Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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Al día siguiente de su nombramiento, el hermano Jeris informó al hermano Francis que consideraba apropiado para él que se dejase de niñerías e hiciese trabajos de hombre. Con suma obediencia, el monje cubrió de pergamino su precioso proyecto, lo protegió con pesados tableros y lo guardó en un armario. En sus momentos libres empezó a construir pantallas enceradas. No protestó, se limitó a resignarse con la idea de que algún día el alma del hermano Jeris seguiría el mismo camino que la de Horner y empezaría aquella vida para la que este mundo no era sino una plataforma de espera. Esto podría ocurrir en una temprana edad, dado el modo que tenía de irritarse, encolerizarse y agitarse; después, Dios mediante, le sería permitido a Francis terminar su amado documento.

Sin embargo, la Providencia tomó parte, mucho antes, en el asunto sin necesidad de llamar el alma del hermano Jeris ante su Hacedor. Durante el verano que siguió a su nombramiento de maestro, un protonotario apostólico y su comitiva de clérigos llegaron montados en mulas a la abadía, procedentes de Nueva Roma. El hombre se presentó como monseñor Malfreddo Aguerra, el postulador para el beato Leibowitz en los procedimientos de canonización. Le acompañaban diversos dominicos. Acudía para observar la reapertura del refugio y la explotación del cerco sellado, y también para investigar tantas pruebas como a la abadía le fuese posible presentar y que tuviesen relación con el caso, incluidos — ante el desaliento del abad — reportes de una supuesta aparición del beato, según decían los viajeros, ocurrida ante un tal Francis Gerard, de Utah, AOL.

El abogado del santo fue afectuosamente recibido por los monjes, aposentado en las habitaciones reservadas a los prelados visitantes y se vio pródigamente servido por seis jóvenes novicios a los cuales se indicó acatar sus menores deseos. Como pudieron ver, monseñor Aguerra era hombre muy parco; se descorcharon las mejores botellas de vino, y, ante el desconsuelo de los esforzados proveedores, Aguerra las cató educadamente, pero prefirió la leche; el hermano Montero atrapó rollizas codornices y pollos de chaparral para la mesa del huésped, pero después de preguntar los hábitos alimenticios de los pollos de chaparral («¿Alimentados con grano?», «No, monseñor, con serpientes»), pareció inclinarse más por el potaje de los monjes en el refectorio. Aunque si hubiese preguntado por los anónimos pedazos de carne del estofado, quizás habría preferido los verdaderamente suculentos pollos de chaparral.

Malfreddo Aguerra insistió en que la vida de la abadía siguiese normalmente. A pesar de ello, el abogado era entretenido todas las noches por violinistas y un grupo de payasos, al extremo que empezó a creer que «la vida como de costumbre» en la abadía era extraordinariamente animada si se la comparaba con las vidas de las comunidades monásticas.

Al tercer día de la visita de Aguerra, el abad llamó al hermano Francis. La relación entre el monje y su superior, aunque no íntima, era formalmente amistosa desde el momento en que el abad le permitió al novicio pronunciar sus votos. El hermano Francis ni siquiera tembló cuando llamó a la puerta del despacho, y preguntó:

— ¿Me ha mandado llamar, reverendo padre?

— Sí — dijo Arkos, y añadió ligeramente -: Dime, ¿has pensado alguna vez en la muerte?

— Con frecuencia, padre abad.

— ¿Le rezas a san José para que tu muerte no sea desdichada?

— A menudo, reverendo padre.

— Supongo, entonces, que no te agradaría ser abatido de pronto. Que alguien emplease tus tripas para hacer cuerdas de violín. Ser alimento de los cerdos. Que tus huesos fuesen encerrados en tierra no sagrada.

— No, magister meus.

— Lo suponía. Así que ten mucho cuidado con lo que cuentes a monseñor Aguerra.

— ¿Yo?

— Tú. — Arkos se frotó la barbilla y pareció abstraerse en una idea desagradable —. Puedo verlo con demasiada claridad: la causa Leibowitz ha sido archivada, y una teja al caer abate al pobre hermano; allí, en medio de nosotros, queda tendido, pidiendo a gritos la absolución. Allí estamos, mirándole con lástima, entre nosotros hay clérigos, le vemos exhalar su último suspiro sin ni tan siquiera impartir una última bendición sobre el muchacho. Derecho al infierno, sin bendiciones ni confesión. Bajo nuestras propias narices. Una lástima, ¿verdad?

— Padre… — susurró Francis.

— Oh, no me culpes a mí. Estaré demasiado ocupado intentando evitar que tus hermanos obedezcan a su impulso y te maten a palos.

— ¿Cuándo?

— Esperemos que nunca. Porque vas a ser cuidadoso, ¿no es así? Vigilarás tus palabras a monseñor, pues de no ser así quizá les permita matarte a palos.

— Sí, pero…

— El postulador quiere verte inmediatamente… Por favor, frena tu imaginación y asegúrate de lo que dices. Procura, sobre todo, no pensar.

— Bien, creo que podré hacerlo.

— Fuera, hijo, fuera.

Francis llamó con miedo a la puerta de Aguerra, pero pronto descubrió que su temor no tenía razón de ser. El protonotario era un viejo suave y diplomático, que parecía interesarse amistosamente por la vida del pequeño monje.

Después de unos minutos de amenidades preliminares, tocó el delicado asunto.

— Respecto a tu encuentro con la persona que puede haber sido el beato fundador de…

— Yo nunca dije que se tratase de nuestro beato Leibo…

— Claro que no, hijo, claro que no. Tengo aquí una relación del incidente… Se basa únicamente en las historias que corren. Quiero que la leas y me digas si es o no correcta. — Hizo una pausa para sacar un rollo de su maleta y tendérselo al hermano Francis —. Esta versión se remite sólo a los dichos de los viajeros — añadió —. Sólo tú puedes descubrir realmente lo que sucedió. Quiero que me lo repitas del modo más escrupuloso posible.

— Ciertamente, monseñor, pero lo que sucedió fue en verdad muy simple.

— Lee, lee esto y después lo discutiremos.

El tamaño del rollo daba a entender que las historias que se contaban no eran «en verdad muy simples». El hermano Francis leía cada vez más asustado. Poco después, aquel miedo se convirtió en horror.

— Estás muy pálido, hijo — dijo el postulador —. ¿Hay algo que te molesta?

— Monseñor, esto… no tiene nada que ver con lo que sucedió.

— ¿No? Pues aunque indirectamente, con seguridad tú fuiste el autor de esto. ¿Cómo habría ocurrido si no? ¿No fuiste el único testigo?

El hermano Francis cerró los ojos y se mesó las sienes. Les había contado la verdad a sus camaradas novicios. Éstos habían murmurado entre sí y habían contado la historia a los viajeros. ¡Y aquél era el resultado! Con razón el abad había prohibido que se tocase el tema. ¡Ojalá nunca hubiese hablado del peregrino!

— Sólo me dirigió unas cuantas palabras. Nunca más le volví a ver. Me persiguió con un palo, me preguntó el camino a la abadía e hizo las marcas en la roca donde encontré la cripta. Después, nunca más le volví a ver.

— ¿No tenía halo?

— No, monseñor.

— ¿No había un coro celestial?

— ¡No!

— ¿Qué me dices de la alfombra de rosas que creció por donde él había pasado?

— ¡No, no, nada de esto, monseñor! — dijo ahogadamente el monje.

— ¿No escribió su nombre en la roca?

— Como Dios es mi juez, monseñor, sólo hizo esos dos signos y no supe lo que querían decir.

— Bien — suspiró el postulador —. Las historias de los viajeros son siempre exageradas. Pero me pregunto cómo empezó todo esto. ¿Qué te parece si ahora me cuentas lo que realmente sucedió?

El hermano Francis lo hizo brevemente. Aguerra pareció entristecerse. Después de meditar en silencio, tomó el grueso rollo, lo partió en dos y lo tiró a la papelera.

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