Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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—Imposible —dice Richardson—. ¿Desde cuándo la arena interfiere en las ondas radiales?

Vogel se encoge de hombros.

—No es un problema de interferencias, tonto. Esun problema de fallo total de los sistemas. No sé por qué.

Ahora deben de estar a diez metros de la superficie. Enterrados. Vogel golpea la escotilla, pensando que si pudieran salir de la tortuga, quizá lograran llegar hasta la superficie, a través de la arena floja, y después... Después, ¿qué? ¿Volver andando hasta la nave, a noventa kilómetros de distancia? Sus trajes tienen suministro de oxígeno para treinta y seis horas. Deberían avanzar a dos kilómetros y medio a la hora por un terreno accidentado y lleno de cráteres, a fin de llegar a tiempo, y con la tor­menta sus posibilidades de sobrevivir para avanzar un kilómetro son desalentadoras. Oxenshuer no tiene una tortuga de reserva en la que ir a buscarlos, si conociera su situación; sólo dispone del pequeño vehículo uniper­sonal que usan para las exploraciones geológicas a cor­ta distancia, en las cercanías de la nave.

—¿Sabes una cosa? —dice Vogel—. Somos hombres muertos, Bud.

Richardson menea la cabeza con vehemencia.

—¡No digas idioteces! Aguardaremos a que termine la tormenta y después saldremos de aquí. Mientras tanto, será mejor rezar.

Pero su voz no es convincente. ¿Cómo se enterarán de que la tormenta ha terminado? Ya están muy por debajo de la nueva superficie de la llanura marciana, y donde se hallan todo está tranquilo y abrigado. Toneladas de arena mantienen cerrada la escotilla de la tortuga. No hay escape. Vogel tiene razón: son hombres muertos. La única cuestión pendiente es el tiempo: son hombres muertos. ¿Deben aguardar a que se agoten las reservas de aire de la tortuga o deben tomar alguna medida inmediata para apresurar el inevitable final, haciendo un mutis hono­rable, rápido y sin dolor? Aquí, la visión de Oxenshuer vacila. No sabe cómo habrían montado la coreografía de su muerte. Sólo sabe que, cualquiera que fuese su de­cisión, llegarían a ella sin amargura ni pánico, y que par­tirían con serenidad. La visión se desvanece. Yace solo en la oscuridad. El final de la borrachera ha desaparecido de su mente.

—Ven —dijo Matt—. Luchemos un poco.

Era una seca mañana invernal, no muy fría; un día cuya luz era clara y deslumbrante. Matt lo llevó al centro y, por primera vez, Oxenshuer entró en uno de los altos edificios de ladrillo que daban a las calles del la­berinto. Dentro había un gimnasio amplio y desnudo, sin calefacción, con tristes paredes amarillas y unas delga­das colchonetas púrpura en el suelo. Will y Nick ya estaban allí. Sus voces resonaban en la cavernosa habitación. Rápidamente, Matt se desvistió, quedando en calzoncillos. Desnudo parecía aun más corpulento que ves­tido. Sus músculos eran gruesos, su pecho prominente, y sus muslos, como columnas. Estaba cubierto de vello ru­bio y rizado, que le llegaba hasta la espalda y los hom­bros. Medía dos metros, por lo menos, y debía pesar cer­ca de 110 kilos. Oxenshuer, alto, pero no tanto como Matt, fornido, pero veinte kilos más ligero por lo menos, se sintió superado. En todo caso, era hábil y rápido; quizás esas cualidades le serían útiles. Tiró sus ropas a un lado.

Matt lo observó atentamente.

—No está mal —dijo—. Te vendría bien un poco más de carne sobre los huesos.

—Supongo que habrá que engordarlo un poco para la fiesta —dijo Will.

Sonrió amistosamente. Los tres hombres rieron, pero la observación pareció menos graciosa a Oxenshuer.

Matt hizo una señal a Nick, que sacó una botella de vino de un armario y se la dio. Después de destaparla, Matt bebió un buen trago y pasó la botella a Oxenshuer. Era el frente del que bebían en las comidas: más espeso, más dulce, como vino de consagrar. Oxenshuer lo tragó. Luego fueron hasta la colchoneta central.

Se agacharon, estiraron los brazos y giraron uno alre­dedor del otro, explorando, con los brazos buscando una brecha. Oxenshuer hizo el primer movimiento. Se acercó velozmente, descubriendo que Matt era terriblemente lento para ponerse en guardia, y su técnica defensiva esta­ba poco perfeccionada. Sin embargo, el hombretón pudo romper la llave de Oxenshuer con un fiero impulso de su cuerpo, sacudiéndolo con facilidad y haciéndolo caer de espaldas. Nuevamente giraron uno alrededor del otro. Matt parecía dispuesto a ceder a la iniciativa a Oxens­huer, quien avanzó con cautela e hizo una finta a los hombros de Matt, cogiéndolo luego por el brazo, pero Matt ignoró plácidamente la presa y, de algún modo, giró de forma tal que Oxenshuer, llevado por su propio impulso, perdió el equilibrio y quedó vulnerable al abra­zo de oso. Matt lo tiró al suelo. Durante unos treinta se­gundos, Oxenshuer se resistió tercamente, arqueando su cuerpo; después, Matt lo atrapó. Se pararon y Nick volvió a ofrecerles vino. Oxenshuer bebió, jadeando entre sorbo y sorbo.

—Tienes buenos movimientos —le dijo Matt — Pero la segunda caída llegó enseguida, y la tercera no exigió grandes esfuerzos.

—No te preocupes —murmuró Will a Oxenshuer cuan­do salían del gimnasio—. El día de la Fiesta, el santo te guiará contra él.

Ahora bebe mucho todas las noches, hasta que su cara enrojece y su mente se nubla. Matt, Will y Nick es­tán siempre muy cerca, vigilando que su copa no quede mucho tiempo vacía. El vino lo marea, lo aturde y, con frecuencia, ve visiones mientras yace atontado en la ca­ma, recuperándose. Ve la cara de Claire Vogel resplandeciente en la oscuridad, y la visión hace que su corazón sufra la congoja del amor. Mantiene largos diálogos imaginarios con el Orador acerca de la naturaleza de la comunión extática. Se ve a sí mismo danzando en la casa del dios, con la gente de la ciudad; danzando hasta el agotamiento y el éxtasis. Hasta recibe la visita de san Dionisos. El santo tiene un aspecto juvenil y—es curioso— inocente, con su gran barriga, sus muslos gordos, sus cabellos rubios rizados y una barba dorada y flotante; parece un san Nicolás rejuvenecido. «Ven —le dice en voz baja—, vamos al océano.» Toma la mano de Oxens­huer y ambos avanzan sin tocar el suelo por las calles oscuras y silenciosas hacia el desierto, por encima de las dunas arremolinadas, flotando en la noche hasta que llegan a un amplio mar que refleja la luz de la luna como si se tratara de un frío y blanco fuego. ¿Qué mar es éste? El santo dice: «Éste es el mar que te trajo al mundo, el mar inmortal que trae a la vida a todos los mortales. ¿Por qué abandonaste al mar? Mira. Entra conmigo en él». Oxenshuer entra. El agua es tibia, reconfortante, cu­riosamente viscosa. Se entrega a ella hasta el tobillo, has­ta la pantorrilla, hasta el muslo; siente el murmullo de una canción alzándose desde las dulces ondas y nota que lo abandonan las penas, el dolor y la sensación de que está separado de los demás. Hay bañistas balanceán­dose en las crestas de las olas. Mira: Dave Vogel está aquí, y Claire, sus padres y sus abuelos, y miles de per­sonas a las que no conoce; millones, una horda que llega hasta muy lejos de la costa; toda la progenie de Adán, hasta el mismo Adán, sí, y la Madre Eva, con su suave cuerpo rosa brillando en el agua. «Descansa —susurra el santo—, abandónate, flota. Ríndete. Duerme. Entréga­te al océano, querido John.» Oxenshuer pregunta si en­contrará a Dios en este océano. El santo replica: «Dios es el océano. Y Dios está dentro de ti. Siempre ha es­tado allí. El océano es Dios. Tú eres Dios. Dios está en todas partes, John, y nosotros somos Sus átomos indi­visibles. Dios está en todas partes. Pero, ante todo, Dios está dentro de ti».

¿Qué dice el Orador? Él Orador habla de sabiduría freudiana. Dentro de nosotros, afirma, habita una fuer­za, una entidad —llámala subconsciente; es un nombre tan bueno como cualquier otro— que desde su escondite domina y controla nuestras vidas, aunque su funciona­miento es misterioso e incomprensible para nosotros. Un dios dentro de nuestro cráneo. Hemos perdido contacto con ese dios, dice el Orador; no somos capaces de llegar a él ni de comprender su poder, y así estamos separados de nosotros mismos, de nuestra principal fuente de fuer­zas, y también de los demás. El dios que está dentro de mí ya no puede llegar al dios que está dentro de ti, aun­que tanto tú como yo procedamos del mismo océano pri­mordial, de ese mar de inconsciencia divina en el que todos los seres son uno. Si pudiéramos llegar hasta esa fuerza, dice el Orador, si lográsemos establecer contacto con ese dios oculto, si consiguiéramos elevarlo hasta la conciencia o sumergirnos en el reino del inconsciente, la separación de nuestras almas quedaría curada y, por úl­timo, tendríamos acceso pleno a nuestra divinidad. ¿Quién puede saber en qué clase de criaturas nos transformaría­mos entonces? Hablaríamos de mente a mente. Viajaría­mos por el espacio y el tiempo con sólo desearlo. Obraríamos milagros. Los errores del pasado podrían corre­girse, y la urdimbre de las antiguas penas se tejería de otro modo. Nos sería dado hacer cualquier cosa, dice el Orador, si llegáramos al dios oculto y nos transformára­mos en los dioses que deberíamos ser. Cualquier cosa. Cualquier cosa. Cualquier cosa.

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