el hombre que la vivía. El tedio de los días iguales se sucedía con el de las estaciones repetidas; existían, asimismo, los dolores y las penas, después, hacia el fin de la extremaunción, y para terminar, un momento de vacío — o quizás era mejor decir para empezar —. Entonces la pequeña alma temblorosa, que había, bien o mal, soportado el tedio, penetraría en un lugar de luz y al presentarse ante el justo quedaría prendida por la mirada ardiente de unos ojos infinitamente compasivos. El Rey diría: «Ven», o diría: «Ve», y sólo aquel momento justificaba el tedio de los años. Habría sido difícil creer de otro modo en la era que Francis conocía.

El hermano Sarl terminó la quinta página de su restauración matemática, se desplomó inconsciente sobre su mesa y, unas horas más tarde, murió. Era igual. Sus notas estaban intactas. Quizá después de uno o dos siglos aparecería alguien, las encontraría interesantes y completaría su trabajo. Mientras tanto, se rezaron oraciones por el alma de Sarl.

Después estaba el hermano Fingo y sus tallas de madera. Había vuelto al taller de carpintería hacía un par de años, y de vez en cuando se le permitía esculpir su imagen del mártir aún a medio terminan Como Francis, Fingo sólo tenía, espaciadamente, una hora libre para poder trabajar en su labor particular; la talla progresaba a una velocidad casi imperceptible a menos que se la mirase a intervalos de varios meses. Francis la veía demasiado a menudo para notar su crecimiento. Estaba encantado por la alegría exuberante del carácter de Fingo, y a pesar de darse cuenta de que éste había adoptado sus modales afables para compensar su fealdad, le agradaba pasar sus minutos de descanso, cuando podía tenerlos, viéndole trabajar.

El taller de carpintería olía a una mezcla de pino, cedro, virutas de abeto y sudor. La madera era difícil de obtener en la abadía. A no ser por unas higueras y un par de chopos cercanos a la fuente, la región estaba desnuda de árboles. Era necesaria una expedición de tres días para llegar a la más cercana arboleda enana que pasaba por madera, y los leñadores faltaban a veces una semana de la abadía para volver con algunos mulos cargados de ramas para hacer clavijas, travesaños y, en algunas ocasiones, la pata de una silla. A veces arrastraban un par de troncos para reemplazar una viga rota. Con un abastecimiento tan limitado de madera, los carpinteros tenían que ser a la vez ebanistas y escultores.

A veces, mientras miraba trabajar a Fingo, Francis se sentaba en un banco en un rincón del taller y hacía bocetos, tratando de imaginar los pormenores de la talla que estaban, hasta el momento, sólo a grandes rasgos esbozados en la madera. Las vagas líneas de la cara estaban allí, pero aún cubiertas de esquirlas y con las marcas del cincel. Con sus bocetos, el hermano Francis intentaba anticiparse a las facciones antes de que emergiesen del material. Fingo miraba sus dibujos y reía. Pero a medida que el trabajo progresaba, Francis no podía escapar a la sensación de que la cara de la talla tenía una sonrisa vagamente familiar. La dibujó de aquel modo y la sensación de familiaridad aumentó. Sin embargo, no podía situarla ni recordar quién sonreía con tanta amargura.

— No está mal, de verdad, no está mal — dijo Fingo ante sus dibujos.

El copista se encogió de hombros.

— No puedo quitarme de la cabeza la idea de que lo he visto en algún sitio.

— No por aquí, hermano, no en mis días.

Francis enfermó durante el adviento, y transcurrieron varios meses antes de poder visitar de nuevo la carpintería.

— La cara está casi terminada, Francis — dijo el escultor —. ¿Quieres verla?

— ¡Le conozco! — exclamó Francis ahogadamente, observando aquellos ojos alegres — pero — tristes entrecerrados, el asomo de sonrisa amarga en la comisura de los labios… Había algo demasiado familiar.

— ¿De verdad? ¿De quién se trata? — preguntó Fingo.

— Es…, pues no estoy seguro. Creo que le conozco, pero…

Fingo se echó a reír y le explicó:

— Reconoces tus propios bocetos.

Francis no estaba tan seguro, pero no acababa de situar la cara.

«Vaya, vaya», parecía decir la sonrisa amarga.

Pero el abad la encontró irritante, y aunque permitió que el trabajo fuese terminado, declaró que nunca dejaría que la figura fuese empleada, según se había previsto originalmente, como imagen para ser colocada en la iglesia, si la canonización del beato tenía lugar. Muchos años más tarde, cuando la figura estuvo terminada, Arkos hizo que se la colocase en el pasillo de la sección de huéspedes, pero al poco tiempo la hizo trasladar a su despacho como consecuencia del susto que había causado a un visitante de Nueva Roma.

Lentamente, con sumo trabajo, el hermano Francis iba convirtiendo la piel de cordero en una luminosa belleza. La noticia de su proyecto empezó a correr por la sala de copias y los monjes se reunían a menudo alrededor de su mesa para mirar el trabajo y dar muestras de su admiración.

— Es la inspiración — dijo uno de ellos —. Hay la suficiente evidencia. Puede haber sido el beato al cual encontró allí…

— No comprendo por qué no pasas tu tiempo libre haciendo algo útil — gruñía el hermano Jeris, agotado su sarcástico ingenio por años de pacientes respuestas por parte del hermano Francis.

El escéptico había empleado su tiempo libre en hacer decorar pantallas enceradas para las lámparas de la iglesia, que atrajeron la atención del abad, el cual lo puso enseguida a cargo de los perennes. Como los libros de contabilidad pronto atestiguaron, la promoción del hermano Jeris había sido justificada.

El hermano Horner, el viejo maestro copista, enfermó. A las pocas semanas fue un hecho evidente que el amado monje estaba en su lecho de muerte. Al principio del adviento se le cantó una misa de difuntos, y los restos del devoto viejo copista volvieron a la tierra que le había visto nacen Mientras la comunidad expresaba su dolor en oraciones, Arkos nombró silenciosamente al hermano Jeris maestro de la sala de copias.

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