Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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El ladrón que abordó al hermano Francis no era, bajo ningún concepto, uno de los monstruos, pero de su procedencia del Valle de los Deformes dieron fe dos figuras encapuchadas que se alzaron detrás de una maraña de arbustos en el declive que daba sobre el camino y que le gritaron burlonamente al monje desde su escondite, mientras le apuntaban con sus arcos tensos. Desde aquella distancia, Francis tuvo la impresión, aunque no estaba seguro, de que uno de ellos sostenía su arco con seis dedos o un pulgar extra; pero no había ninguna duda de que una de las figuras llevaba un hábito con dos capuchas, aunque no podía ver ninguna cara, ni pudo determinar si la segunda capucha contenía o no otra cabeza.

El ladrón estaba en el sendero frente a él. Era un hombre bajo, pero pesado como un toro, con una protuberancia azul y sin pelo como cabeza y una quijada como un bloque de granito. Estaba en medio del camino con las piernas abiertas y sus fuertes brazos cruzados sobre el pecho en espera de la pequeña figura que se acercaba a horcajadas sobre el asno. El ladrón, como pudo ver Francis, estaba únicamente armado con la propia musculatura y un cuchillo, que no se tomó el trabajo de quitarse del cinto. Le hizo un gesto al monje para que avanzase. Cuando éste se detuvo a unos cincuenta metros de distancia, uno de los «hijos del Papa» lanzó una flecha que fustigó el camino justo detrás del burro, haciendo que éste saltase hacia delante.

— Baja — ordenó el ladrón.

El asno se detuvo, el hermano Francis echó hacia atrás su capucha para mostrar su ojo cubierto y levantó un dedo tembloroso para tocárselo. Poco a poco fue levantando la tela.

El ladrón levantó la cabeza y lanzó una carcajada que le pareció a Francis como salida de la garganta del mismísimo Satanás. Murmuró un exorcismo, pero el ladrón permaneció tranquilo.

— Vosotros, los encapuchados negros, usáis este truco desde hace demasiado tiempo — dijo —. Ahora, baja.

El hermano Francis sonrió, se encogió de hombros y descabalgó sin decir nada. El ladrón inspeccionó el asno, golpeándole los flancos y examinándole dientes y cascos.

— ¿Comemos? ¿Comemos? — gritó una de las criaturas encapuchadas del declive.

— Esta vez no — gritó el ladrón —, demasiado huesudo.

Francis no quedó muy convencido de que hablasen del asno.

— Buenos días, señor — dijo amablemente —. Puede quedarse mi montura. Caminar me hará bien, creo. — Sonrió de nuevo y emprendió la marcha.

Una flecha se enterró en el suelo, a sus pies.

— ¡Basta ya! — chilló el ladrón. Después dijo a Francis -: Ahora desnúdate y déjame ver ese rollo y ese paquete.

El hermano tomó su escudilla e hizo un gesto desvalido que sólo dio lugar a una nueva carcajada burlona del ladrón.

— Ya me habéis hecho otras veces el truco de la limosna — dijo —. El último hombre que me presentó la escudilla tenía una moneda de oro oculta en la bota. Desnúdate.

Francis, que no llevaba botas, enseñó esperanzado sus sandalias, pero el ladrón le hizo un gesto impaciente. Entonces desató su zurrón, extendió su contenido y empezó a quitarse la ropa. El ladrón la registró sin encontrar nada y se la devolvió, haciendo que suspirase agradecido, pues había temido que le dejasen desnudo en el camino.

— Ahora veamos lo que hay en el otro paquete.

— Sólo contiene documentos, señor — protestó el monje —. Sin valor para nadie a no ser su propietario.

— Ábrelo.

En silencio, el hermano Francis desató el paquete y extendió la heliografía original y la conmemoración en color. El dibujo en oro y el colorido del diseño brillaron deslumbradores con la luz que se filtraba a través del follaje. La tosca mandíbula del ladrón cayó unos centímetros.

Silbó suavemente.

— ¡Qué belleza! ¡Cómo le gustaría a mi mujer poder colgarla de la pared de la cabaña!

Francis se sintió desfallecer.

— ¡Oro! — les gritó el ladrón a sus cómplices en el declive.

— ¿Comemos? ¿Comemos? — llegó la réplica gorgoteante y burlona.

— ¡Comeremos, no tengáis miedo! — gritó el ladrón, y después le explicó a Francis -: Después de pasar un par de días aquí, esperando, tienen hambre. Los negocios van mal. Es una temporada de poco tráfico.

Francis asintió. El asaltante volvió a mostrar su admiración por la copia en color.

«Señor, si le has enviado para probarme, entonces ayúdame a morir como un hombre, que pueda quedársela únicamente sobre el cadáver de tu siervo. Bendito Leibowitz, contempla este acto y reza por mí…»

— ¿De qué se trata? — preguntó el ladrón —. ¿Es un hechizo? — Estudió un rato los documentos —. Uno es el fantasma del otro. ¿Qué clase de magia es? — Observó al hermano Francis con sus suspicaces ojos grises —. ¿Cómo lo llamáis?

— Pues… «Sisterna de control transistorizado para la unidad Seis-B» — espetó el monje.

El asaltante, que había estado mirando los documentos al revés, pudo sin embargo darse cuenta de que los dos diagramas tenían la base y las líneas invertidas — un efecto que parecía intrigarle tanto como la hoja dorada —. Marcó las similitudes del diseño con un índice corto y sucio, dejando una débil mancha sobre la piel de cordero iluminada. Francis contuvo las lágrimas.

— ¡Por favor! — dijo el monje sin aliento —. La capa de oro es tan tenue que puede decirse que no tiene ningún valor. Sopésela, podrá ver que en total no pesa más que la de papel. No le sirve de nada. Por favor, señor, quédese mis vestidos, pero no esto. Puede quedarse el mulo y mi zurrón, lo que quiera, pero devuélvame los documentos. No significan nada para usted.

La mirada gris del ladrón quedó pensativa. Observó la agitación del monje y se frotó la barbilla.

— Voy a dejar que conserves tus vestidos, tu asno y todo lo demás, menos esto — le ofreció —. Sólo me quedaré con los hechizos.

— Por el amor de Dios, señor, entonces máteme también — se lamentó el hermano Francis.

El asaltante rió burlonamente.

— Ya veremos, dime para qué sirven.

— Para nada. Uno es un recuerdo de un hombre que murió hace mucho. Una antigüedad. El otro es sólo una copia.

— ¿Para qué os sirven?

Francis cerró momentáneamente los ojos tratando de buscar el modo de explicárselo.

— ¿Conoce las tribus de los bosques? ¿Cómo veneran a sus antepasados?

Los ojos grises brillaron súbitamente airados.

— Nosotros despreciamos a nuestros antepasados — gritó —. ¡Malditos sean todos los que nos dieron vida!

— ¡Malditos! ¡Malditos! — repitió uno de los arqueros encapuchados desde el declive.

— ¿Sabes quiénes somos? ¿De dónde venimos?

Francis asintió.

— No quise ofenderles. El antiguo a quien perteneció esta reliquia es… no es nuestro antepasado. Fue nuestro maestro de lo antiguo. Veneramos su memoria. Esto es sólo un recuerdo, nada más.

— ¿Qué me dices de la copia?

— La hice yo. Por favor, señor, me costó quince años hacerla. Por favor… ¡no le quitará usted a un hombre quince años de su vida sin ningún motivo!

— ¿Quince años? — El ladrón echó hacia atrás la cabeza y rió con fuerza —. ¿Pasaste quince años haciendo esto?

— Oh, pero…

— Francis se quedó súbitamente silencioso. Su mirada se posó sobre el achatado índice del ladrón. El dedo indicaba la heliografía original.

— ¿Esto te tomó quince años? Pero si al lado del otro es casi feo, — Se golpeó los ijares y entre risotadas siguió señalando la reliquia —. ¡Quince años! ¿Es esto lo que hacéis allí encerrados? ¿Por qué? ¿De qué sirve esta imagen oscura? ¡Quince años para hacer esto! ¡Ja, ja! ¡Es un trabajo de mujer!

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