«VOSOTROS, QUE ENTRÁIS AQUÍ
ABANDONAD TODA ESPERANZA»
Zerchi había tenido la intención de detenerse para hablar con ellos, pero con la muchacha en el coche, se contentó con mirarlos al pasar. Con su hábito, sus capuchas y su lenta procesión de funeral, los novicios daban, en realidad, el efecto deseado. La posibilidad de que la Estrella Verde se sintiese lo suficientemente molesta para alejar su campamento del monasterio era dudosa, especialmente desde que un pequeño grupo de hombres, según se había informado a la abadía, apareciera a primera hora del día para insultar y tirarles piedras a los signos llevados por los piquetes. Había dos coches de la policía parados a un lado de la carretera y varios oficiales estaban vigilando desde allí con caras inexpresivas. Debido a que el grupo atacante apareció de súbito y que los coches de la policía lo habían hecho inmediatamente después, justo a tiempo para ver a uno de los hombres tratar de quitarles a los monjes uno de los letreros, y ya que un oficial de la Estrella Verde marchó inmediatamente y furioso a solicitar una orden de la Corte, el abad sospechó que el grupo de interruptores había sido tan cuidadosamente preparado como el piquete de monjes para permitirle al oficial de la Estrella Verde conseguir su mandamiento. Con seguridad se lo darían, pero hasta que le fuese presentado, el abad Zerchi tenía la intención de mantener a los monjes donde estaban.
Miró la estatua que los trabajadores del campo habían erigido junto a la entrada y dio un respingo. La reconoció como una de las imágenes humanas compuestas, derivadas de las pruebas psicológicas en masa en las que a los sujetos se les daban esbozos y fotografías de gente desconocida y se les hacían preguntas del tipo: «¿A cuál le agradaría conocer? ¿Cuál le parece que sería un mejor padre?», o bien: «¿A cuál le agradaría evitar? ¿Quién le parece que es el criminal?» De las fotografías seleccionadas como las «más» o las «menos», según las preguntas, series de «caras comunes», cada una capaz de evocar una personalidad distinta, habían sido construidas por ordenador basándose en los resultados de las pruebas en masa.
Aquella estatua, notó Zerchi desazonadamente, era marcadamente similar a algunas de las imágenes más afeminadas con las que los artistas mediocres, o peor que mediocres, habían tradicionalmente mal representado la personalidad de Cristo. La cara dulce y enfermiza, ojos en blanco, labios sonriendo tontamente y brazos abiertos en un gesto de abrazo. Las caderas eran amplias como las de una mujer y el pecho insinuaba senos a menos que fuesen los dobleces del manto.
«Querido Señor del Gólgota — suspiró el abad Zerchi —, ¿es esto lo que la chusma imagina que eres?» Se le hacía difícil imaginar a la estatua diciendo: «Dejad que los niños vengan a mí»; pero no podía imaginarla de ningún modo, diciendo: «Apartaos de mí y caed en el fuego eterno, vosotros los perversos», o echar del templo a latigazos a los mercaderes. Se preguntó cuál debía ser la pregunta formulada para conjugar aquella cara. Se trataba tan sólo de un christus anónimo. En el pedestal habían escrito «ALIVIO». Con seguridad, la Estrella Verde tenía que haber visto el parecido con los tradicionales bellos christus de los malos artistas. Pero la habían metido en la parte de atrás de un camión, con una bandera roja atada en su dedo gordo, y el parecido intencional será difícil de probar.
La mujer tenía una mano en la manivela de la portezuela y miraba los controles del coche. Zerchi marcó rápidamente «vía rápida» y el coche se lanzó de nuevo a toda velocidad. Ella apartó la mano de la puerta.
— Hay muchos buitres — dijo él suavemente, mirando al cielo a través de la ventanilla.
La cara de la muchacha permanecía inexpresiva Él la estudió un momento.
— ¿Le duele, hija?
— No importa.
— Ofrézcaselo al cielo, criatura.
Ella lo miró fríamente.
— ¿Cree que le agradaría a Dios?
— Si usted se lo ofrece, sí.
— ¡No puedo comprender a un Dios que se complace en el dolor de mi niña!
El sacerdote respingó.
— ¡No, no! No es el dolor lo que le place a Dios, criatura. Es la fortaleza del alma en la fe, la esperanza y el amor, a pesar de las aflicciones del cuerpo, lo que le place al cielo. El dolor es como la tentación negativa. A Dios no le placen las tentaciones que afligen a la carne, se complace cuando el alma se eleva sobre la tentación y dice: «Vete, Satanás». Con el dolor sucede lo mismo; a menudo es una tentación a desesperarse, enfurecerse y perder la fe…
— No hable en vano, padre, yo no me quejo; es la niña quien lo hace. Pero ella no comprende su sermón. Puede sufrir. Puede sufrir, pero no puede comprender.
«¿Qué puedo responder a eso? — se preguntó paralizado el sacerdote —. ¿Decirle de nuevo que al hombre le fue dada una vez la impasibilidad preternatural, pero que la apartó de sí en el Paraíso? ¿Que su hija es una célula de Adán y además…? Era cierto, pero tenía una niña enferma y ella también lo estaba; no escucharía.»
— No lo haga, hija, no lo haga.
— Lo pensaré — dijo ella, fríamente.
— Cuando era niño, tuve un gato — murmuró lentamente el abad —, era un enorme gato gris, con unas patas como las de un pequeño bulldog y una cabeza y un cuello en consonancia. Tenía esa especie de insolencia oculta que hace que algunos de ellos se parezcan al propio diablo. Era un verdadero gato. ¿Conoce a los gatos?
— Un poco.
— Los que aman a los gatos no los conocen. No se puede amar a todos los gatos si se les conoce, y a los que uno puede amar si los conoce son aquellos que no agradan ni a los que aman a los gatos. Zeke era un gato de éstos.
— Esto tiene una moraleja, claro está — dijo ella, mirándolo suspicaz.
— Sólo que lo maté.
— No siga, sea lo que fuere lo que quiera decir, no lo haga.
— Un camión lo atropelló y le rompió las patas traseras. Se metió a rastras debajo de la casa. De vez en cuando hacía un ruido parecido al de una pelea de gatos y se agitaba por allí un rato, pero la mayor parte del tiempo se quedaba muy quieto, esperando. «Hay que matarlo», no dejaban de decirme. Después de unas horas se arrastró de debajo de la casa pidiendo ayuda. «Hay que matarlo», dijeron. No les permití hacerlo. Alegaban que era cruel dejarlo vivir, así que finalmente dije que si había que matarle, lo haría yo. Conseguí una escopeta y una pala y lo llevé a la orilla del bosque. Lo tendí en el suelo mientras cavaba un agujero. Después le disparé un tiro en la cabeza. Era una escopeta de poco calibre. Zeke se removió un par de veces, se levantó y empezó a arrastrarse hacia unos arbustos. Disparé de nuevo. Lo dejé tendido suponiendo que estaba muerto, lo metí en el agujero, después de echarle un par de paletadas de tierra, Zeke se levantó, salió del agujero y fue de nuevo hacia los arbustos. Yo gritaba más fuerte que el gato. Tuve que matarlo con la pala y meterlo de nuevo en el agujero empleando la hoja del apero como hacha y mientras yo cortaba, Zeke seguía revolviéndose. Después me dijeron que sólo se trataba de un reflejo vertebral, pero no les creí. Conocía al gato. Quería llegar a los arbustos y tenderse a esperar. Deseé que Dios me hubiese permitido dejarle llegar hasta allí para morir del modo en que lo hace un gato si se le deja solo… con dignidad. Nunca pude olvidarme de ello. Zeke sólo era un gato, pero…
— ¡Cállese! — susurró ella.
— …Pero si hasta los antiguos paganos descubrieron que la naturaleza no te impone nada que la misma naturaleza no te haya preparado a soportar. Si esto es cierto, incluso para un gato, entonces, ¿no es absolutamente cierto en una criatura con un intelecto racional y una voluntad…, sea lo que piense del cielo?
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