Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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El visitante se encogió de hombros.

— ¿Como la eutanasia? Lo siento, padre, me parece que las leyes de la sociedad son las que dicen si algo es o no criminal. Sé que usted no está de acuerdo. Es verdad que puede haber leyes mal concebidas, pero en este caso, creo que es una buena ley. Si creyese que tengo una cosa como el alma y que en el cielo hay un Dios furioso, quizás estuviese de acuerdo con usted.

El abad Zerchi sonrió débilmente.

— No tiene un alma, doctor, usted es un alma y lo que tiene temporalmente es un cuerpo.

El visitante rió cortésmente.

— Una confusión semántica.

— Es verdad. Pero ¿cuál de los dos está más confundido? ¿Está seguro?

— No discutamos, padre. No estoy en el campo de Misericordia. Trabajo en el equipo de Vigilancia y Protección. Nosotros no matamos a nadie.

El abad Zerchi lo miró por un momento en silencio. El visitante era un hombre bajo y musculoso con una cara redonda y agradable y una cabeza calva curtida por el sol y cubierta de pecas. Llevaba un uniforme de sarga verde y tenía sobre las rodillas una gorra con la insignia de la Estrella Verde.

Era cierto, no tenía por qué discutir. El hombre era un médico, no un verdugo. Parte del trabajo de ayuda de la Estrella Verde era admirable. A veces llegaba a ser heroico. Que en ocasiones trajese consigo el mal, de acuerdo con las creencias de Zerchi, no era razón para que sus buenas obras se viesen disminuidas. La mayor parte de la sociedad los favorecía y trabajaban de buena fe. El doctor había tratado de ser amistoso. Su petición era simple. No había sido ni autoritario ni oficioso. Sin embargo, el abad dudó antes de aceptan.

— ¿El trabajo que quiere hacer aquí le llevará mucho tiempo?

El doctor movió la cabeza.

— Creo que a lo sumo dos días. Tenemos dos unidades móviles, podemos trasladarlas a su patio, unir los dos remolques y empezar a trabajar enseguida. Tomaremos a los casos evidentes de radiación y a los heridos. Trataremos únicamente a los más urgentes. Nuestro trabajo es sólo de diagnóstico. Los enfermos obtendrán tratamiento en un campo de emergencia.

— ¿Y los más enfermos pueden obtener alguna otra cosa en el campo de misericordia?

El trabajador social frunció el ceño.

— Sólo si quieren ir, nadie les obliga.

— Pero usted firma el papel que les permite ir.

— Es verdad que he dado algunas tarjetas rojas y quizá tenga que darlas de nuevo. Aquí está… — Se rebuscó un bolsillo y sacó una cartulina roja parecida a una tarjeta de embarque con un pedazo de alambre para colgarla de un ojal o de una presilla del cinturón. La dejó sobre la mesa —. Es la tarjeta de dosis crítica. Tenga, léala. Dice que la persona está enferma, muy enferma. Y aquí tiene una etiqueta verde, dice que está bien y que no tiene por qué preocuparse. ¡Mire cuidadosamente la roja! «Cálculo estimativo de la exposición de unidades radiactivas», «Análisis sanguíneo», «Análisis de orina». Por una cara dice lo mismo que la verde; por la otra, la verde está en blanco, pero mire detrás de la roja. Las letras pequeñas… están directamente tomadas de la Ley Pública 10-WR-3E. Tiene que estar aquí, es obligatorio. Tenemos que leérselo, decirles cuáles son sus derechos. Lo que haga con ellos es cosa suya. Ahora, si prefiere que coloquemos las unidades móviles en la carretera, podemos…

— Dice que se limitan a leérselo, ¿no es así? ¿Nada más?

El doctor permaneció un momento en silencio.

— Si no lo entienden, tenemos que explicarlo. — Volvió a callarse, acumulando irritación —. Buen Dios, padre, cuando se le dice a un hombre que es un caso sin esperanza, ¿qué va a hacer? ¿Leerle algunos párrafos de la ley, acompañarlo a la puerta y decir: «¡El siguiente, por favor!»? Claro que no les leemos esto y nada más, no si se tienen sentimientos humanos de alguna clase.

— Comprendo esto, lo que quiero saber es algo más… Ustedes, como médicos, ¿les aconsejan a los casos sin esperanza que vayan a un campo de misericordia?

— Yo… — el médico calló y cerró los ojos; apoyó la cabeza en una mano y se estremeció ligeramente —, claro que lo hago… Si usted viese lo que yo he visto haría lo mismo… Por supuesto que lo hago.

— No lo hará aquí.

— Vaya… — El médico contuvo una exclamación de furia. Se levantó y empezó a ponerse la gorra, pero se detuvo, la dejó sobre un sillón y se acercó a la ventana. Miró ceñudo hacia el patio y después hacia la carretera. Señaló -: Allí hay un aparcamiento. Podremos instalar allí nuestras tiendas, pero son más de tres kilómetros. La mayoría de ellos tendrá que caminan — Estudió al abad y después miró de nuevo el patio con el ceño fruncido —. Mírelos… Están enfermos, heridos, destrozados y asustados. Los niños también se sienten cansados, estropeados y desdichados. ¿Dejará usted que los llevemos por la carretera, que se sienten en el polvo, el sol y…?

— No quiero que sea de este modo — dijo el abad —. Mire… acaba de decirme que una ley hecha por el hombre hace obligatorio que les lean y expliquen esto a los casos de radiación crítica. No tengo nada que objetar a eso en sí mismo. Ya que la ley se lo pide, ríndase hasta este extremo al César. ¿No puede entonces comprender que yo me vea sujeto a otra ley y que ésta me prohíbe permitirle a usted y a cualquiera en esta propiedad y bajo mi gobierno aconsejarle a nadie que haga lo que la Iglesia considera pecado?

— Oh, lo comprendo muy bien.

— Bien. Tiene tan sólo que hacerme una promesa y podrá hacer uso del patio.

— ¿Qué promesa?

— Que no le aconsejará a nadie ir a un campo de misericordia. Que se limitará al diagnóstico. Si encuentra algún caso de radiación sin esperanza, dígale únicamente lo que la ley le obliga a decir, sea tan consolador como quiera, pero no les diga que vayan a matarse.

El doctor dudó.

— Creo que podría prometerle esto para los pacientes que pertenecen a su credo.

El abad Zerchi bajó los ojos.

— Lo siento — dijo finalmente —, pero no es suficiente.

— ¿Por qué? Hay muchos que no se rigen por sus principios. Si un hombre no pertenece a su religión, ¿por qué se niega a permitir…? — calló, furioso.

— ¿Quiere que se lo explique?

— Sí.

— Porque si un hombre ignora el hecho de que algo está mal y actúa en esta ignorancia, no es culpable, ya que la razón natural no fue suficiente para mostrarle que aquello estaba mal. Pero si la ignorancia puede excusar al hombre, no excusa el acto que es equivocado en sí mismo. Si yo permitiese el acto tan sólo porque el hombre ignora que aquello está mal, entonces yo incurriría en la culpa porque yo sé que lo está. Es así de dolorosamente simple.

— Escuche, padre. Se sientan allí y lo miran. Algunos lloran, otros gritan, otros se quedan simplemente allí sentados; pero todos dicen: «¿Qué puedo hacer, doctor?». ¿Qué es lo que debo contestar? ¿Debo callar? Puedo decir: «Puede morir, esto es todo». ¿Qué les diría usted?

— Que rezaran.

— Sí, claro que sí. Escuche, el dolor es el único mal que yo conozco. Es el único con que puedo luchar.

— Entonces que Dios le ayude.

— Los antibióticos me ayudan más.

El abad Zerchi buscó una respuesta contundente, encontró una, pero decidió tragársela. Buscó una hoja en blanco y después una pluma y se las tendió al hombre.

— Escriba: «Mientras esté en la abadía, no recomendaré la eutanasia a ningún paciente». Fírmelo, y entonces podrá hacer uso del patio.

— ¿Y si me niego?

— Tendrán que arrastrarse tres kilómetros por la carretera.

— De todos los crueles…

— Al contrario, le he dado una oportunidad de cumplir con su trabajo del modo requerido por la ley que usted reconoce, sin pisotear la que reconozco yo. Que vayan o no por la carretera, está en sus manos.

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