Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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La fiesta de Baco: краткое содержание, описание и аннотация

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—¿Tengo autorización para quitar la presión en la ca­bina, Houston?

—Tiene autorización, John. Usted manda. Quite la pre­sión en la cabina.

Da la señal y aguarda que la presión se desangre. Los indicadores tiemblan. Finalmente, puede abrir la escotilla. Tiene autorización para salir de la nave, John. Se echa al hombro la pala y baja cuidadosamente por la escalerilla. Las botas muerden la arena roja. En esta lon­gitud es mediodía en Marte, y el cielo púrpura tiene un cálido resplandor dorado. Oxenshuer se acerca al túmu­lo. Se alegra al descubrir que tendrá que excavar relati­vamente poco: la fuerza de sus cohetes, durante el des­censo, ha desalojado buena parte de la arena que cubría la tumba de sus amigos. Ágilmente, coloca la pala en su lugar y empieza a retirar el resto de la arena. Pocos mi­nutos después, la brillante cúpula de la tortuga es visi­ble en varios lugares. Oxenshuer trabaja con más deli­cadeza, rascando con cuidado, hasta que toda la cúpula queda al descubierto. Enfoca su linterna hacia ella y ve los cuerpos de Vogel y Richardson. No llevan casco, y sus trajes están abiertos: vestimenta informal; la mejor para morir. Vogel está sentado ante los controles de la tortuga. Richardson yace detrás de él, en el suelo del vehículo. Sus caras están resecas, casi desprovistas de carne, pero sus rasgos conservan la expresión y Oxenshuer se da cuenta de que tuvieron una muerte pacífica, aceptando el final con tranquilidad. Pacientemente, trabaja para levantar la cúpula de la tortuga. Por fin, el cierre cede y la cúpula se abre. Metiéndose dentro, des­liza sus brazos bajo el cuerpo de Dave Vogel y lo saca del traje espacial. Es muy ligero: una momia, una efigie. Vogel parece no pesar nada. Oxenshuer lleva el cadáver reseco hasta la nave con facilidad. Sube la escalerilla con Vogel en sus brazos. Dentro, rompe el contenedor de plástico adornado con la bandera que le ha proporciona­do la NASA, y envuelve tiernamente el cuerpo con él. Estiba a Vogel en la bodega de la nave. Luego vuelve a la tortuga para sacar a Bud Richardson. En una hora, termina el trabajo.

—Misión cumplida, Houston.

La cápsula de aterrizaje se precipita con toda preci­sión en el Pacífico. El barco de salvamento, a sólo tres kilómetros de distancia, se acerca al lugar mientras los helicópteros se colocan en posición sobre la nave espa­cial que se balancea. Los hombres rana acuden a colocar el cinturón de flotación: la vieja, vieja rutina. Inmediatamente, se abre la escotilla. Oxenshuer emerge. El helicóptero más próximo baja su barquilla de rescate. Oxenshuer desaparece dentro de la nave y vuelve un momento después con el cuerpo amortajado de Vogel, que entrega a los nadadores. Lo ponen en la barquilla y ésta sube hasta el helicóptero. Después, el cuerpo de Richardson y el mismo Oxenshuer.

El Presidente aguarda en la cubierta del barco de salvamento. Con él están las dos viudas, vestidas de ne­gro, con los ojos secos, de pie, firmes y rígidas. El Pre­sidente sonríe cálidamente a Oxenshuer y le estrecha la mano.

—Un trabajo estupendo, capitán Oxenshuer. Todo el mundo le está agradecido.

—Gracias, señor.

Oxenshuer besa a las viudas. A la mujer de Richardson primero; un abrazo y unos suaves murmullos de con­suelo. Después se acerca a Claire, consciente de la pre­sencia de las cámaras de televisión. La estrecha casta­mente. Castamente, aprieta su mejilla contra la de Claire.

—Tenía que traerlo, Claire. No podía descansar hasta recuperar esos cuerpos.

—No tenías por qué hacerlo, John.

—Lo hice por ti.

Le sonríe. Los ojos de Claire son brillantes y cariño­sos.

Hay una ceremonia en cubierta. El Presidente con­cede condecoraciones póstumas a Richardson y Vogel. Oxenshuer se pregunta si sujetarán las medallas a los cuerpos, como las etiquetas que colocan a los cadáveres en el depósito, pero no; se las entregan a las viudas. Después, Oxenshuer recibe a su vez una medalla por su dramático retorno a Marte. El Presidente pronuncia un pequeño discurso. Oxenshuer finge escuchar, pero casi todo el tiempo sus ojos están fijos en Claire.

Con Claire sentada a su lado, una vez más se aleja de Los Ángeles por la carretera de San Bernardino, en dirección Este, cruzando los suburbios de plástico, atrave­sando Alhambra y Azusa, pasando por Covina Hills, Forest Lawn, San Bernardino, Banning e Indio, hasta lle­gar al desierto. Es un hermoso día de finales de invierno y las lluvias recientes han reverdecido las colinas y he­cho florecer los cactos. Él vigila cuidadosamente los pun­tos de referencia: llanuras, lagos secos.

—Creo que es aquí. En realidad, estoy seguro.

Deja la carretera y conduce el auto en dirección No­reste. Sí, no hay duda: allí está el lecho seco del lago y su coche abandonado, con aspecto antiguo, oxidado y corroído, con la capota levantada, las ruedas y el motor saqueados por los rateros hace mucho tiempo. Aparca su auto al lado, sale, se coloca la mochila. Hace señas a Claire.

—Vamos. Tendremos que andar bastante.

Ella sonríe tímidamente. Baja del coche y se apoya apenas contra John, rozando sus labios con los suyos. Él empieza a temblar.

—Claire. ¡Oh, Dios, Claire!

—¿Cuánto tendremos que andar?

—Horas.

Él adapta sus pasos a los de la muchacha. Si es nece­sario, acamparán durante la noche y llegarán a la ciudad al otro día, pero confía en estar allí antes del amanecer. Claire es fuerte, por lo que cree en la posibilidad de cu­brir el trayecto en cinco o seis horas, pero existe la posibilidad de que él no pueda encontrar las mesetas gemelas. No tiene brújula, no tiene mapas; sólo cuenta con su intuición para guiarlo hasta la ciudad. Se encaminan hacia el Norte. Ninguno de los dos habla mucho. Cada media hora se detienen para descansar; él se quita la mochila y ella le da la cantimplora. El aire es suave y fra­gante. Unas liebres audaces los acompañan. Hay pimpollos por todas partes. Oxenshuer, transfigurado por el amor, siente deseos de saltar y elevarse.

—Pronto veremos las mesetas.

—Espero que sí. Estoy empezando a cansarme, John.

—Si quieres, podemos detenernos y acampar.

—No. No. Sigamos. No puede estar muy lejos, ¿ver­dad?

Siguen. Oxenshuer calcula que ya han recorrido doce o trece kilómetros. Y aunque se hayan desviado un poco, tendrían que entrever las mesetas; le preocupa no ver­las. Si no las encuentra en la media hora siguiente acam­pará, porque no quiere andar después de la puesta del sol..

Súbitamente, suben a una pequeña colina y las me­setas aparecen: dos enormes rocas escarpadas de color gris oscuro que se recortan contra la arena. Las sombras del anochecer las oscurecen parcialmente, pero son in­confundibles.

—Allí están, Claire. Allá.

—¿Ves la ciudad?

—Desde aquí es imposible. No sé por qué, nos he­mos acercado desde un costado. Pero llegaremos pronto.

A un paso más rápido, ahora, bajan por la suave pen­diente hacia la llanura. Las mesetas dominan la escena. El corazón de Oxenshuer late con fuerza, y no es sólo por el esfuerzo de llevar su mochila. Allá aguardan Matt y Jean, Will y Nick, el Orador, la casa del dios, el laberin­to. Darán la bienvenida a Claire, su mujer; le asignarán una casita en el borde de la ciudad, iniciarán a Claire en sus ritos. Pronto. Pronto. Las mesetas se acercan.

—John, ¿dónde está la ciudad?

—Entre las mesetas.

—No la veo.

—Desde aquí es imposible. Lo único visible es la em­palizada, y cuando te acercas ves algunos tejados.

—Pero ni siquiera veo la empalizada, John. Sólo un espacio abierto entre las mesetas.

—Son las sombras. El ojo se engaña con facilidad.

Pero a él también le parece raro. Ciertamente, a la hora del crepúsculo es posible engañarse, pero tiene la impresión de que no hay nada entre las mesetas. ¿Acaso no serán las mismas mesetas? Resultaría difícil. A cau­sa de su forma original y única, nunca podría confundirlas con otras formaciones. ¿Y la ciudad, entonces? ¿Dónde se ha ido la ciudad? A cada paso se siente más inquieto. Tra­ta de esconder su nerviosismo a Claire, pero ella está tensa, irritable, casi aterrada. Le pregunta repetidas ve­ces qué ha sucedido, si se han extraviado. Él la tranqui­liza lo mejor posible. Éste es el lugar, le dice. Quizá la ciudad es invisible a causa de una ilusión óptica, o tal vez por otra clase de ilusión, obra de la gente de la ciudad.

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