Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— Ahí va el milagro número siete — gruñó.

Francis se apresuró a disculparse.

El abogado le hizo callar con un gesto.

— No pienses más en ello. Ya tenemos pruebas suficientes. Hay varias curas espontáneas… varios casos de recobramiento instantáneo por intercesión del beato. Son sencillas y bien documentadas. Los casos de canonización acostumbran basarse en ellas. Claro que les falta la poesía de esta historia; pero, por tu bien, casi me alegro de que sea infundada. El abogado del diablo te habría crucificado, ¿sabes?

— Yo nunca dije nada parecido a…

— ¡Lo comprendo, lo comprendo! Todo empezó con el refugio. Por cierto, hoy lo hemos abierto de nuevo.

Francis se animó.

— ¿Han encontrado algo más de san Leibowitz?

— ¡Beato Leibowitz, por favor! — le corrigió monseñor —. Todavía no. Hemos abierto la cámara interior. El hacerlo nos costó un tiempo endemoniado… Había en ella quince esqueletos y una serie de artefactos fascinantes. Aparentemente la mujer… era una mujer, los restos de la cual encontraste, fue admitida en la cámara exterior, pero la interior ya estaba llena. Quizá le habría proporcionado cierto grado de protección si la pared, al caer, no hubiese causado aquel derrumbe. Los pobres tipos de dentro quedaron atrapados por las piedras que bloquearon la entrada. El cielo sabrá por qué la puerta fue ideada para abrirse hacia fuera.

— ¿La mujer de la antecámara era Emily Leibowitz?

Aguerra sonrió.

— Aún no sé si podremos probarlo. Creo que lo era, sí… lo creo. Pero quizá dejo que la esperanza sobrepase a la razón. Tenemos que ver qué más descubrimos. El otro lado tiene un testigo presente. Todavía no debo sacar conclusiones.

A pesar de la desilusión que le había causado la narración de Francis de su encuentro con el peregrino, Aguerra se comportó de un modo cordial.

Pasó diez días en el lugar arqueológico antes de regresar a Nueva Roma y dejó a dos de sus asistentes para supervisar futuras excavaciones.

El día de su partida visitó al hermano Francis en su scriptorium.

— Me han dicho que trabajas en un documento para conmemorar las reliquias que encontraste — dijo el postulador —. Por las descripciones que me han hecho, creo que me agradaría mucho verlo.

El monje protestó diciendo que en realidad no era nada; pero fue enseguida a buscarlo, con tal ansiedad, que al desenvolver la piel de cordero le temblaban las manos.

Alegremente observó que el hermano Jeris miraba y fruncía nervioso el ceño.

Monseñor se quedó quieto unos segundos.

— ¡Precioso! — exclamó finalmente —. ¡Qué glorioso color! Es soberbio, soberbio. ¡Termínalo… hermano, termínalo!

Francis miró al hermano Jeris y sonrió interrogadoramente. El maestro de la sala de copias dio media vuelta alejándose rápidamente.

Se mostraba perturbado.

Al día siguiente, Francis desenvolvió sus plumas, tintas y panes de oro, y reemprendió su labor en el diagrama en color.

9

Unos meses después de la partida de monseñor Aguerra, llegó a la abadía procedente de Nueva Roma una segunda caravana de mulas, montadas por clérigos y guardias armados para la defensa contra los bandoleros, maníacos mutantes y, según los rumores, dragones. Esta vez la expedición estaba encabezada por un monseñor con pequeños cuernos y afilados colmillos, que anunció tenía el deber de oponerse a la canonización del beato Leibowitz y había venido a investigar — y sospechaba que quizás a establecer responsabilidades — ciertos increíbles rumores histéricos que habían salido de la abadía y, lamentablemente, llegado a las puertas de Nueva Roma. Dejó establecido que no aceptaría románticas tonterías como cierto visitante anterior, sin duda, había hecho.

El abad lo recibió educadamente y le ofreció un camastro duro en una habitación orientada hacia el sur, después de disculparse por el hecho de que la celda de los huéspedes se hubiese visto recientemente expuesta a las viruelas. Monseñor fue atendido por su propia gente y comió gachas y verduras con los monjes en el refectorio; las codornices y los pollos de chaparral escaseaban mucho en aquella época, dijeron los cazadores.

Esta vez, el abad no consideró necesario prevenir a Francis contra cualquier ejercicio liberal de su imaginación. Que lo hiciese si se atrevía. Había poco peligro de que el advocatus diaboli diese crédito inmediato aún a la verdad, sin antes darle una buena paliza y ahondar en la herida.

— Tengo entendido que eres propenso a desmayos histéricos — dijo monseñor Flaught, cuando él y el hermano Francis estuvieron solos, mirando al monje con lo que éste consideró ojos malignos —. ¿Hay algún caso de epilepsia en tu familia? ¿De locura? ¿Estructura neural mutante?

— No, excelencia.

— No soy una excelencia — espetó al sacerdote —. Bueno, ahora dirás la verdad.

Un pequeño gesto de cirujano será lo adecuado, parecía indicar su tono; sólo se necesitará una amputación menor.

— ¿Estás enterado de que los documentos se pueden envejecer artificialmente?

El hermano Francis no estaba tan al corriente.

— Je das cuenta de que el nombre de Emily no apareció en los escritos encontrados?

— Oh, pero… — calló súbitamente, dudando.

— El nombre que apareció era Em, ¿no es así? Puede que sea un diminutivo de Emily.

— Creo que así es, monseñor.

— Pero también puede serlo de Emma, ¿verdad? ¡El nombre de Emma apareció en la caja!

Francis no dijo nada.

— ¿Y bien?

— ¿Cuál fue la pregunta, monseñor?

— ¡Es igual! Tan sólo se me ocurrió demostrarte que la evidencia sugiere que Em era por Emma y que Emma no es el diminutivo de Emily. ¿Qué tienes que decir a esto?

— No había pensado en ello, monseñor, pero…

— Pero ¿qué?

— ¿No es verdad que los matrimonios se llaman a veces con otros nombres?

— ¿Tratas de burlarte de mí?

— No, monseñor.

— ¡Dime la verdad! ¿Cómo fue que descubriste el refugio y qué puedes decirme de esas fantásticas habladurías acerca de la aparición?

El hermano Francis trató de explicarlo. El advocatus diaboli lo interrumpió con periódicos bufidos y preguntas sarcásticas. Cuando terminó su narración, el abogado examinó la historia con dientes y uñas semánticos hasta que el propio monje se preguntó si había visto realmente al viejo o se había imaginado el incidente.

La técnica de examen era despiadada, pero Francis encontró la experiencia menos terrible que una entrevista con el abad. Lo más que el abogado podía hacer era arrancarle, aquella vez, los miembros uno a uno; pero saber que la operación terminaría pronto ayudaba al amputado a soportar el dolor. Sin embargo, al enfrentarse al abad, estaba siempre convencido de que un error podía ser castigado una y otra vez, pues Arkos era su superior de por vida y el perpetuo inquisidor de su alma.

Después de observar la reacción de Francis a la furiosa arremetida inicial, monseñor Flaught pareció encontrar la historia del monje demasiado sencilla para garantizarle un gran margen de ataque.

— Bien, hermano, si ésta es tu historia y te aferras a ella, no creo que tengamos que preocuparnos por ti en absoluto. Aunque sea verdad, cosa que no admito, de tan trivial es absurda. ¿Te das cuenta de ello?

— Es lo que siempre dice.

Francis, que durante años intentó quitarle al peregrino la importancia que los demás le habían atribuido.

— ¡Pues ya era hora de que lo dijeses! — exclamó Flaught.

— Siempre he dicho que pensaba que probablemente no era más que un viejo.

Monseñor Flaught se cubrió los ojos con una mano y suspiró ruidosamente. Su experiencia con los testigos inseguros le dejaba sin nada qué decir.

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