Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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Miró la cara de la señora Grales. Ahora tenía la máscara grisácea e impersonal del estado de coma. Los labios parecían no tener sangre y tuvo la seguridad de que la mujer estaba muriéndose. Pudo imaginarla palideciendo y soltándose como una costra o un cordón umbilical. ¿Quién, entonces, era Rachel? ¿Qué era?

Las rocas seguían ligeramente húmedas por la lluvia. Se humedeció un dedo y le hizo un gesto para que se acercase. Fuese lo que fuere, lo más probable era que hubiese recibido tantas radiaciones que no viviría mucho. Empezó a trazar una cruz en su frente con el dedo húmedo.

— Nisi baptizata es et nisi baptizari nonquis, te baptizo…

No pudo seguir. Ella se apartó velozmente de su lado y su sonrisa se heló y desvaneció. ¡No! Parecía gritar su aspecto. Se alejó de él, se secó el rastro de humedad de la frente, cerró los ojos y dejó que sus manos reposasen tranquilamente sobre su regazo. Una expresión de completa pasividad apareció en su rostro. Con la cabeza inclinada de aquel modo, toda su actitud parecía sugerir la plegaria. Gradualmente, la sonrisa fue resurgiendo de aquella pasividad. Fue en aumento, y cuando ella abrió los ojos y lo miró de nuevo fue con la misma franca tibieza con que lo había hecho antes. Miró a su alrededor como si buscase algo.

Sus ojos se posaron sobre el copón, y antes de que él pudiese detenerla lo levantó.

— ¡No! — jadeó él, roncamente, tratando de cogerlo.

Pero ella era mucho más rápida que él y el esfuerzo le hizo perder el sentido. Cuando volvió en sí, levantó la cabeza y lo vio todo borroso. Ella seguía arrodillada a su lado. Finalmente pudo darse cuenta de que tenía la copa de oro en la mano izquierda y que en la derecha sostenía delicadamente una hostia entre el pulgar y el índice. ¿Se la ofrecía o eran fantasías suyas, como había imaginado hacía un rato haber estado hablando con el hermano Pat?

Esperó que su visión se aclarase. Esta vez no estaba demasiado claro, no del todo.

— Domine, non sum dignus — susurró — sed tantum dic verbo…

Recibió la comunión de su mano. Ella tapó de nuevo el ciborio y lo colocó en un lugar más protegido bajo una roca que sobresalía. No hizo ninguno de los gestos convencionales, pero la reverencia con que lo había tocado le convenció a él de una cosa: había notado la Presencia bajo los velos.

Ella, que todavía no podía emplear palabras ni comprenderlas, había hecho aquello como siguiendo una instrucción directa en respuesta a su intento de bautismo condicional.

Trató de fijar la vista y contemplar de nuevo la cara de aquel ser, que con gestos simples le había dicho: no necesito tu primer sacramento, hombre, pero soy digna de otorgarte este sacramento de vida. Ahora sabía lo que era y sollozó débilmente cuando ya no pudo obligar a sus ojos a fijarse en aquellos ojos fríos, verdes y tranquilos de una nacida libre.

— Magnificat anima mea Dominum — susurró —. Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador; porque ha puesto su mirada en la humildad de su obra… — Quería enseñarle esas palabras como su último acto, porque estaba seguro de que compartía algo con la Doncella que las había pronunciado por primera vez —. Magnificat anima mea, Dominum et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo, quia respexit humilitatem…

Se quedó sin aliento antes de poder terminarlas. Su visión se nubló, ya no podía distinguirla; pero unos dedos fríos le tocaron la frente y le oyó decir una palabra:

— Vive.

Se había ido; escuchó su voz alejándose entre las nuevas ruinas.

— La, la, la, la-la-la…

La imagen de aquellos ojos verdes y fríos permaneció con él el mismo tiempo que la vida. No preguntó la causa de que Dios escogiese el hacer crecer una criatura de inocencia tan primaria del hombro de la señora Grales o por qué Dios le había dado los dones preternaturales del Edén… aquellos dones del cielo que el hombre había intentado obtener de nuevo por la fuerza desde que los perdiera por primera vez. Vio la inocencia primaria en aquellos ojos y una promesa de resurrección. Una mirada que había sido un don y que le hizo llorar la gratitud. Después se tendió con la cara contra el polvo y esperó.

No llegó nada más, nada que él pudiese ver, sentir u oír.

30

Cantaban haciendo entrar a los niños en la nave. Cantaban viejos cantos espaciales y ayudaban a los niños a subir la escalera, uno a uno, hasta las manos de las monjas. Cantaban con fuerza para alejar el temor de la mente de los pequeños. Cuando el horizonte estalló, sus cantos se detuvieron. Metieron al último niño en la nave. El horizonte pareció cobrar vida cuando los monjes subieron la escalera. La lejanía se convirtió en un reflejo rojo. Donde poco antes estaba despejado, acababa de nacer un lejano banco de nubes. Los monjes de la escala apartaron la vista del resplandor. Cuando hubo desaparecido, miraron de nuevo.

La cara de Lucifer se convertía en un horrendo hongo sobre el banco de nubes, alzándose lentamente como un titán que se despereza después de siglos de encarcelamiento en la Tierra.

Alguien gritó una orden y los monjes continuaron su ascensión. Pronto estuvieron todos en el interior de la nave.

El último monje se detuvo en la entrada, se quedó ante la abierta compuerta y se quitó las sandalias.

— Sic transit mundus — murmuró mirando el resplandor.

Golpeó contra sí las suelas de las sandalias para quitarles el polvo. El resplandor cubría un tercio de los cielos. Se rascó la barba, le dio una última mirada al océano, dio un paso atrás y cerró la compuerta.

Se produjo un zumbido, una explosión de luz, un fuerte chirrido y la nave espacial se elevó hacia el cielo.

Las olas, al romper, batían monótonamente la costa, arrastrando pedazos de madera. Un hidroavión abandonado flotaba detrás de los rompientes. Después de un rato, éstos se apoderaron de él y lo lanzaron hacia la costa, junto a las maderas. Se inclinó y se le partió un ala. Había cangrejos divirtiéndose en los rompientes, merluzas que se alimentaban de cangrejos y el tiburón que se comía a la merluza y la encontraba admirable con la deportiva brutalidad del mar.

El viento llegó a través del océano trayendo consigo un palio de fina ceniza blanca. La ceniza cayó en el mar y en los rompientes. Los rompientes dejaron cangrejos muertos y madera en las playas. El tiburón se hundió en sus profundas aguas y meditó su resentimiento en las corrientes límpidas y frías. Aquella estación tuvo mucho apetito.

FIN

Título original: A Cantilce For Leibowitz

Traducción: I. Peypoch

© 1959 Walter M. Miller Jr.

© 1972 Editorial Bruguera S.A.

Av. infanta carlota, 129 — Barcelona.

ISBN 84-02-00670-1

Edición electrónica: Biblioteca de Bizien

R6 04/02

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