Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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El doctor miró la hoja en blanco.

— ¿Qué hay de mágico en ponerlo por escrito?

— Lo prefiero así.

Se inclinó silenciosamente sobre la mesa y escribió. Leyó lo que había escrito y después estampó su firma al pie de la nota. Se enderezó.

— Está bien, aquí la tiene. ¿Cree que tiene más valor que mi palabra verbal?

— No, claro que no. — El abad dobló la nota y se la metió en un bolsillo —. Pero está aquí en mi bolsillo, usted lo sabe, y yo de vez en cuando puedo leerla. Esto es todo. Por cierto, doctor Cors, ¿acostumbra a mantener sus promesas?

El médico se quedó mirándolo.

— La mantendré — contestó con un bufido.

Se volvió sobre sus talones y salió de la habitación.

— ¡Hermano Pat! — llamó débilmente el abad —. Hermano Pat, ¿está ahí?

Su secretario apareció en la puerta.

— Diga, reverendo padre.

— ¿Lo oyó usted?

— Sólo en parte. La puerta estaba abierta y no pude evitar oírlo. No había conectado usted el silenciador…

— ¿Le oyó decirlo? «El dolor es el único mal que conozco.» ¿Lo oyó?

El monje asintió solemnemente.

— ¿Y que la sociedad es la única que determina si un acto es o no correcto? ¿Esto también?

— Sí.

— Dios del cielo, ¿cómo es posible que esas dos herejías vuelvan al mundo después de tanto tiempo? El infierno tiene poca imaginación. «La serpiente me engañó y comí.» Hermano Pat, es mejor que se vaya usted o empezaré a desvariar.

— Dómine, yo…

— ¿Qué le detiene? ¿Qué es esto, una carta? Está bien, démela.

El monje se la tendió y salió. Zerchi la dejó sin abrir y leyó de nuevo el escrito del doctor. Quizá no valía nada, pero el hombre era sincero y dedicado a su labor. Tenía que serlo por la clase de paga que daba la Estrella Verde. Parecía falto de sueño y rendido. Era probable que estuviese viviendo a base de bencedrina y galletas desde el momento en que el disparo había destruido a la ciudad. Viendo la miseria en todas partes y detestándola, fue sincero al querer hacer algo al respecto. Sincero… aquél era el problema. De lejos, los propios adversarios parecían espíritus malos, pero al verlos de cerca se descubría su sinceridad que era tan grande como la propia. Quizá Satanás era el más sincero de todos. Abrió la carta y la leyó. Se le informaba que el hermano Joshua y su grupo habían salido de Nueva Roma hacia un punto no especificado del oeste. La carta también le prevenía que los informes acerca del Quo Peregrinatur se habían filtrado hasta el ZDI, que había enviado investigadores al Vaticano para hacer preguntas acerca de los rumores del lanzamiento de una nave interestelar no autorizada… Era evidente que la nave no estaba todavía en el espacio.

Se habían enterado pronto de ello, pero con la ayuda del cielo, la encontrarían tarde. ¿Qué ocurriría entonces?

La situación legal era confusa. La ley prohibía la salida de naves espaciales sin la aprobación de las comisiones, y esta aprobación era difícil de obtener y se demoraba mucho tiempo. Zerchi estaba convencido de que la ZDI y las comisiones considerarían que la Iglesia transgredía la ley. Pero hacía un siglo y medio que existía un concordato con el Estado por el que se eximía a la Iglesia de todos los procedimientos de licencia y se le garantizaba el derecho a enviar misiones a cualquier «instalación espacial y/o bases planetarias que no hubiesen sido consideradas por la antes mencionada comisión como ecológicamente críticas o cerradas para las empresas no reguladas». Todas las instalaciones del sistema solar eran «ecológicamente críticas» y «cerradas» en la época del Concordato, pero éste sostuvo más adelante el derecho de la Iglesia de poseer naves espaciales y viajar sin restricción a las instalaciones abiertas o a las bases. El Concordato era muy antiguo, había sido firmado en los días en que el motor espacial Berkstrun era sólo un sueño en la gran imaginación de algunos que pensaron que los viajes interestelares abrirían el universo a una corriente no restringida de gente.

Las cosas habían resultado de otro modo. Cuando la primera nave estelar surgió como un modelo de ingeniería, quedó en claro que ninguna institución, a excepción del Gobierno, tenía los medios o fondos necesarios para construirla y que no se ganaría nada transportando colonias a planetas extrasolares con propósitos de «intercambio mercantil interestelar». Sin embargo, los gobernantes asiáticos enviaron su primera nave colonial. Entonces en el Oeste se dejó oír el grito: «¿Vamos a dejar que las razas inferiores hereden las estrellas?». Hubo una breve fiebre de lanzamiento de naves espaciales como colonias de negros, morenos, blancos y amarillos, que eran enviados hacia el cielo, rumbo a Centauro, en nombre del racismo. Después, los genetistas habían demostrado fríamente que cada grupo racial era tan pequeño que a menos que sus descendientes se casasen entre sí, cada uno experimentaría deterioraciones genéticas debidas a la endogamia de las colonias planetarias… Los racistas habían hecho necesaria la unión interracial para poder sobrevivir.

El único interés que la Iglesia había tomado en el espacio fue preocuparse por los colonizadores, que eran hijos de la Iglesia y que estaban separados del rebaño por las distancias interestelares. Y sin embargo, no había sacado provecho de la previsión del Concordato que le permitía enviar misiones. Había ciertas contradicciones entre el Concordato y las leyes del Estado, que le daban poder a la comisión, en la medida en que esas leyes podían afectar el envío de misiones. La contradicción no había sido nunca fallada por las Cortes, pues nunca fue causa de litigio. Pero ahora, si la ZDI interceptaba al grupo del hermano Joshua en el momento del lanzamiento de una nave interestelar sin el permiso de la comisión o sin plan de vuelo, habría causa. Zerchi oró para que el grupo pudiese salir sin necesidad de ser probados en la Corte, lo cual suponía perder semanas y hasta meses. Claro que después habría un escándalo. Muchos los acusarían de que no sólo la Iglesia había violado las reglas de la comisión, sino también las de la caridad, enviando dignatarios eclesiásticos y un puñado de monjes truhanes cuando habría podido emplear la nave como refugio para colonos pobres ansiosos de un pedazo de tierra. El conflicto de Marta y María siempre se repetía.

El abad Zerchi se dio súbitamente cuenta de que el tono de sus pensamientos había cambiado durante las últimas cuarenta y ocho horas. Hacía unos días, todo el mundo aguardaba que el cielo estallase sobre sus cabezas, pero habían transcurrido nueve días desde que Lucifer prevaleció en el espacio y arrancó a una ciudad de la existencia. A pesar de los muertos, los mutilados y los moribundos, transcurrieron nueve días de silencio. Si la furia pudo ser contenida hasta aquel momento, quizá lo peor pudiese ser evitado. Pensaba en cosas que podían ocurrir al cabo de una semana o un mes, como si después de todo pudiese haber realmente una semana siguiente o un mes siguiente. ¿Y por qué no? Haciendo examen de conciencia, encontró que no había abandonado para siempre la virtud de la esperanza.

Aquella tarde, un monje volvió de cumplir un encargo en la ciudad e informó que estaban instalando un campo para refugiados en el parque, a tres kilómetros carretera abajo.

— Creo que lo avala la Estrella Verde, padre.

— Bien — dijo el abad —. Aquí estamos superpoblados y tengo que despedir a tres camiones cargados de ellos.

Los refugiados hacían ruido en el patio y aquel rumor alteraba los nervios en tensión. La perpetua quietud de la abadía se veía quebrantada por extraños sonidos: la risa ruidosa de los hombres contando historias jocosas, el llorar de los niños, el batir de ollas y cazuelas, los quejidos histéricos, un médico de la Estrella Verde, gritando:

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