— ¿Vía a la abadía Leibowitz? — preguntó éste.
— A la vuelta venga por aquel camino. El informe a Nueva Roma es urgente.
— Sí, monseñor.
— En la abadía dígale a dom Paulo que Sheba espera que Salomón vaya a ella, llevando regalos. Entonces será mejor que se tape los oídos. Cuando la explosión haya terminado, vuelva; que yo pueda decirle a thon que no.
El tiempo se desliza lentamente en el desierto y hay pocos cambios que marquen su paso. Dos estaciones habían transcurrido desde que dom Paulo había negado la solicitud del otro lado de las Llanuras; pero sólo hacía unas semanas que el asunto había quedado resuelto. ¿Lo estaba realmente? Era evidente que a Texarkana no le agradaba el resultado.
Aquel anochecer, el abad paseaba alrededor de los muros de la abadía con la mandíbula hacia delante, como un viejo peñasco patilludo contra las posibles oleadas del mar de los acontecimientos. Su cabello ralo flotaba en blancos penachos en el viento del desierto, que arrollaba su hábito apretadamente sobre el cuerpo encorvado, haciéndolo parecer como un demacrado Ezequiel con una pequeña barriga curiosamente redonda. Metía sus rugosas manos entre las mangas y de vez en cuando miraba a lo lejos al otro lado del desierto hacia el pueblo de Sanly Bowitts. La luz rojiza proyectaba su sombra a través del patio, y los monjes que la veían al cruzarlo observaban perplejos al anciano. últimamente su superior parecía estar de mal humor y sometido a extraños presentimientos. Se murmuraba que se acercaba el momento en que un nuevo abad sería nombrado como maestro de los hermanos de san Leibowitz. Se comentaba que el anciano no estaba bien, nada bien. Se decía que si el abad oía lo que decían, el murmurador debería saltar velozmente al otro lado del muro. El abad se había enterado, pero por una vez se daba el gusto de no hacerles caso. Sabía que lo que se murmuraba era cierto.
— Léamelo de nuevo — le dijo abruptamente al monje que estaba quieto a su lado.
El monje encapuchado se acercó despacio en dirección al abad.
— ¿Cuál, dómine? — preguntó.
— Ya lo sabe.
— Sí, reverendo.
El monje se rebuscó una manga. Parecía estar repleta de documentos y correspondencia; después de un momento, encontró lo que buscaba. Pegada en el rollo estaba la etiqueta:
SUB IMMUNITATE APOSTOLICA HOC SUPPOSITUM EST QUISQUIS NUNTIUM MOLESTARE AUDEAT IPSO FACTO EXCOMMUNICETUR
DET: R'dissimo Domno Paulo de Pecos, AOL, Abbati (Monasterio de los hermanos de Leibowitz, en las afueras del pueblo de Sanly Bowitts, desierto del sudoeste, Imperio de Denver.) C.I. SALUTEM DICIT: MarcusApollo.
Papatiae Apocrisarius Texarkanae.
— De acuerdo, éste es. Léalo — dijo impaciente el abad.
«Accedite ad eum…» El monje se persignó y murmuró la acostumbrada bendición de los textos; pronunciada antes de leer o escribir, de modo casi tan meticuloso como la bendición de los alimentos. Porque la preservación de la cultura y el estudio, a través de un negro milenio, había sido la tarea de los hermanos de Leibowitz, y aquellos pequeños rituales ayudaban a mantener la labor en su punto justo.
Terminada la bendición, mantuvo el rollo en alto contra la luz del sol para que se hiciese transparente.
«Iterum oportet apponere tibi crucem ferendam, amice.»
Su voz era un débil sonsonete mientras sus ojos entresacaban las palabras del bosque de adornos superfluos. El abad se apoyó en el parapeto para escuchar, mientras miraba los buitres volando en círculos sobre la mesa de Last Resort.
De nuevo es necesario imponerle una cruz para ser llevada, viejo amigo y pastor de los miopes ratones de biblioteca — zumbó la voz del lector — Pero quizá la carga de la cruz tenga el sabor del triunfo. Según parece, después de todo, Sheba se reunirá con Salomón, probablemente con la idea de denunciarlo como un charlatán.
La presente es para notificar que thon Taddeo Pfardentrott D. N. Sc. Sabio entre Sabios, Erudito entre los Eruditos, Rubio hijo Natural de cierto príncipe y regalo de Dios para una «generación que despierta», se ha decidido finalmente a visitarle, habiendo perdido toda esperanza de transportar vuestra Memorabilia a su justo reino. Llegará hacia la Festividad de la Asunción, si logra evitar los grupos de «bandidos» en el camino… Traerá sus dudas y un pequeño grupo de caballería armada, cortesía de Hannegan II, cuya corpulenta persona está aún en este momento agitándose a mi alrededor mientras escribo, gruñendo y frunciendo el ceño ante estas líneas que Su Supremacía me ha ordenado escribir, y en las que Su Supremacía espera aclame a su primo, el thon, en la esperanza de que le honrará usted adecuadamente. Pero ya que el secretario de Su Supremacía está en cama con un ataque de gota, ¡trataré de ser sincero!
Primero permítame que le prevenga acerca de esa persona, thon Taddeo. Trátelo con su acostumbrada caridad, pero no se fíe de él. Es un estudioso brillante, pero un estudioso seglar y un cautivo político del Estado. Aquí, Hannegan es el Estado. También debo informarle que el thon es bastante anticlerical. Después de su embarazoso nacimiento, fue enviado a un monasterio de benedictinos y… Pero no, pregúntele al correo lo sucedido…
El monje apartó los ojos de su lectura. El abad seguía mirando los buitres sobre Last Resort.
— ¿Sabe cuál ha sido su infancia, hermano? — preguntó dom Paulo.
El monje asintió.
— Siga leyendo.
La lectura continuó, pero el abad ya no escuchaba. Conocía la carta casi de memoria, pero seguía pensando que había algo que Marcus Apollo había tratado de decirle entre líneas y que él, dom Paulo, no conseguía comprender. Pero ¿qué era? El tono de la carta era levemente impertinente, pero parecía estar llena de ominosas incongruencias que probablemente fueron escritas para añadir alguna sencilla y oscura congruencia. ¡Si sólo pudiese saber cuál! ¿Qué peligro entrañaba el dejar que un erudito seglar estudiase en la abadía?
El propio thon Taddeo, según el correo portador de la carta, fue educado en el monasterio de los benedictinos, donde se le había llevado de niño para evitar complicaciones a la esposa de su padre. El padre del thon era el tío de Hannegan, pero su madre era una sirvienta. La duquesa, esposa legítima del duque, nunca había protestado de los galanteos del duque, hasta que esta criada le dio a él el hijo que siempre deseara; en aquel momento lo lloró como injusto. Ella sólo había podido darle hijas, y ser vencida por una plebeya atrajo su ira. Envió lejos al niño, azotó y despidió a la sirvienta y retuvo de nuevo al duque absolutamente dominado. Habiendo decidido que para recuperar su honor tenía que darle un hijo, le dio tres niñas más. El duque esperó pacientemente quince años, y cuando ella murió de parto — de otra niña —, fue rápidamente a los benedictinos para reclamar al muchacho y designarlo su heredero.
Pero el joven Taddeo de Hannegan-Pfardentrott se había convertido en un muchacho amargado. Pasó de la infancia a la adolescencia viendo la ciudad y el palacio donde su primo estaba siendo preparado para el trono. Si su familia le hubiese ignorado por completo, quizás habría madurado sin sentir su vida de paria. Pero tanto su padre como la sirvienta, cuyo seno le había cobijado, acudían a visitarle con la frecuencia suficiente como para recordarle que había sido engendrado de los humanos y no de las piedras; y así se daba vagamente cuenta de que le privaban del amor al cual tenía derecho. Y entonces también el príncipe Hannegan llegó al mismo monasterio para realizar un año de estudios; gobernó y ganó a su primo bastardo en todo, excepto en agudeza mental. El joven Taddeo odió al príncipe con una furia tranquila y decidió distanciarse de él lo más posible por medio del estudio. Sin embargo, la carrera resultó una farsa; el príncipe abandonó la escuela monástica al año siguiente, tan inculto como había llegado, y no se volvió a pensar en su educación. Mientras tanto, su exiliado primo continuó solo la carrera y ganó altos honores; pero su victoria fue vana porque a Hannegan no le importó.
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