Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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La fiesta de Baco: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando hacía tres semanas que estaba en la ciudad —le parecía que habían sido unas tres semanas, aunque quizá fueran dos o cuatro— decidió marcharse. Esta de­cisión no fue súbita; siempre había sentido, en lo más profundo de su cabeza, que no quería estar allí y, gradual­mente, la sensación llegó a dominarlo. Nick le había pro­metido soledad mientras estuviera en la ciudad si así lo deseaba, y ciertamente había disfrutado de ella. Nadie lo había molestado, nadie le había exigido nada; la ciudad funcionaba perfectamente bien sin su colaboración. Pero no era la soledad adecuada. Estar solo en medio de va­rios miles de personas era peor que acampar en solita­rio en el desierto. Es verdad que Matt le había prometi­do que después de la Fiesta ya no estaría solo. Pero Oxenshuer se preguntaba si realmente quería quedarse allí el tiempo necesario para experimentar los misterios de la

Fiesta y la unidad que, presumiblemente, seguiría a ella. El Orador había hablado de entregar todo el dolor al entrar en el cuerpo ecuménico de Jesús. Pero ¿qué en­tregaría? ¿Su dolor o su identidad? ¿Podría perder el uno sin perder la otra? Quizá fuera mejor evitar todo esto y volver a su plan original de internarse él solo en el desierto.

Una noche, después que Matt y Jean se marcharon a la fiesta, Oxenshuer cogió silenciosamente su mochila del armario, comprobó su equipo, llenó su cantimplora y se despidió de los niños. Lo miraron con extrañeza, como si se preguntaran por qué tomaba la mochila para dar un paseo, pero no dijeron nada. Fue por la amplia avenida hasta la empalizada, pasó por el portón abierto y, en diez minutos, estuvo en el desierto, alejándose a paso regular de la Ciudad de la Palabra de Dios.

Era una noche fría y clara, muy oscura; el brillo de las estrellas resultaba casi doloroso, y Marte destacaba particularmente. Anduvo en dirección Este por un terre­no accidentado, cortado por barrancos, y pronto las me­setas que flanqueaban la ciudad se perdieron de vista. Había esperado cubrir ocho o diez kilómetros antes de acampar, pero los barrancos dificultaban su marcha; al cabo de una hora, una de las botas comenzó a hacerle daño, y en un músculo de la pierna izquierda le dio un calambre. Decidió que sería mejor detenerse. Eligió para acampar un sitio cercano a un grupo de yucas, erguidas como grotescos centinelas, con sus brazos rígidos y eriza­dos, al borde, de una profunda zanja. Súbitamente, se levantó un viento que barrió la llanura desértica, agitan­do con violencia las ramas angulosas de las yucas. A Oxenshuer le parecía que las ráfagas le llevaban el sonido de los cánticos de la cercana ciudad:

Voy a casa del dios y su fuego me consume.
Grito el nombre del dios y su trueno me ensordece.
Tomo la copa del dios y su vino me disuelve.

Pensó en Matt y Jean; en Ernie, que lo había llamado hermano; en el Orador, que le había ofrecido amor y pro­tección; en Nick y Will, sus patrocinadores. Reprodujo en su mente las curvas del laberinto hasta que se sintió mareado. Era imposible, se dijo, escuchar los cantos des­de allí. Estaba a tres o cuatro kilómetros de distancia, por lo menos. Preparó el campamento y desenrolló su saco de dormir. Pero era demasiado temprano. Se acostó y, totalmente despierto, escuchó el viento, contó estrellas y se repitió los cánticos de la ciudad dentro de la ca­beza. Ocasionalmente dormitaba, pero sólo unos momen­tos. Mañana, pensó, haría veinticinco o treinta kilóme­tros, llegaría casi hasta las primeras estribaciones de las montañas del Este y armaría media docena de alambi­ques solares. Después se instalaría, para reflexionar con tiempo sobre todo lo que le había sucedido.

Las horas pasaron lentamente. A eso de las tres de la madrugada decidió que no podría dormir. Se levantó, se vistió y se paseó por el borde de la zanja. Un sonido llegó hasta él, suave, casi como un ronroneo. Vio una luz en la distancia. Una segunda luz. El sonido se duplicó, cuando un segundo ronroneo se sumó al otro. Después, una tercera luz, más lejana. Las tres luces se movían. Re­conoció el ruido: eran motores de motocicletas de arena. ¿Viajeros atravesando el desierto en medio de la noche? Los faros de las motos trazaban amplias órbitas circula­res delante de él. ¿Una partida de rescate de la ciudad? ¿Qué otra razón había para que condujeran así, cortando arcos de desierto de forma sistemática?

Sí. Voces.

—¿John? ¡John ¡Eh, John!

Lo estaban buscando. Pero el desierto era inmenso y los buscadores estaban lejos. Sólo tenía que juntar sus cosas y meterse en la zanja; pasarían sin verlo.

—¿John? ¡John! ¡ Eh, John!

Era la voz de Matt.

Oxenshuer bajó a la zanja, se detuvo un momento en la parte más profunda y, sorprendido, empezó a trepar por el otro lado. Allí se quedó unos minutos en silencio, mirando las motos que trazaban círculos y oyendo los gritos. Aún le parecía que el viento arrastraba los cantos de la gente de la ciudad. Éste es el dios que arde como fuego. Éste es el dios cuyo nombre es música. Jesús aguar­da. El santo te conducirá a la bienaventuranza, querido y fatigado John. Sí, sí. Finalmente, acercó las manos a la boca y gritó:

—¡Eh! ¡Aquí estoy! ¡Eh!

Dos de las motos se detuvieron inmediatamente. La tercera, girando hacia la izquierda, se detuvo un instante después. Oxenshuer aguardó una respuesta que no llegó.

—¡ Eh! —gritó nuevamente—. ¡Aquí, Matt, aquí!

Oyó que se reanudaba el ronroneo. Las luces se vol­vieron a poner en movimiento, y sus rayos atravesaron el desierto y llegaron hasta él. Las motos se acercaron. Oxenshuer volvió a cruzar la zanja, juntó su equipo y estaba aguardando en el lado más próximo a la ciudad cuando los buscadores llegaron hasta él: Matt, Nick y Will.

—¿Pasando la noche fuera? —preguntó Matt. Su aliento olía a vino.

—Supongo.

—Nos preocupamos un poco cuando no volviste a me­dianoche. Pensamos que podías haber tropezado en un lago seco y haberte hecho daño. Pero, por tu aspecto, veo que no había razones para alarmarse.

Lanzó una mirada a la mochila de Oxenshuer, pero no dijo nada.

—Ya que estás bien, supongo que podemos dejar que termines lo que estás haciendo. Nos veremos mañana, ¿no?

Se alejó. Oxenshuer miró cómo subían a las motos.

—Aguarda —dijo. Matt lo miró.

—Ya he terminado, aquí. Os agradecería que me lle­varais hasta la ciudad.

—Es un problema de integridad —proclamó el Ora­dor—. Al principio, el género humano era todo uno. Es­tábamos en contacto. La comunión de alma con alma. Pero, luego, todo se derrumbó. En la caída de Adán pe­camos todos, ¿recuerdas? Y esa Caída, ese pecado ori­ginal, John, fue una separación, un distanciamiento, un precipitarse en la maldad de las enemistades. Cuando es­tábamos en el Edén éramos más que una sola familia; éramos un ser, una entidad universal, y salimos del Edén como individuos: Adán y Eva, Caín y Abel. El ser univer­sal originario, roto en pedazos. Aquí, John, tratamos de volver a unir los pedazos. ¿Me sigues?

—Pero, ¿cómo se logra? —preguntó Oxenshuer.

—Permitiendo a Dionisos que nos conduzca hasta Je­sús. Y el sagrado frenesí del santo crea la unidad de los opuestos. Unimos a las tribus hostiles. Unimos a los her­manos distanciados. Unimos al hombre y la mujer.

Oxenshuer se encogió de hombros.

—Habla en metáforas y parábolas.

—No hay otro modo.

—¿Cuál es su método? ¿En qué principios suele apo­yarse?

—El principio en que nos apoyamos es el éxtasis mís­tico. Nuestro método es compartir la carne y la sangre del dios.

—Suena muy familiar. Toma, come. Éste es mi cuer­po, ésta es mi sangre. ¿Su fiesta es una misa mayor? — El Orador sonrió.

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