Thon Taddeo llegó a despreciar a toda la corte de Texarkana pero con juvenil inconsciencia volvió voluntariamente a aquella corte para ser finalmente legitimado como el hijo de su padre, y al parecer perdonó a todos menos a la difunta duquesa, que lo había exiliado, y a los monjes, que lo habían cuidado durante su exilio.
«Quizá piensa que nuestro claustro es un lugar de prisión vil», se dijo el abad.
Tendría amargos recuerdos, otros que se confundían con sus fantasías.
Tal vez algunos que sólo eran imaginarios.
…Semillas de controversia en el campo de la Nueva Cultura — continuó el lector —. Así que preste atención y vigile los síntomas.
Pero, por otra parte, no sólo Su Supremacía, sino los dictados de la caridad y la justicia quieren que se lo recomiende como un hombre de buenas intenciones o, por lo menos, que se le considere sin malicia, como la mayoría de esos educados y caballerosos paganos (y paganos seguirán siendo, a pesar de todo). Si es usted firme y cuidadoso, amigo mío, él sabrá comportarse, pero tenga cuidado.
Tiene una mente como un mosquete cargado capaz de dispararse en cualquier dirección.
Confío, sin embargo, que el tener que convivir con él durante un tiempo no resulte un problema demasiado gravoso para su ingenio y hospitalidad.
Quidam nihi calix nuper expletur, Paule. Precamini ergo.
Texarkanae datum est Octava Ss Petri et Pauli, Anno Domini termillesimo…
— Veamos de nuevo el sello — dijo el abad.
El monje le tendió el rollo. Dom Paulo se lo acercó a los ojos para observar las letras borrosas que habían sido impresas en el fondo del pergamino mediante un sello de madera muy poco entintado.
CON EL VISTO BUENO DE HANNEGAN 11, POR LA GRACIA DE DIOS PADRE, GOBERNANTE DE TEXARKANA, DEFENSOR DE LA FE Y VAQUERO SUPREMO DE LAS LLANURAS.
SU MARCA: X
— Quisiera saber si Su Supremacía hizo que alguien le leyese la carta más tarde — se preocupó el abad.
— ¿De ser así, reverendo, cree que la carta hubiese sido enviada?
— Supongo que no; pero la ligereza bajo las narices de Hannegan, a pesar de la incultura del alcalde, no es el estilo de Marcus Apollo, a menos que tratase de decirme algo entre líneas y no se le ocurriese un modo seguro de hacerlo. Esta última parte en la que menciona cierto cáliz que teme no desaparecerá. Está claro que hay algo que le preocupa, pero ¿qué? Éste no es el estilo de Marcus, no lo es de ningún modo.
Varias semanas habían transcurrido desde la llegada de la carta; durante aquellas semanas, dom Paulo durmió mal y sufrió una recaída en sus viejos achaques gástricos. Meditó mucho sobre el pasado en busca de algo que pudiese haber sido hecho de modo diferente para poder conjurar el futuro. «¿Qué futuro?», se preguntó. No parecía existir ninguna razón lógica para esperar problemas. La animosidad entre los monjes y los lugareños había desaparecido, ningún signo de agitación venía de las tribus de pastores del norte y el este, la imperial Denver no llevaba adelante su intento de aumentar los impuestos de las congregaciones monásticas. No se hallaban tropas en la vecindad. El oasis seguía proporcionando agua y no parecía haber ninguna amenaza de plaga entre los hombres y los animales. Aquel año, el maíz florecía bien en los campos irrigados. El mundo daba señales de progreso y el pueblo de Sanly Bowitts lograba el fantástico porcentaje de un ocho por ciento de letrados… por el que sus habitantes podían, aunque no lo hacían, dar las gracias a los monjes de la orden de Leibowitz.
Y sin embargo, tenía malos presentimientos. Alguna amenaza sin nombre estaba al acecho a la vuelta de la esquina del mundo, esperando que el sol se alzase nuevamente. Aquella sensación lo consumía y molestaba tanto como un enjambre de insectos hambrientos que zumban alrededor de la propia cara bajo el sol del desierto. Tenía la sensación de lo inminente, lo implacable, lo insensato; algo se enroscaba como un crótalo enloquecido por el sol, preparado a atacar a la menor señal.
Era un diablo con quien trataba de luchar desesperadamente, decidió el abad, pero un diablo muy evasivo. Su demonio era muy pequeño, como lo son todos; sólo le llegaba a la altura de la rodilla, pero pesaba diez toneladas y tenía la fuerza de quinientos bueyes. No lo llevaba la malicia, como imaginaba dom Paulo, no tanto como estaba empujado por un loco apremio, algo parecido al comportamiento de un perro rabioso. Clavaba los dientes, huesos y uñas en la carne tan sólo porque se había condenado a sí mismo y la maldición creaba un censurable apetito insaciable. Y era malévolo porque había negado a Dios y la negación se había convertido en parte de su esencia o un defecto en ella. En algún punto, se dijo dom Paulo, se movía entre un mar de hombres y dejaba una estela de mutilados.
«¡Qué tonterías, viejo! — se reprendió a sí mismo —. Cuando estás cansado de vivir, los simples cambios te parecen malévolos, ¿no es así? Porque cualquier cambio estorba la paz letal del cansancio de la vida. Existe el diablo, claro que sí, pero no le carguemos con más de lo que su condenación merece. ¿Tan cansado estás de la vida, viejo fósil?»
Pero el presentimiento persistió.
— ¿Cree usted que los buitres se habrán comido ya al viejo Eleazar? — dijo una voz tranquila a su espalda.
Sobresaltado, dom Paulo miró a su alrededor en la penumbra. La voz pertenecía al padre Gault, el prior y su probable sucesor. Tenía una rosa entre sus dedos y parecía lamentar haber turbado la soledad del anciano.
— ¿Eleazar? ¿Se refiere a Benjamín? ¿Ha tenido noticias de él?
— Pues no, padre abad — rió, incómodo —. Pero parecía estar usted mirando hacia la meseta y me dije que quizá pensaba en el viejo judío. — Miró hacia la montaña en forma de yunque, que se recortaba contra el cielo grisáceo en el oeste —. Se ve un penacho de humo, lo que me hace suponer que sigue vivo.
— No tendríamos que suponerlo — dijo abruptamente dom Paulo —. Voy a cabalgar hasta allí para hacerle una visita.
— Habla usted como si pensase salir esta misma noche — dijo Gault, intentando contener una sonrisa.
— Dentro de un par de días.
— Es mejor que tenga cuidado. Dicen que tira piedras a los escaladores.
— Hace cinco años que no le veo — confesó el abad —. Y esto me avergüenza. Está solo. Iré.
— Si está solo, ¿por qué insiste en vivir como un eremita?
— Para escapar de la soledad… en un mundo joven.
El joven monje se echó a reír.
— Quizás eso tenga sentido para él, dómine, pero no lo llego a comprenden.
— Lo hará cuando tenga mi edad o la suya.
— No espero llegar a tan viejo. Dice tener miles de años. El abad sonrió evocadoramente.
— Y sabe usted, no puedo ponerlo en duda. Le conocí cuando sólo era un novicio, hace cincuenta años, y juraría que parecía tan viejo entonces como ahora. Debe de tener más de cien años.
— Él dice que tres mil doscientos nueve. A veces hasta más. Creo que incluso está convencido de ello. Una locura interesante.
— No estoy tan seguro de que esté loco, padre. Tan sólo tiene el juicio desviado. ¿Para qué quería verme?
— Tres pequeños problemas. Primero, ¿cómo sacamos al poeta de las habitaciones de los huéspedes reales, antes de la llegada de thon Taddeo? Estará aquí en unos días, y el poeta parece haber echado raíces.
— Yo me encargo del poetastro. ¿Qué más?
— Las vísperas. ¿Estará usted en la iglesia?
— No, hasta completas. Encárguese usted. ¿Qué más?
— Hay una disputa en el sótano, acerca del experimento del hermano Kornhoer.
— ¿Quién y cómo?
— Pues lo absurdo del asunto es que el hermano Armbruster tiene la actitud de vespero mundi expectando mientras que para el hermano Kornhoer es el amanecer de los milenios. Kornhoer hace un poco de espacio para colocar una pieza de su equipo. Armbruster grita: «¡Perdición!». El hermano Kornhoer grita: «¡Progreso!», y empiezan de nuevo las discusiones. Después vienen a mí, enfurecidos, echando pestes para que lo resuelva. Los regaño por no haberse dominado, y durante diez minutos se tratan mutuamente como corderitos o cervatillos. Seis horas después, el piso de la biblioteca tiembla por los rugidos del hermano Armbruster: «¡Perdición!». Puedo resolver los estallidos, pero parece existir un problema básico.
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