Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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De pronto la basílica pareció militarizarse: la guardia se había Puesto en posición de firme. Una nueva escolta de estatuas acorazadas entró pisando con fuerza en el propio santuario, se dejó caer sobre una rodilla e inclinó sus picas como saludo ante el altar antes de ocupar su sitio. Dos de sus miembros fianquearon el trono papal y un tercero cayó de rodillas a la derecha y allí permaneció, arrodillado y sosteniendo la espada de Pedro sobre sus palmas alzadas. El cuadro quedó de nuevo inmóvil a no ser por el temblor ocasional de los cirios del altar.

Sobre el sacro silencio, resonó un súbito clamor de trompetas.

El sonido fue aumentando de intensidad hasta que el vibrante ta-ra ta-ra-raa se sintió en la cara y fue doloroso para el oído. La voz de las trompetas no era musical sino estridente. Las primeras notas empezaron en un tono medio, después fueron subiendo lentamente en agudeza, intensidad y urgencia, hasta que los pelos del monje se pusieron de punta y en la basílica pareció no existir nada sino la explosión de las tubas.

Después, un silencio de muerte seguido por el canto de un tenor:

PRIMER CANTOR: Appropinquat agnis pastor et ovibus pascendis.

SEGUNDO CANTOR: Genua nunc flectantur omnia.

PRIMER CANTOR: Jussit olim Jesus Petrum pascere gregem Domini.

SEGUNDO CANTOR: Ecce Petrus Pontifex Maximus.

PRIMER CANTOR: Gaudeat igitur populus Christi, et gratias agat Domino.

SEGUNDO CANTOR: Nam docebinur a Spiritu Sancto.

CORO: Alleluia, Alleluia…

La multitud se levantó y después se arrodilló en una lenta oleada que siguió el movimiento de la silla en la que iba sentado un frágil anciano vestido de blanco, que bendecía a la gente mientras la procesión dorada, negra, púrpura y roja, lo conducía lentamente hacia el trono. El aliento obstruía la garganta del pequeño monje de la distante abadía en un apartado desierto.

Era imposible abarcar todo cuanto ocurría. La oleada de música y movimiento era tan avasalladora, que ahogaba los propios sentidos y arrastraba la mente, aun contra su voluntad, hacia lo que pronto iba a suceder.

La ceremonia fue breve. De haber sido más larga, habría sido difícil soportar su intensidad. Un prelado — Francis vio que se trataba de Malfreddo Aguerra, el propio abogado del santo — se acercó al trono y se arrodilló. Después de un breve silencio alzó su petición en canto llano.

— Sancte pater, ab Sapientia summa petimus ut ille Beatus Leibowitz cujus miracula mirati sunt multi…

Se le pedía a León que comunicase a su pueblo por medio de una definición solemne la pía creencia de que el beato Leibowitz era en realidad un santo, merecedor de la dulia de la Iglesia como de la veneración de los fieles.

— Gratissirna Nobis causa, fili — cantó la voz del anciano vestido de blanco como respuesta, explicando que el deseo de su corazón era anunciar por solemne proclama que el bendito mártir estaba entre los santos, pero también que tenía que hacerlo por guía divina que coincidía con la petición de Aguerra —, sub ducatu sancti Spiritus. — Pidió a todos que orasen por esta guía.

De nuevo el coro atronó la basílica con la letanía de los Santos:

— Oh Dios, Padre del Cielo, ten piedad de nosotros. Oh Dios, Hijo Redentor del Mundo, ten piedad de nosotros. ¡Oh Santísima Trinidad, Dios uno y único, miserere nobis! Oh Dios, Espíritu Santo, ten piedad de nosotros. Santa María, ruega por nosotros. Sancta Dei Genitrix, ora pro nobis. Sancta Virgo virginum, ora pro nobis…

El trueno de la letanía continuó. Francis miró el cuadro del bendito Leibowitz, recién descubierto. El fresco era de enormes proporciones. Mostraba el juicio del beato ante la multitud, pero la cara no sonreía con amargura como en la obra de Fingo. Era, de todas maneras, majestuosa, y Francis se dijo que estaba en consonancia con el resto de la basílica.

— Omnes sancti Martyres, orate pro nobis…

Cuando la letanía hubo terminado, monseñor Malfreddo Aguerra hizo de nuevo su petición al Papa, pidiendo que el nombre de Isaac Edward Leibowitz fuese formalmente inscrito en el calendario de los santos. De nuevo se invocó al espíritu guía, mientras el Papa entonaba el Ven¡, Creator Spiritus.

Y por tercera vez Malfreddo Aguerra solicitó la proclamación.

— Surgat ergo Petrus ipse…

Por fin llegó. León XXI entonó la decisión de la Iglesia, obtenida bajo la guía del Espíritu Santo, en la que se proclamaba como hecho seguro que un antiguo y bastante oscuro técnico llamado Leibowitz era en realidad un santo del cielo cuya poderosa intercesión podía y tenía derecho a ser reverentemente implorada. Se señaló una festividad para una misa en su honor.

— San Leibowitz, ruega por nosotros — susurró el hermano Francis con los demás.

Después de una breve plegaria, el coro entonó un Tedeum y, tras una misa en honor del nuevo santo, todo había terminado.

Escoltado por dos sedarii de librea escarlata del palacio exterior, el pequeño grupo de peregrinos siguió por lo que parecía una interminable secuela de corredores y antecámaras, deteniéndose ocasionalmente ante la ornada mesa de algún nuevo funcionario que examinaba credenciales y estampaba su firma en un licet adire para que un sedarius se lo entregase al siguiente funcionario, cuyo título era progresivamente más largo y más difícil de pronunciar a medida que el grupo avanzaba. El hermano Francis temblaba.

Entre sus compañeros peregrinos, había dos obispos; un hombre vestido de armiño y oro; un jefe de clan de la gente de los bosques convertido, pero luciendo aún la túnica de piel de pantera, y como casco, la cabeza de pantera de su tótem tribal; un «simple» con traje de piel que llevaba un halcón peregrino encapuchado en la muñeca — evidentemente un regalo para el Padre Santo -; y varias mujeres que parecían ser esposas o concubinas — como se dijo Francis ante sus actos — del jefe del clan del pueblo pantera, aunque podía tratarse de antiguas concubinas apartadas por el canon, pero no por la costumbre tribal.

Después de subir la Scala caelestis, los peregrinos fueron recibidos por el sombrío carneralis gestor, que los condujo a una pequeña antesala del enorme vestíbulo consistorial.

— El Padre Santo los recibirá aquí — les informó en voz baja un lacayo de alto rango al sedarius que traía las credenciales.

A Francis le dio la impresión de que los miraba desaprobadoramente. El hombre le dirigió unas palabras al sedarius, quien enrojeció y, a su vez, le dijo algo al jefe del clan. Éste lo miró ceñudo y se quitó su casco de afilados colmillos, dejando que se balancease sobre su hombro. Se produjo una breve conferencia acerca de las posiciones mientras su Suprema Untuosidad, el lacayo en jefe, en voz tan baja como reprobadora, colocó sus piezas de ajedrez en la habitación de acuerdo con algún protocolo secreto que únicamente los sedarii parecieron comprenden.

El Papa no tardó en llegar. El hombrecillo del hábito blanco, rodeado de su comitiva, avanzó vivamente por la sala de audiencias. El hermano Francis experimentó un súbito conato de mareo. Recordó que dom Arkos le había amenazado con desollarlo vivo si se desmayaba durante la audiencia, e intentó reunir fuerzas para evitarlo.

El grupo de peregrinos se arrodilló. El anciano de blanco les hizo levantarse con un gesto amable. Finalmente el hermano Francis se atrevió a fijar la vista. En la basílica, el Papa había sido únicamente una radiante mancha blanca en un mar de color. Gradualmente, allí en la sala de audiencias, Francis pudo ver más de cerca que el Papa no medía tres metros como los nómadas de la historia. Para sorpresa del monje, el frágil anciano, Padre de reyes y príncipes, constructor de los puentes del mundo y Vicario de Cristo en la Tierra, parecía ser mucho menos feroz que dom Arkos, Abbas.

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