Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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La fiesta de Baco: краткое содержание, описание и аннотация

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Éste es el amanecer del día de la Fiesta. Durante toda la noche, los tambores y los conjuros han resonado por la ciudad. Ha estado solo en la casa, porque ni siquiera los niños se han quedado en ella; todos bailaban en la plaza y sólo él, no iniciado, ha quedado excluido de la di­versión. Durante buena parte de la noche no ha podido dormir. Pensó en usar del vino para calmarse, pero se abstuvo de tocar la botella por miedo a tener visiones. Ahora es por mañana, temprano, y debe haber dormido, porque se descubre emergiendo de un sueño profundo, pero no recuerda haber entrado en él. Se sienta. Oye pa­sos; alguien anda por la casa.

—¿John? ¿Estás despierto, John? — Es la voz de Matt.

—¡ Estoy aquí! —grita Oxenshuer.

Entran en su cuarto Matt, Nick y Will. Tienen las tú­nicas manchadas de vino tinto, las caras demacradas y los ojos enrojecidos y demasiado brillantes; es evidente que no han dormido en toda la noche. Sin embargo, de­trás de su fatiga, Oxenshuer percibe la euforia. Están ex­citados, muy excitados, casi en estado extático, y apenas es el amanecer del día de la Fiesta. Ve que los dedos de sus amigos tiemblan. Sus cuerpos están tensos y expec­tantes.

—Hemos venido a buscarte —dice Matt—. Toma, pon­te esto.

Le tira a Oxenshuer una túnica similar a la que llevan ellos. Durante todo este tiempo, Oxenshuer ha seguido usando sus ropas mundanas, que lo señalaban, lo con­vertían en un forastero notorio. Desnudo, sale de la cama y coge sus calzoncillos, pero Matt menea la cabeza. Hoy, dice, sólo se lleva túnica. Oxenshuer asiente y se viste con la túnica el cuerpo desnudo. Después se adelanta: Matt lo abraza solemnemente, con un abrazo fuerte y cá­lido, y luego Will y Nick hacen lo mismo. Los cuatro hombres dejan la casa. Las sombras largas del amanecer se estiran en la avenida que lleva al laberinto; las montañas que hay detrás de la ciudad tienen las cimas manchadas de rojo. Allá adelante, donde la avenida deja paso a las calles estrechas, se ve una lengua de humo negro que lame el cielo. La reverberación de la música golpea los muros de los edificios. Oxenshuer siente una extraña sensación de confianza y está seguro de que podría franquear el laberinto sin ayuda esta mañana; cuando llegan a su borde exterior anda delante de los otros, pero una súbita confusión lo asalta, una imposibilidad de distinguir una calle de otra, y se queda atrás en silen­cio, dejando que Matt lo guíe.

Diez minutos después llegan a la plaza.

Tiene un aspecto abigarrado y caótico. Todos los habi­tantes de la ciudad están allí, unos bailando, otros can­tando, golpeando tambores, soplando trompetas o yacien­do exhaustos. Pese a la frialdad del aire, muchas túnicas están abiertas y algunos ciudadanos han prescindido com­pletamente de ellas. Los niños corren, gritando y jugan­do a perseguirse. A lo largo del frente del comedor se han instalado barricas de vino, que brota libremente de las canillas, empapando a quienes acercan su copa o, simplemente, arriman los labios al chorro. Más atrás, frente a la casa del Orador, ha surgido una plataforma de ma­dera y el Orador con los ancianos de la ciudad se sienta, entronizado, sobre ella. Una gigantesca hoguera, que ocu­pa unos veinte metros cuadrados, ha sido encendida en el centro de la plaza,alimentada por leños dispuestos en una inmensa pirámide, acarreada, sin duda, desde algún depósito en el laberinto. El calor que despide es enorme, y el humo que desprende es el que vio Oxenshuer desde el borde de la ciudad.

Su llegada a la plaza sirve de señal. En pocos instantes, se hace el silencio. La música muere, la danza se de­tiene y nadie se mueve. Oxenshuer, flanqueado por sus patrocinadores Nick y Will, y precedido por su herma­no Matt, avanzainquieto hacia el trono del Orador. El anciano se pone de pie y hace un gesto, evidentemente una bendición.

—Que Dionisos te reciba en su seno —dice el Orador, y su voz sonora llega a toda la plaza—. Bebe y deja que el santo cure tu alma; bebe y deja que el océano bendito te sumerja. Bebe. Bebe.

—Bebe —dice Matt, y lo guía hacia las barricas.

Una chica de unos catorce años, desnuda, con el cuer­po brillante de sudor, le da una copa. Oxenshuer la llena y se la lleva a los labios. Es el vino dulce y espeso, el vino sacramental que bebió el día que luchó con Matt. Se desliza fácilmente por su garganta. Bebe más y se sirve una y otra vez, a medida que se le termina.

El Orador hace un gesto y la música se reanuda. Se reemprenden los frenéticos bailes. Tres hombres desnu­dos arrojan más leños al fuego y éste arde con furia, en­viando chispas hasta lo alto de la cruz que remata la iglesia. Nick, Will y Matt conducen a Oxenshuer hasta un grupo de bailarines que giran a toda velocidad alrede­dor del fuego gritando, cantando, golpeando los pies con­tra el pavimento y alzando los brazos al cielo. Al princi­pio, Oxenshuer se siente desconcertado por sus coribánticos movimientos y siente vergüenza de imitarlos, pero cuando el vino llega a su cerebro deja de lado su timidez y salta con tantas ganas como los demás; deja de ser un espectador de sí mismo y participa plenamente. Gira. Golpea. Salta. Grita. Gira. Golpea. Salta. Grita. La danza centrifuga su mente: lagos de sangre se forman en las pa­redes de su cráneo y, mientras gira, invaden las circun­voluciones de su cerebelo. El calor del fuego hace brillar su piel. Canta:

Dile al santo que caliente mi corazón,
dile al santo que me dé aliento,
dile al santo que sacie mi sed.

Sed. Cuando ha danzado tanto que su aliento es fue­go en la garganta, sale vacilante del círculo y se sirve generosamente de una canilla. Su ansia porel vino espeso lo asombra. Es como si estuviera sediento desde hace siglos, como si cada una de sus células se hallara reseca y marchita, y sólo el vino pudiera restaurarlo.

Regresa al círculo. Su cabeza late, sus pies descalzos golpean los guijarros, sus brazos quieren abrazar el cie­lo. Éste es el dios cuyo nombre es música. Éste es el dios cuya alma es vino. Hay noventa o cien personas en el círculo central de bailarines, ahora, y se han formado otros círculos en las esquinas de la plaza, de modo que todo el inmenso espacio es un nido de cegadores vórti­ces de movimiento. Esos vórtices le atraen, le absorben fuera de sí mismo; está perdiendo todo sentido de su persona como entidad individual.

Saltando, gritando, cantando, golpeando,
levantando, trepando, volando, remontándose,
disolviéndose, uniéndose, amando, brillando,
cantando, remontándose, uniéndose, amando.

—Ven —murmura Matt—. Ahora tenemos que luchar un poco.

Descubre que han construido un foso para la lucha en la esquina más lejana de la plaza, frente a la iglesia. Es cuadrado y tiene listones bajos de madera, de unos diez metros de longitud por cada lado, que limitan el espacio lleno de arena del desierto. El Orador ha girado su majestuoso asiento, de modo que ahora mira hacia el foso; todos los demás se amontonan alrededor del lu­gar donde lucharán. La multitud abre paso a Matt y Oxenshuer. No lejos del foso, Matt se quita la túnica; su fornido cuerpo desnudo está brillante de sudor. Oxens­huer también se desnuda, después de vacilar un instan­te. Avanzan hacia la entrada del foso. Antes de entrar, un chico les da una botella de vino a cada uno. Oxens­huer, que ya se siente flojo y mareado a causa de la bebida, se pregunta qué efecto tendrá ese vino en su coordinación física, pero coge la botella y bebe varios sorbos. Un momento después, está vacía. Una jovencita le ofrece otra.

—Bebe unos pocos sorbos —le aconseja Matt—. En honor del dios.

Oxenshuer hace lo que le dicen. También Matt está bebiendo de la segunda botella. Luego sonríe, y de repente arroja el vino sobrante a Oxenshuer, que no vacila en tomar su desquite. Se oyen gritos de alegría. Ambos hombres están empapados en vino dulce y pegajoso. Matt ríe a carcajadas y le da una palmada en la espalda a Oxenshuer. Entran en el foso.

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