Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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»Curiosamente, la nota menos esperanzadora de todas no viene de Guam sino de Nueva Roma. Cuando la conferencia de Guam. hubo terminado, se informó de que el papa Gregorio había dejado de orar por la paz en el mundo. En la basílica fueron cantadas dos misas especiales: la Exsurge quare obdormis, misa contra los paganos, y la Reminiscere, misa en tiempo de guerra; después, el informe dice que su santidad se retiró a las montañas para meditar y rogar por la justicia.

»Y ahora una palabra de…»

— ¡Apáguelo! — exclamó Zerchi.

El joven sacerdote que estaba con él obedeció y miró al abad con los ojos muy abiertos.

— ¡No lo creo!

— ¿Qué es lo que no cree? ¿Lo del Papa? Yo tampoco, pero lo he oído antes y Nueva Roma ha tenido tiempo para negarlo y no ha dicho una palabra.

— ¿Qué significa?

— ¿No es evidente? El servicio diplomático del Vaticano está trabajando. Con seguridad envió un informe de la conferencia de Guam, y sin duda ésta horrorizó al santo padre.

— ¡Qué aviso! ¡Qué gesto!

— Fue más que un gesto, padre. Su santidad no canta misas de batalla por simple efecto dramático. Además, la mayor parte de la gente creerá que se refiere a «contra los paganos del otro lado del océano» y la «justicia» por nuestro lado. O si saben algo más, seguirán pensándolo por su cuenta. — Hundió la cara entre sus manos y se la frotó —. El sueño. ¿Qué es el sueño, padre Lehy?. ¿Lo recuerda? Hace diez días que no veo una cara que no tenga círculos negros bajo los ojos. Anoche casi no pude ni dormitar debido a los gritos que alguien lanzaba en la casa de huéspedes.

— La verdad es que Lucifer no es ningún somnífero.

— ¿Qué mira por esta ventana? — preguntó Zerchi, secamente —. Éste es otro asunto, nadie deja de mirar al cielo, mirarlo interrogadoramente. Si viene, no tendrá tiempo de verlo hasta que explote, y entonces será mejor que no mire. Déjelo, no es saludable.

El padre Lehy se apartó de la ventana.

— Sí, reverendo padre, pero no miraba eso; vigilaba los buitres.

— ¿Buitres?

— Todo el día han estado rondando. Docenas de ellos volando en círculos.

— ¿En dónde?

— Sobre el campamento de la Estrella Verde en la carretera.

— Entonces no se trata de ningún aviso, sino de simple apetito de los buitres. Voy a salir a despejarme.

En el patio encontró a la señora Grales. Llevaba una canasta de tomates, que dejó en el suelo al verle acercarse.

— Le he traído alguna cosilla, padre Zerchi — le dijo —. Vi que su letrero ya no estaba, y a una pobre muchacha al otro lado de la verja; así que supuse que no le importaría una visita de la vieja vendedora de tomates. Le he traído algunos, ¿ve usted?

— Gracias, señora Grales. Lo del letrero se debe a los refugiados, pero está bien. Para lo de los tomates tendrá que ver al hermano Elton. Él es quien está a cargo de las compras para nuestra cocina.

— Oh, no tiene que comprarlos, padre; se los he traído de regalo. Tiene que alimentar a todos los pobrecitos a quienes recoge. Así que se los doy. ¿Dónde quiere que los ponga?

— La cocina de emergencia está en el… Pero no, déjelos aquí. Haré que alguien los lleve al pabellón de los huéspedes.

— Si los he traído hasta aquí, yo misma puedo llevarlos. — Levantó de nuevo la canasta.

— Gracias, señora Grales — dijo él, volviéndose.

— ¡Espere, padre! — llamó la mujer —. Sólo un minuto, su señoría, sólo un minuto de su tiempo.

El abad contuvo una exclamación.

— Lo siento, señora Grales, pero es como le dije. — Se calló y miró la cara de Rachel. Por un momento le había parecido… ¿Habría tenido razón el hermano Joshua? No, no podía ser —. Es un asunto… un caso para su parroquia y diócesis, y no hay nada que yo pueda…

— No, padre, no se trata de esto; quiero hablarle de otra cosa.

Vaya, había sonreído, estaba seguro de ello.

— ¿Puede oír mi confesión, padre? Le pido perdón por molestarle, pero estoy triste por mis pecados y me agradaría que fuese usted quien me los perdonase.

Zerchi dudó.

— ¿Por qué no va con el padre Selo?

— Le diré la verdad, señoría, es que el hombre es una ocasión de pecado para mí. Cuando me acerco lo hago con buena intención, pero al ver su cara me olvido de mí misma. Que Dios le ame, pero yo no puedo.

— Si la ha ofendido tendrá que perdonarlo.

— Lo perdono, lo perdono, pero a distancia. Le digo que es para mí como una ocasión de pecado, sólo de verle ya no puedo dominarme.

Zerchi contuvo una sonrisa.

— Está bien, señora Grales, oiré su confesión; pero antes hay algo que debo hacen Nos encontraremos en la capilla de Nuestra Señora dentro de media hora. En el primer confesionario, ¿le parece bien?

— ¡Dios le bendiga, padre! — se inclinó profusamente.

El abad Zerchi habría podido jurar que Rachel había apoyado ligeramente las inclinaciones.

Apartó de sí aquella idea y fue hacia el garaje. Un postulante le sacó el coche. Subió en él, marcó su destino y se dejó caer pesadamente en el asiento mientras los controles automáticos ponían las marchas en funcionamiento y dirigían el coche hacia la entrada. Al cruzarla, el abad vio a la mujer de pie al lado de la puerta. La niña estaba con ella. Zerchi presionó el botón de «cancelar», el coche se detuvo y el robot de control dijo: «Espero».

La muchacha estaba enyesada desde la cintura hasta la rodilla izquierda, se apoyaba en un par de muletas y respiraba ahogadamente mirando al suelo. Había podido arreglárselas para salir del pabellón de los huéspedes y llegar hasta la entrada, pero era evidente que era incapaz de seguir adelante. La niña se cogía de una de sus muletas y miraba el tráfico de la carretera.

Zerchi abrió la portezuela y bajó del coche, ella lo miró y apartó rápidamente la vista.

— ¿Qué hace fuera de la cama, criatura? — dijo en un susurro —. Se supone que no tiene que levantarse, teniendo así su cadera. ¿Adónde quiere ir?

Ella se enderezó e hizo una mueca de dolor.

— Voy a la ciudad — contestó —. Tengo que hacerlo, es urgente.

— No tanto como para que alguien no pueda ir en su lugar. Llamaré al hermano…

— ¡No, padre, no! Nadie puede ir en mi lugar. Tengo que ir a la ciudad.

Mentía, estaba seguro de ello.

— Está bien — dijo —. Yo la llevaré, ahora mismo me dirigía hacia allí.

— ¡No! ¡Iré a pie! Yo…

Dio un paso y respiró con fuerza. Él la sostuvo antes de que cayese.

— Ni con san Cristóbal sosteniéndole las muletas podría llegar caminando a la ciudad, muchacha. Vamos, vamos, deje que la lleve de nuevo a la cama.

— ¡Le digo que tengo que ir a la ciudad! — gritó, furiosa.

La niña, asustada por la furia de su madre, empezó a llorar monótonamente. Ella trató de calmar su miedo, y de pronto se amansó.

— Está bien, padre. ¿Me llevará a la ciudad?

— No debería ir.

— ¡Le digo que tengo que hacerlo!

— Está bien, voy a ayudarla a entrar… Primero la niña, ahora usted…

La niña gritó histéricamente cuando el sacerdote la colocó en el coche al lado de su madre. Se aferró a la mujer y reanudó su monótono lloriqueo. Debido a lo suelto de su vestido y al pelo corto, era difícil determinar su sexo a primera vista.

Marcó de nuevo y el coche esperó un claro en el tráfico, se deslizó sobre la pista y pasó a la vía de velocidad media. Cuando dos minutos más tarde se acercaron al campamento de la Estrella Verde, presionó el botón de la pista de velocidad mínima.

Cinco monjes desfilaban frente a la entrada del estacionamiento en una solemne línea encapuchada. Marchaban de dos en dos, bajo el letrero del Campo de Misericordia, pero tenían cuidado de no apartarse del sitio permitido al público. Sus letreros, recién pintados, decían:

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