Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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El prelado dudó. Estaba enterado, pero si lo afirmaba se vería obligado a admitir, en conciencia, que el nombre de thon Taddeo se mencionaba junto con nombres de filósofos naturales muertos hacía mil y más años, pese a que el thon aún no había cumplido los treinta. El sacerdote no se sentía muy deseoso de hacer constar que aquel joven científico podía convertirse en uno de aquellos raros afloramientos de genio humano, que aparecían sólo un par de veces por siglo para revolucionar un campo entero del pensamiento de un vasto golpe… Tosió excusándose.

— Debo admitir que no he leído muchos de…

— Es igual. — Kardentrott desechó la excusa con un gesto —. En su mayor parte es altamente abstracto y aburrido para el profano en la materia. Son teorías de esencia eléctrica. Movimiento planetario. La atracción de los cuerpos. Sólo trata estos temas. Kornhoer menciona nombres como Laplace, Maxwell y Einstein… ¿Significan algo para usted?

— No mucho. La historia los menciona como filósofos naturales, ¿verdad? Son anteriores al colapso de la última civilización. Creo que además se les nombra en una de las hagiologías paganas, ¿no es así?

El erudito asintió.

— Y esto es todo lo que se sabe de ellos o de su obra. De acuerdo con nuestros historiadores, que no merecen excesiva confianza, eran físicos. Responsables del rápido encumbramiento de la cultura europeoamericana, dicen. Los historiadores no dicen más que trivialidades sobre ellos. Ya casi los había olvidado. Pero las descripciones que hace Kornhoer de los documentos antiguos que dicen tener pueden haber sido tomadas de textos físicos de alguna especie. ¡Es imposible!

— ¿Pero usted desea asegurarse?

— Tenemos que estar seguros. Ahora que ha surgido, quisiera no haber oído nunca hablar de ello.

— ¿Por qué?

Thon Taddeo estaba observando algo que había en la calle y le hizo una seña al sacerdote.

— Venga aquí un momento y le mostraré el porqué.

Apollo salió de detrás de su mesa y miró hacia la enlodada calle que había al otro lado del muro que rodeaba el palacio, barracas y edificio del Collegium, separándolos del bullicio de la ciudad plebeya. El estudioso señalaba la figura sombría de un campesino que al oscurecer conducía un asno hacia su casa. Los pies del hombre estaban envueltos en tela de arpillera y el lodo había formado una costra tan dura a su alrededor, que parecía casi incapaz de levantarlos. Pero seguía avanzando pesadamente, movía un pie tras otro y descansaba medio segundo entre paso y paso. Parecía estar demasiado cansado como para quitarse el lodo. — No sube al asno — declaró thon Taddeo —, porque esta mañana lo llevaba cargado de maíz. No se le ocurre que los sacos están ahora vacíos. Lo que es normal por la mañana también lo es por la tarde.

— ¿Le conoce?

— También pasa bajo mi ventana. Todas las mañanas y también por las tardes. ¿No lo había visto nunca?

— A mil como él.

— Mire. ¿Puede usted llegar a creer que ese bruto es el descendiente por línea directa de los hombres que según parece inventaron las máquinas voladoras, que iban a la Luna, que apresaron las fuerzas de la naturaleza, construyeron máquinas que podían hablar y parecían pensar? ¿Puede usted creer que tales hombres existieron?

Apollo se quedó en silencio.

— Mírelo — insistió el erudito —. No, ahora está demasiado oscuro. No puede usted ver los brotes de la sífilis en su cuello, el modo como el puente de su nariz está desapareciendo carcomido. Paresia. Pero para empezar, no hay duda de que se trata de un retrasado mental. Inculto, supersticioso, asesino. Maltrata a sus hijos. Por pocas monedas los mataría. Cuando sean lo suficientemente grandes para ser útiles, los venderá. Mírelo y dígame si ve en él la progenie de una civilización en un tiempo poderosa. ¿Qué ve usted?

— La imagen de Cristo — rechinó el prelado, sorprendido ante su súbita rabia —. ¿Qué esperaba que viese?

El estudioso resopló impaciente.

— La incongruencia. Hombres como éste se pueden ver a través de cualquier ventana, y hombres como los historiadores quisieran hacernos creer que una vez fueron. No puedo aceptarlo. ¿Cómo es posible que una civilización tan grande y sabia se haya destruido a sí misma de modo tan completo?

— Quizá siendo materialmente grandes y materialmente sabios, nada más — dijo Apollo.

Fue a encender un candelabro, porque la media luz se convertía rápidamente en oscuridad. Golpeó el acero y el pedernal hasta que la chispa prendió y la sopló suavemente en la mecha.

— Quizá, pero lo dudo — dijo thon Taddeo.

— Entonces, ¿tilda usted toda la historia de mito?

Una llama sobresalió de la chispa.

— No la tildo de nada. Pero debe ser discutida. ¿Quién escribió sus historias?

— Las órdenes monásticas, claro está. Durante los siglos de oscuridad no había nadie más que lo hiciese.

Traspasó la llama al pábilo.

— ¡Ya está! Esto es. Y durante el tiempo de los antipapas, ¿cuántas órdenes cismáticas fabricaron su propia versión de las cosas, haciendo pasar sus narraciones como la labor de los antiguos? No podemos estar seguros, no podemos estar realmente seguros. No puede negarse que hubo en este continente una civilización más avanzada que la que ahora tenemos. Para saberlo no hay más que mirar los escombros y el metal retorcido. Se puede excavar una cinta de arena depositada por el viento y encontrar sus destruidas carreteras. Pero ¿dónde está la evidencia de esa clase de máquinas que, según sus historiadores, tenían en aquel tiempo? ¿Dónde están los restos de los carros que avanzaban solos o de las máquinas voladoras?

— Convertidas en azadones y rejas de arado.

— Si existieron.

— Si lo duda, ¿por qué molestarse en estudiar los documentos de Leibowitz?

— Porque la duda no implica negación. La duda es una poderosa herramienta que debería ser aplicada a la historia.

El nuncio sonrió forzadamente.

— ¿Y qué quiere que yo haga acerca de ello, sabio thon?

El intelectual avanzó el cuerpo ansiosamente.

— Escríbale al abad del lugar. Asegúrele que los documentos serán tratados con el mayor cuidado y serán devueltos después de ser examinados para comprobar su autenticidad y estudiar su contenido.

— Qué seguridad quiere que le dé, ¿la suya o la mía?

— La de Hannegan, la suya y la mía.

— Sólo puedo darle la suya y la de Hannegan. Yo no tengo tropas.

El erudito enrojeció.

— Dígame — añadió apresuradamente el nuncio —, ¿por qué, dejando de lado los bandidos, insiste en ver aquí los documentos en vez de ir a la abadía?

— La mejor razón que puede dar al abad es que si los documentos son auténticos, si tenemos que examinarlos en la abadía, una sola confirmación no significará mucho para los otros estudiosos seglares.

— ¿Quiere decir que sus colegas pueden pensar que los monjes le han engañado?

— Pues sí, podría inferirse algo semejante. Pero también es importante pensar que si los traen aquí, pueden ser examinados por todos los miembros del Collegium que están calificados para dar su opinión. Y los thons visitantes de otros principados también podrán verlos. Pero no es posible llevar a todo el mundo al desierto durante seis meses.

— Comprendo su opinión.

— ¿Enviará la petición a la abadía?

— Sí.

Thon Taddeo pareció sorprenderse.

— Pero será su petición, no la mía. Y para ser justos debo decirle que no creo que dom Paulo, el abad, diga que sí.

El thon, sin embargo, pareció quedar satisfecho. Cuando se hubo marchado, el nuncio llamó a su secretario.

— Mañana saldrá hacia Nueva Roma — le dijo.

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